La Nación, 25/05/1995
En aquel día de mayo empezamos a ser. Por cierto que la Primera Junta se constituyó ante la acefalía monárquica en España, y en nombre de Fernando VII. Pero en realidad iniciábamos el camino que culminaría el 9 de Julio de 1816 en Tucumán, cuando nos zambullimos de lleno en el abismo, los trabajos y la responsabilidad de una independencia que concluyó en el triunfo vital de esta Argentina.
Algunos escépticos afirmaron que el 25 de Mayo fue más bien una conspiración ibérica de comandantes de campaña y almaceneros que querían cambiar algo para que todo siguiese igual. En realidad no había nada concreto o inmediato: Buenos Aires vivía la santa quietud del atraso colonial. Era una población de tejas con una catedral, un fuerte sin guerras y dos cafés virilmente aromados por los puros, cubanos o brasileños. Las gallinas iban picoteando hasta la puerta del Cabildo. Sin embargo, había gente que susurraba la invitación a la aventura; constituía un mínimo grupo atraído por esa peligrosa pulsión que Cioran definió como la tentación de existir. Moreno, Belgrano, Saavedra, Azcuénaga, Paso, Rodríguez Peña, se llamaban entre ellos «patriotas», no por la vacía patria colonial que tenían, sino por la que imaginaban poder construir sobre el desierto infinito (El mismo Saavedra escribió que los consideraban locos; sabemos que la razón es siempre conservadora.)
Apenas un detalle
Buenos Aires era apenas un de talle en la soledad de las costas, apenas unos sesenta mil habitantes, contando los ocho mil negros, pero ya los porteños decían que era más importante que Lima y hasta que tenia «detalles de París» (Tal vez se referían a las moscas de las carnicerías de Les Halles.) Ya se los veía inclinados a un .sólido esnobismo que para
Borges será la más evidente pasión de sus conciudadanos.
Sensatamente temían los abismos de la libertad, incluso los mismos esclavos, de modo que en 1813, cuando los libertaron a todos como para aparecer como campeones mundiales de los derechos humanos, los negros se sintieron expulsados, desalojados del calor de sus familias propietarias. Melancólicamente fueron emigrando hacia la Banda Oriental y Brasil. Fueron las primeras víctimas de las ideas modernas, de la pasión francesa.
Los porteños
El agudo pintor Essex Vidal escribió que los porteños eran exquisitos en el arte de no hacer nada: «Se cree que la esencia de la nobleza consiste en no hacer nada».
Eran rechonchos y con pantorrillas abotellonadas, como un mazo de barajas compuesto casi exclusivamente por sotas, más bien agallegados y con proclividad a la astucia defensiva y la desconfianza.
Vidal, Haigh, Gillespie y otros dicen que ellas, en cambio, se pasaban de vivarachas. Inventaban bailes por cualquier motivo de festejo, eran provocativas, allumeuses, pero huían y volvían en un juego irritante que ponía al pretendiente europeo en un exasperado borde de violación, y cuando esto se insinuaba recurrían airadamente a sus padres, sus maridos o a la autoridad del fuerte.
Es explicable que ante la paz y el aburrimiento haya brotado la fascinante tentación de existir. Como siempre los intelectuales y las esnobs (como las Thompson o las Escalada) fraguaron el complot, se pasaban libros del tal Jaez, que entonces se vendían en la trastienda, como los álbumes de dibujos pornográficos venecianos. Eran obras de Rousseau, Diderot, Lapérche, Voltaire, un mal francés que detestaba la Iglesia. Los traficaban los contrabandistas ingleses, que tienen una facilidad casi genética para la profesión. Los deslizaban en cajones con sargas, gabardinas y pecaminosos calzones y enaguas con voladós, también de París.
El hacer y el estar
Por un lado, entonces, el partido de la aventura de ser. Por el otro, el de la delicia del atraso: la siesta con rezo y camisón; los puros de La Habana; tardes de mus o de toros y moscas ebrias de sangre fuerte; la segura masturbación; un dios de catecismo dócil como un cuñado; el caucho como la imagen de la más increíble libertad, esa que casi no se usa nunca.
El 25 de Mayo llegó la gran oportunidad: se filtraron y soliviantaron los tenderos preocupados por la posibilidad de anarquía. Encendieron la escurridiza mecha del hacer. Moreno, Belgrano y los otros inauguraron sin saberlo cien años de sangre, degollinas, cabal: gatas heroicas, alambrados progresivos, vacuna, inmigraciones masivas, marcas de ganado y bolsa de valores.
Un siglo después de los tumultos fundacionales de nuestra moderna «historia argentina», el presidente Clemenceau y la infanta Isabel de Borbón recorrían admirados la Avenida de Mayo. Y Tita Ruffo, Le Corbusier, Caruso, Nijinsky y el mismo Einstein, que preguntó al salir del teatro Odeón: «¿Cómo hicieron para sacar de la nada esto que se parece a París?» ‘
Se brindaba en francés en el paddock de Palermo. Durante las increíbles fiestas del Centenario, desde el Armenonville, en la noche, sonaban los tangos de Viroldo, Arolas y Bardi.
Y ya a partir de la década siguiente, la Argentina, aquella ocurrencia, se ubicaba como la sexta potencia financiera del mundo, muy por delante de Japón, Italia, España, Canadá o Rusia.
Barbarie de fondo
La tentación de existir se había impuesto. (El plan Cavallo tal vez sea su más reciente epifenómeno.)
Pero quedó en los argentinos el llamado, la secreta seducción de la barbarie (¡aquellas siestas, las terrazas, los muslos de las lavanderas mulatas en las toscas del río, el espacio abierto hacia la nada!). Sigue viva en nosotros esa profunda e incitante contradicción. Es una callada sospecha «rosista» de que «progreso» es el verdadero sinónimo de barbarie.
Temo que en el fondo, insensatamente, claro, los argentinos todavía se resisten a ser suizos y que tardarán mucho en alcanzar esta tan constructiva aspiración.