La Nación, 24/06/1992
PRAGA.‑ La conmemoración de 1992 es una magnífica oportunidad para iluminar y poner en valor algunos aspectos de la espiritualidad precolombina que enriquecen nuestra heterogénea cultura iberoamericana. A los ingredientes grecolatino, judeo‑cristiano y árabe de las Españas sucesivas, se debe agregar también esa dimensión precolombina, que fue negada durante la larga y represiva etapa colonial, pero que debería ser rescatada en el actual renacimiento cultural de la gran nación iberoamericana que estamos viviendo.
No hemos pretendido monoteístas furiosos siendo que en Iberoamérica (y en España en particular) el ingrediente pagano, moro y hebreo creó una especie de cultura subterránea, o una contracultura, que se expresó marginalmente a lo largo de los siglos. El monoteísmo (enfermedad mortal del judeocristianismo) fue en América colonial aún más represivo y excluyente que en la misma España inquisitorial. Minuciosamente se destruyeron en América los contenidos de una rica cosmovisión y una poética religiosa que hoy nos enriquecería. La sabiduría de los amautas, tlamatinimes y chamanes fue casi anonadada. En este sentido la actividad de los conquistadores ha sido más cubridora que descubridora. Ejemplo tristemente paradigmático es el del obispo Landa, de Yucatán, que quemó, con piadoso monoteísmo incendiario, toda una biblioteca de Alejandría de la cosmovisión maya y azteca‑tolteca.
Visión poética
Pero los dioses no han muerto. Siguen rondando por esa cultura de nuestra América que crea desde la frustración, desde sus oscuros conflictos aun insolucionados. Los pocos poemas nahuatl que, pese a Landa, llegaron hasta nuestros ojos, demuestran una refinada relación con la divinidad y el misterio. Estos pocos versos pueden señalar el tipo de sosegada y escéptica visión que tenían esos poetas de nuestra «posición en el cosmos» y de la atención que podemos esperar de las fuerzas supremas:
Nuestro Señor, el Señor que está próximo,
Piensa lo que quiere
Determina
Se divierte
Según sea su deseo
Nos puso en la palma de su mano
Nos mueve según su voluntad
Y nos inclinamos, rodando como bolitas
Nos despide a la deriva
Para él somos objeto de diversión
Se ríe de nosotros.
Algunos aspectos de la cosmovisión americana son especialmente interesantes: el sentido cíclico del tiempo y el principio de movimiento periódico renovador; la creencia en etapas o «soles» con características diversas (por ejemplo, ese sol negro en el cual los humanos por abusar de las cosas terminan sepultados, acabados por ellas); la aceptación del hombre como ente hermanado con los animales y plantas y con la materia del mundo que habita. La metafísica de la culpa y de la denominación antropocéntrica que traía el conquistador chocó con estas creencias profundas, nacidas en seres que parecían asociados al planeta y al cosmos en una relación primogenia que el judeocristianismo niega desde los primeros versos del libro de Génesis. («Fructificad y multiplicad, y henchid la Tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, y en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven sobre la Tierra»).
Las dos metafísicas siguen luchando en nuestra América, aunque una de ellas parezca haber triunfado en este largo round de cinco siglos.
Una sola realidad
Hoy ya no son los españoles los beneficiados del dudoso mandato de enseñoreación del mundo, son más bien los protestantes anglosajones los que tomaron la posta. Más allá de las circunstancias políticas y económicas que estemos viviendo, lberoamérica es una sola realidad cultural, determinada por su idioma y por esa múltiple conformación de factores enumerados al comienzo (y en el que hay que incluir definitivamente el aporte precolombino). Aporte de hondura, de gravedad. En cierto modo, en esta hora de descubrir y de descubrirnos, debemos rescatar esa riqueza todavía misteriosa y lejana como un «Oriene» de valores remotos que de algún modo muy indirecto juegan ya incluidos en nuestra cultura y en nuestra idiosincrasia. Los dioses errantes de América todavía buscan su lugar en nosotros.