La Nación, 14/08/1988
En mayo de 1974 llegó Alejo Carpentier a Venecia. Era la ciudad del Concerto Barroco, la obra que por entonces estaba terminando. Y era la ciudad de Antonio Vivaldi, el músico de Las Estaciones, uno de los principales protagonistas del relato. Venecia seguía siendo la misma que la de los tiempos del «monje rojo», porque Venecia supo resistir no sólo las siempre amenazadoras olas del Adriático, sino las sucesivas olas de progreso, escudada en su insularidad y en el hecho de haber desarrollado todas sus posibilidades urbanas hacia fines de ese siglo XVIII, tan amado por Carpentier.
Venecia en mayo: atardeceres demorados que anuncian el verano. El cielo, más allá de las cúpulas de La Salute y de San Giorgio, repite la gama de la paleta del Canaletto. Rojos que viran al rosado y al malva tenue, tonalidades que se escurren sobre un fondo de azul intenso y permanente. El día se va lentamente de Venecia. La brisa que llega del mar sopla una alegre tibieza. Por calles y vicos pululan estudiantes y empleados. Se van llenando los cafés al paso donde los habitúes toman su ombrettao su copa de vino del trentino. Gritan y corren los chicos como si su libertad coincidiese con ese apagarse del día. Rebota la pelota contra los venerables mármoles: el atacante también debe gambetear al centenario aljibe que señorea desde el centro del campiello.
Cuando llegó Carpentier, yo ya llevaba dos de los seis cortísimos años que pasé en Venecia. Era cónsul general. Tal vez se trató de un error administrativo (uno no puede imaginar que surja algo positivo ‑menos aún, milagroso‑ de la Administración Pública), tal vez intervino en mi nombramiento algún secreto benefactor de esos que sólo suelen aparecer en las novelas del siglo XIX.
Todavía recuerdo mi emoción al instalarme en el palazzo Mangili‑Valmarana, sobre el Canal Grande. Era un vetusto y noble edificio de estilo clásico construido en 1965 por Vicentini, el mismo arquitecto de La Fenice. Estaba situado no lejos del puente Rialto. Allí estaba y sigue instalado el Consulado. Abundaba en macetas mohosas donde los jazmines de China alternaban con la albahaca y la ruda. Los depósitos estaban dominados por una jerarquía de gatos generalmente nupciales y el combate continuo ‑clásico contra los ratones. Las piedras de los muros parecían cubos de sal: dejaban un olor de salitre marino en las manos, como si fuese la exudación de organismos vivos y agónicos.
Carpentier llegaba en misión creadora para corroborar detalles de ese esplendor veneciano que sabría recuperar en la suntuosa marea de su lenguaje. El suyo era un «viaje interior». Sin embargo dio dos conferencias para regocijo de críticos y profesores que revoloteaban felices alrededor del maestro «in vivo», como los pichones gordos de la plaza de San Marco en torno de la catedral. Al entrar en el aula magna de la Universidad de Cá Foscari, Carpentier tenia una imponencia digna de un gran cacique exiliado en Europa por causa de alguna reciente convulsión postcolonialista. Habló de las realizaciones de Cuba en el plano social y económico. Destacó la política de alfabetización y la obra de difusión del libro en un país donde prácticamente se había desconocido la imprenta al servicio de los creadores.
La segunda conferencia la dio en el ambiente más intimo del seminario de literatura latinoamericana.»Habló de lo real y maravilloso del idioma español ampliado y recreado por América al ser invadida. No escatimó citas de Saussure y de Chomsky. Encantó a los profesores usando la jerga de moda entonces.
Fue a la salida de este coloquio cuando realizamos una larga caminata por esas calles donde Carpentier iba reencontrando los escenarios y los personajes de su imaginación. Lilia, su mujer, y mi esposa nos seguían por un itinerario que nos llevó por el puente de la Academia y Santa María del Giglio hasta la plaza de San Marco.
Carpentier conversaba, pero su yo profundo estaba entregado a la visión de Venecia.
Habló de su labor cotidiana. Se levantaba al amanecer y trabajaba en su escritura hasta las nueve, hora en que iba a la Embajada de Cuba en París, donde se desempeñaba como ministro consejero. Me sorprendió esta disciplina tan rigurosa. No sólo estaba escribiendo Concerto Barroco sino también «una obra extensa que le costaba mucho trabajo» (se trataba de La Consagración de la Primavera). En algún momento la conversación nos llevó a Lezama Lima. Yo hablé con mucho entusiasmo de él y aludí a las dificultades de censura a que había sido sometido por los burócratas de siempre, que se reproducen en toda generación, lugar y sistema político. Mis aseveraciones no parecieron gustarle mucho. Dijo que la tozudez y el orgullo de Lezama habían sido realmente anormales. Me contó que hasta se había negado a que le reparasen las paredes húmedas de su famosa y humildísima casa de la calle Trocadero 160 en La Habana vieja. «El sabía que eso le hacía un gran mal para su asma», dijo Carpentier como protestando con un amigo del que alguna vez se estuvo cerca y del cual se terminó distanciado.
Cuando cruzábamos la inefable plaza de San Marco, Carpentier hizo una señal a las señoras y se escapó hacía las ventanas del antiguo café Florian, se agachó como para ver mejor o como buscando la mesa donde estarían los fantasmas de Haendel, Scarlatti y Vivaldi hablando con el indiano que les describía el fabuloso México. Lo mismo hizo ante las ventanas del Quadri cuando la orquestita de turno, como reconociendo la evocación de Carpentier, arrancó con La Primavera. Sí, Venecia era la misma. pero faltaba la fiesta, la ciudad estaba como exiliada de su siglo de apogeo, habitada por nuestros melancólicos contemporáneos, que parecen andar con la desilusión de quien se topa con un eterno fin de fiesta. Esos espacios espléndidos no parecen hechos para el hombre‑sombra que produjo la arrogante sociedad tecnolátrica y electrocultural de nuestro tiempo. Balcones que vieron aquellas espléndidas patricias desnudas llegando por las cornisas hasta la cámara de Enrique III, recién ungido rey de Francia. Monjas con máscara de raso. Navegantes que regresan de anos de navegación con el relato del exótico Oriente. Prostitutas carpaccianas pioneras del top‑less y del deshabillée transparente. Magos, alquimistas, giordanobrunos y cabalistas. En todo esto estaba pensando seguramente ese gran pagano que era Alejo Carpentier. Era como si ahora un judeo-cristianismo sin fe, transformado ya en una triste costumbre laica y municipal hubiese sepultado sin remisión la posibilidad de la Fiesta.
Alcanzamos la Riva degli Schiavoni hasta la iglesita de La Pietá, donde Vivaldi había sido organista y maestro del coro y que ocupa un lugar preferencial en el Concierto Barroco, pero como suele ocurrir, estaba cerrada. Carpentier contempló un rato el edificio sin poder ver el Tiépolo y el órgano, pero no parecía necesitar más por ese día. Estaba habitado por el ritmo de Venecia, por las líneas de su arquitectura. sus voces y silencios. A Carpentier le sobraba lenguaje como para poder aprehender en la dimensión literaria toda la riqueza de ese barroco bizantino.
Arnold Hauser, estudioso del barroco, define este estilo, entre otras singularidades, como «el afán de despertar en el contemplador un sentimiento de inagotabilidad y un impulso potentísimo e incontrolable hacia lo ilimitado». Venecia es como el fuego o el mar: se dejan contemplar sin término. Sus formas, sus colores, su magia son siempre cambiantes. Venecia es un palacio, un laberinto, una unidad escultural: a la vez que inesperadamente pululante y móvil.
Como Venecia, la obra de Carpentier no se agota en la primera aproximación, ni siquiera en las sucesivas. Está llena de meandros, conexiones imprevistas, sombras y claridades como las de los campiellos que se abren al final de lúgubres callejas. Hay en Carpentier una suntuosidad palaciega, si se quiere parnasiana, pero no obstante se oye el bullicio de la vida en su intimidad, como en aquel memorable atardecer de mayo.
Distinta iba a ser la aproximación a ese unicum que es Venecia de Jorge Luis Borges, que llegó meses después del paso de Carpentier. Se quedó casi una semana. Vino con María Kodama y en ningún momento alegó fatigas como para abandonar sus largas caminatas. Era tan fuerte la personalidad de Borges que su ceguera no parecía disminuirlo, Para todo lo que se comentaba tenía referencias y conexiones literarias. Su memoria era un sustituto exacerbado de su imposibilidad. Sustituía con éxito el drama de su ceguera con el placer de la exactitud y el matiz verbal como si se tratase de un sentido adicional. Se puede decir que Borges tenía concentrados todos sus mecanismos sensoriales en la palabra. «En la oscuridad de la no visión, sin embargo, veo las palabras y las frases de mis cuentos y de mis versos como anotados sobre el pizarrón del colegio», me dijo. En una de las primeras caminatas afirmó que le encantaba estar en Venecia, ciudad que recordaba de un muy remoto viaje de su adolescencia, en compañía de sus padres. La Venecia de Borges se tornaba necesariamente borgeana, sería el reflejo de unos flotantes palacios de mármol en el espejo de una muy velada memoria humana. Tal vez 1913. Tal vez 1975…
Un mediodía después de comer en la trattoria de Raffaele fuimos hasta la plaza de San Marco que mostraba el esplendor de sus dorados. Sentí pena por esa gran sensibilidad que no podía ya ver semejante espectáculo. Algo debe haber intuido porque me dijo: «No crea que no veo nada. Aquí hay mucho resplandor… Por ejemplo veo su corbata, ¿es verdad? Veo una línea oscura…» «Sí, es una corbata azul», respondí. Animado levantó la cabeza: «¿No le digo? Allí veo una forma alta que va subiendo…» «Es el Campanile, en efecto», y se quedó contento y como yo había hablado del ángel dorado que culmina esa torre, inmediatamente recordó un poema erótico de Delmira Agustini, donde se hablaba de «tu llave de oro». «Si ella no especificase que la llave era de oro, el verso hubiera caído en la alusión grosera…», comentó. De allí siguió recordando poemas de casi desconocidos, a veces elogiando o riendo del ridículo. Creía que se puede aprender literatura tanto de los buenos como de los malos escritores. De éstos, porque la caricatura de un buen verso puede ser harto ilustrativa. Vinculaba a los autores que iba recordando con anécdotas de aquel Buenos Aires mítico de los años 30, donde se mezclaban razas, estilos, tradiciones y lenguas. No era muy dadivoso con sus compañeros de letras, más bien solía hablar negativamente de la mayoría. A veces su forma de excluir era la exageración del elogio: de un poeta cordobés muy hispanizante dijo una vez en pleno patio de la Sociedad Argentina de Escritores que «desde Góngora no se había visto prodigio poético semejante». Aquello hizo enrojecer y casi hasta pedir disculpas al elogiado. EI poeta Nalé Roxlo, que bien conocía estas mañas de Borges, al escuchar una de estas loas y no sabiendo quién era el destinatario, le preguntó «¿Contra quién va ese elogio, Borges?»
La formación y la búsqueda literaria de Borges era libérrima y como tal llena de cumbres, abismos de profundidad y notorias lagunas. No conocía más que de referencias la obra de Carpentier y de Lezama Lima. Le habían leído, tal vez unas cien páginas, según creo recordar, de Cien Años de Soledad, obra que elogiaba. Pero casi era un desconocedor entusiasta de sus contemporáneos latinoamericanos y de muchos de los españoles de la Generación del 98 y de los poetas de la del 27. Cuando le hablé de Rulfo me dijo: «México es para nosotros (los argentinos) un país remoto».
Venecia era para él olores, sonidos, referencias literarias. Prueba de ello es el curioso viaje en góndola que hicimos. No lo pude disuadir de la temeridad de subirse a una de ésas barcas (entonces tenía años y necesitaba la ayuda de un bastón y del brazo de su interlocutor). Comprendí que sería su único, temerario y quizá final viaje en góndola. El estaba feliz tal vez parque no podía ver los tormentosos nubarrones que se aproximaban. Bogamos por el Canal Grande y después entramos por los pequeños canales de Cannareggio. En un momento, la tormenta se desencadenó y tuvimos que capearla bajo un puente de piedra con el gondolero que aguantaba la barca tomado del arco del puente. Se oyó un tremendo trueno y Borges se puso a recitar con su voz sorda, personalísima, de sílabas escandidas, los versos del «Salmo Pluvial» de su maestro Lugones:
«Erase una caverna de agua sombría el cielo, El trueno, a la distancia, rodaba su peñón…»
Su voz se amplificó en la acústica del puente. Ni se preocupaba, como nosotros, por una mojadura que a su edad hubiese sido grave. Esa lluvia de verano, repentina y sonora, más bien lo llevaba a los olores que levantan de la tierra los tormentones pampeanos:
«Una remota brisa de conturbado vuelo,
Se acidulaba en tenue frescura de limón»
Cuando amainó seguimos hacia el palacio del Consulado. Borges hablaba de Lugones y me contaba los detalles de un encuentro en la Biblioteca Nacional. En Borges, toda vivencia de la realidad perdía su materia corporal y se transformaba en tema literario, en sustancia de su universo verbal.
Con mecanismos existenciales y vivenciales básicamente diferentes, tanto Carpentier como Borges convergían hacia ese punto central que es la ambición de toda una vida de creador por tratar de iluminar, encender, el común idioma general. Carpentier llegaba desde su vasto conocimiento de la realidad y la experiencia, Borges desde su rico laberinto cultural y literario. Ambos lucharon con las palabras para vencer ese fondo permanente de oscuridad del lenguaje; zona en la que suele morar la mera narrativa adocenada, en la que el autor «se aferra como marinero que no sabe nadar al tablón del tema».
Estos dos maestros, como la misma Venecia, se alzaban muy por encima del tema habitacional, meramente habitacional, donde suelen instalarse los narradores inocentes o primarios, a veces con tanta soltura que nos parece que anduvieran en pantuflas por los rincones de sus novelas. Ellos, como Lezama Lima o Guimaraes Rosa o Vladimir Nabokov, para nombrar a otros de la misma estirpe, son quienes devuelven a la novela la plenitud de sus posibilidades, re‑jerarquizándola en un plano puramente literario. Es como si en ellos muriese definitivamente el siglo XIX novelístico que ahora sobrevive en las narraciones cinematográficas y televisivas de los medios masivos.
Ellos, como Venecia, no fueron sólo un medio para una mera función habitacional. Fueron eso y muchísimo más.
A casi catorce años de distancia, Borges y Carpentier me parecen unidos con Venecia en un único largo día. Ambos han muerto, ambos son ya esa estela de palabras con las que tanto porfiaron en su soledad creadora (ese suntuoso manto real que es el lenguaje carpenteriano, esas palabras‑faros con las que Borges iluminaba el texto y guiaba por perplejidades y misterios).
A casi una década y media de distancia, los dos parecen caminar juntos por Venecia. (¿De quién era el atardecer aquel cuando observamos el resplandor del sol en las alas del ángel del Campanile? Aquel café al paso en el barcito de Rialto, ¿fue Borges o Carpentier?) Borgeanamente los dos maestros son ya sólo dos sombras, dos vertientes de un solo, genial y enamorado Hacedor.
Ambos maestros, como los arquitectos venecianos, coincidían en ese don o secreto que está en la esencia de toda obra de arte.