El Nacional, 15/10/1989
Abel Posse, conocido escritor argentino, autor de varias novelas entre las que destacamos Los perros del paraíso, inicia con este artículo lo que puede convertirse en una interesante polémica alrededor del debatido tema del “descubrimiento”.
No vieron llegar bajo el solazo del Mes del Aire, Tibio en varios botes desde las barrocas estructuras flotantes con alas blancas que se mecían más allá de la barrera de corales. Esos grandes palacios en el mar no podría ser otra cosa que morada de dioses fundadores. Era sabido por los iniciados que los tzitzimines, demonios que habitan hacia Oriente, son voladores, más bien un espíritu. No había nada que temer.
Lo que más pudo sorprenderlos eran las barbas rojizas o renegridas, el color anómalo de los ojos, la blancura de la piel y la insistencia en tanta ropa, más que vestidura era investidura.
Ninguno de los dos bandos, ni los desnudos ni los foráneos revestidos, podía comprender que ese acto inauguraría un ciclo decisivo en la historia de ese planeta que ambos habitaban ignorándose. Colón y su gente estaban convencidos que habían llegado a las Indias Orientales y que aquéllas gente no eran más que extravagantes recolectores de especias, o tal vez, una colonia penitenciaria del Gran Khan, cuya presumible crueldad era atribuida desde los tiempos de Marco Polo.
Para los locales, los recienvenidos no eran otra cosa que los asombrosos dioses venidos del mar en cumplimiento de profecías tan antiguas como la de Kukulkan, Quetzaltcóatl, Viracocha. Con una facilidad que les costaría el genocidio y la dependencia ‑hasta nuestros días- les otorgaron categoría divina y aceptaron su mandato con resignado pesimismo.
Desde los primeros días habían comenzado a distinguir las jerarquías de los dioses: el jefe, alto y rubio de ojos azules, los capitanes y un resto de gente marinera, seguramente dioses menores, juguetones, toqueteadores y proclives a los objetos de metal amarillo, que se metían en los bolsillo de puro inocentones.
El jefe parecía un dios malhumorado, caviloso, ceñudo, con muchos desconcertantes detalles de mero mortal. Era curioso que aquellas deidades pudieron estar mortificadas por el dolor de muelas, el lumbago oceánico o curiosas nostalgias de amor y terruño.
Seguramente notaron que el jefe, el llamado Colón, hablaba con un acento ó musicalidad distinta de la mayoría de los dioses menores. No podían saber que se trataba de un genovés que aprendió español para la aventura de América y que su parla era una mezcla bastarda muy similar al porteño de Buenos Aires (al de la Boca de los inmigrantes xeneizes.1) que cuatro siglos después invadiría los tangos con palabras como bacán, pibe, mofar, pelandrún y otras).
En aquellos años de la conquista; cuando nacía el moderno Occidente, el genovés, el francés, inglés o el alemán eran parlas de provincia. Sólo en español se podía hacer carrera y moverse en la banca. Era cómo el latín para los humanistas de antes o el inglés para los comerciantes de hoy.
La bondadosa naturaleza de los dioses venidos del mar se puso pronto en evidencia, el jefe ordenó que se repartiesen algunos bonetes colorados y cascabeles.
Los locales pagarían estos alegres chirimbolos durante siglos. (La deuda exterior de América Latina es ya del orden de los 600.000 millones de dólares.)
Los europeos y los americanos protagonizaron en aquellos primeros meses de encuentro uno de los más trágicos malentendidos de la historia.
Haber entendido que los bárbaros venían cumpliendo profecías desarmó -en el plano psicológico y metafísico‑ la convicción necesaria para resistir un invasor militar.
El «malentendido» de raíz religiosa fue motivo de uno de los genocidios mayores de la Historia: según el estudioso Ángel Rosenblat en 1492 había en la isla Hispaniola unos 250.000 indios. En 1538 sólo quedaban 500. Según ese investigador la población indígena de América pasó del 100% en 1492 al 5.9% según datos estimados a 1942.
El otro oro
Los llamados «indios” en algo estaban adelantados en cuatro siglos a las costumbres de sus conquistadores: iban desnudos como suecos en Ibiza.
Los recién llegados desconocían esa saludable naturalidad. En Europa no se veían cuerpos desnudos desde la conversión de Constantino al Cristianismo. Desde entonces la túnica vaporosa, los baños de vapor y las playas quedaban deshabitados. La desnudez ingresó como signo evidente de pecado. Pasa a ser característico de brujas y endemoniados. Sólo en los burdeles medievales podría tener cabida semejante aberración.
Por lo tanto, no es difícil imaginar el estupor de los descubridores. Las crónicas fueron bastante discretas. (seguramente temieron un úkase papal condenando el Nuevo Mundo a ser clausurado por demonismo y pornografía.) Salvo en algún Italiano como Michel de Cúneo, hubo más bien un silencio cómplice en torno a esa delicia evidente de bellos cuerpos desnudos, en inocente disponibilidad. Era un hecho que hasta hacía soportable la escasez de piezas de oro y de piedras preciosas.
La raza de los tainos, los locales que habitaban aquellas islas, era una de las más bellas y mejor proporcionadas de América.
El itálico Michel de Cúneo tuvo la sinceridad de narrar cómo sedujo o violó (nunca se sabe bien) a una taina en su camarote de a bordo. Su narración tiene matices sadomasoquistas: la bella se resiste, él recurre a un látigo y al final hay una reconciliación erótica‑dialéctica y ella muestra cualidades y una sabiduría sexual que excede todo lo que el joven Cúneo podría haber imaginado.
Colón, político y sabedor que escribía a una corte católica e intolerante, es muy prudente pero no deja de destacar claramente su emoción ante los cuerpos: «Ellos andan todos desnudos, como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más que una, harto moza… Todos de buena estatura, gente muy hermosa. Los cabellos no crespos, salvo corredíos y gruesos como se da de caballo”.
La condena católica de esta desnudez masiva no pudo cumplirse; la incipiente industria textil catalana aún tardaría siglos para vestir a aquellos pueblos que, además, caerían en un cielo de explotación a indigencia económica total.
El oro y las perlas dejaron de ser la única atracción, desde entonces en adelante los invasores encontrarían un gran consuelo. El otro oro fueron los cuerpos.
El grupo ibérico actuó como un verdadero banco de esperma, que reparó –por vía erótica- el genocidio imperial.
Ni los británicos en África, ni los holandeses y franceses en Asia y Malasia, crearon con tanta dedicación una etnia. No fueron capaces de esta acción demográfica compensadora.
A diferencia de esta conducta puede decirse que los españoles sólo despreciaron las almas (hasta dudaron que los indígenas la tuvieran).
En cuanto a los cuerpos no tenían dudas. Incluso en muchos casos el amor se impuso y se produjeron matrimonios entre caballeros españoles e indígenas de alta cuna. (Este hecho hubiera sido inimaginable para los ingleses en África o en la India)
Las grandes marchas
Los ultramarinos, con una inconsciencia, coraje y tenacidad sin par en la historia, se adentraban desde las costas hacia lo hondo de esas misteriosas tierras mucho más peligrosas que la Mar Océana con todas sus leyendas.
Era realmente un viaje interplanetario. Entraban a pie en un nuevo planeta desconocido.
Los locales los seguían desde la manigua, desde los cerros. Comprendían que ese signo en forma de cruz que se repetía en pechos y estandartes concitaba sus fuerzas.
Pronto supieron, en las primeras laboriosas traducciones, que se trataba de un instrumento de tortura. Comprobaron también que al parecer la religión que traían los iberos no preveía otra ablución que la del bautismo. Conjeturaron qué se trataría sin dudas de una religión dual porque ni la proclamada caridad ni el mandato de amor al prójimo, les impedían matanzas ensañadas como las de Cajamarca o México «A Dios rogando pero con el mazo dando».
Los locales sintieron seguramente que nada podría contener a los ibéricos. Sus armas novedosas (el rayo de fuego; el llamado perro, el caballo) eran menos fuertes todavía que la obstinación. Desconocían el vocablo pesimismo (palabra que Occidente reencontraría en su decadencia, leyendo a Schopenhauer). No dudaban que el futuro les pertenecía inexorablemente, y este es el secreto de imperios triunfantes (Roma frente a Grecia). La duda no es solamente la decadencia, es el fin. Y aquellos invasores eran tan optimistas que ni siquiera oliendo las matanzas dejaban de creer que estaban ejecutando el bien. Al eliminar al opositor solo sentían que aliviaban al mundo de un error.
Desde esta fuerza se comprenden los desconcertantes triunfos y tanta persistencia.
Ofrecían batalla trescientos contra solemnes ejércitos de miles. Asaltaban ciudades amuralladas. Se curaban las heridas con un hierro al rojo y después emparejaban el estropicio con cera .o sebo animal. Marchaban por desiertos lunares como el del Perú o el de la Puna; calcinados por el sol, sin quitarse yelmo ni armadura. Con poca queja bebían sus orines o los de las mulas. Algunos hirvieron su calzado (teniendo en cuenta las circunstancias esta puede ser tenida una de las mayores hazañas gastronómicas de la historia).
Más de una vez vieron a los ultramarinos exclamar ante la belleza de cerros y cataratas que los llevaba a orar de rodillas ante la grandeza de Dios o a recordar versos olvidados para mejorar el elogio de esos pájaros de plumaje ducal o de esos mantos de orquídeas, salvajes bajando desde la copa de los palmares.
Los locales se supieron vencidos antes de la batalla final. Para ellos esa fuerza era la evidencia que había llegado el tiempo del sol negro anunciado por las profecías.
De nada valían los grandes ejércitos de aquellos reinos más perfeccionados que es España de rueca y palacios de adobe (la Villa Mayor de Madrid era entonces un andurrial fangoso en comparación con el Cuzco de piedra noble donde muchos palacios tenían agua corriente).
Los protagonistas de la conquista era superhombres nietzscheanos; Cortés, Alvar Núñez, Cabeza de Vaca –que atravesó desiertos y selvas, miles de kilómetros-, Ponce de León que imaginó como un bradomín viejo, católico y sentimental, lanzado a buscar nada menos que la fuente de la Eterna Juventud. Y Alvarado, Irala y Balboa. Hombres capaces de vivir la guerra como fiesta y la paz como placer. Católicos sí, pero de cristianos nada. Eran fundamentalmente los protagonistas del Renacimiento de Occidente, más romanos o paganos que producto del Medioevo.
El Día de la Raza
Después del Conde de Gobineuau y sus malogrados esfuerzos de clasificación humana, luego de las sórdida consecuencias del doctor Rosemberg y ya superadas tantas conferencias del ex Instituto de Cultura Hispánica, hablar de razas es peligros e incierto. Cuando nos referimos a América más bien deberíamos hablar de las razas. Porque América es casi todas las razas. Es mestiza y multicolor (su mestizaje más simulado es el que se produce dentro de las gamas del blanco).
Cuando hablamos de “raza» y de Día de la Raza no nos referimos a una unidad excluyente ni a nada corporal, hacemos más bien una referencia metafísica. Porque la verdad es que con el tiempo los conquistadores terminaron anclados en América y más bien conquistados por ella. Se fueron uniendo, con los vencidos en alegrías y dolores. Crearon un estilo nuevo. En un par de siglos se fue formando una familia heterogénea, con oposiciones pero con algunas identidades básicas. Lo mestizo terminó predominando en América al punto qué Alejo Carpentier pudo definirla como «continente mestizo». La resistencia cultural indígena quedó cada vez más relegada, defendiendo sus valores con una gandhiana «resistencia pasiva». Pero la América mestiza es la que se impuso y dio el tono y el estilo.
Ante el V Centenario del Descubrimiento
La retórica oficial amenaza el recuerdo del hecho histórico más importante del V milenio. Se esta prefiriendo la reiteración de lo celebrativo, del vaniloquio laudatorio. Lo cierto es que el V Centenario podría ser oportunidad inmejorable para empezar a descubrir el Descubrimiento.
Semejante choque de culturas y civilizaciones fue sustancia de una de las mayores tragedias de la Historia: desaparecieron pueblos, formas de vida y de religión. No se trata de volverse a ella en actitud de juez para concluir con un vano listado de santos y culpables (nadie puede volverse hacia el pasado para vengarse de él, afirmaba Heidegger). No se trata de reiterar la leyenda negra, pero tampoco se puede caer en el silencio negro, ocultar el drama y organizar con el mejor espíritu celebratorio un descomunal festival internacional de jefes de estado. Tenemos muy poco que “celebrar”, porque lo que ocurrió es muy doloroso para muchos pueblos cuyos descendientes no sólo sobreviven sino que hasta con la mayoría de la población en varios países americanos.
El V Centenario tendría que ser la ocasión para una conmemoración crítica de lo ocurrido. La unión hispano-americana se consolidaría en el trabajo de rescatar valores, de reinterpretar los hechos, para ir desenterrando los signos que nos permitan afirmar nuestro estilo en un panorama mundial donde todo conduce a que tengamos que aceptar por vía cultural (y más bien subcultural) el estilo de otros.
Hasta ahora se programa el V Centenario como una fiesta, sin pensarse que debería de ser la posibilidad de una movilización en torno a nuestro ser, a nuestros valores y frente a las fórmulas de vida que se nos van imponiendo más allá de nuestra voluntad.
El estilo, el mundo cultural hispano‑americano no supo darse sentido positivo a través de fórmulas institucionales y políticas propias. Somos un mundo dependiente que no sabe depender. Estamos en rebeldía cultural ante la prepotencia de las grandes sociedades industrial-tecnológicas (y tecnocátricas) de nuestro tiempo, pero políticamente nos sometemos a ellas como renunciando a la imaginación, a la posibilidad de crear fórmulas propias.
No fueron los políticos, sino más bien, a pesar de los políticos, la unidad hispano-americana se mantuvo a través del magnifico idioma y por la tarea de los hombres de cultura, los únicos conscientes de las riquezas de este estupendo Continente verbal que habitamos. Corresponde, por lo tanto, a los hombres de la cultura y no a los políticos “poner en valor” este V centenario para que se algo vivo, constructivo. Para que sea un importante inicio y no una lápida.