La Nación, 9/07/1999
Por suerte no fueron sensatos. No creyeron en la evidencia cuantitativa. No tuvieron en cuenta que en el Congreso de Viena (la Yalta de entonces) las superpotencias repartían el mundo sin considerarlos. No se agobiaban ante esa España que había derrotado a Napoleón. Contra ella se alzaban con sinrazón ibérica en Tucumán, corazón perdido de esa América remota.
Eran los meses amargos cuando aquel primer ejército de centauros pobres retrocedía por el Altiplano reseco: Vilcapugio, Ayohúma, Sipe‑Sipe. Había que tener mucha convicción para sentir la derrota como pasajera, como un incidente sin importancia en el océano de una gran causa.
No contabilizaban el mal: por eso siempre crecían. Buenos lectores de la Biblia, sabían que el rey David fue reprendido como «insensato» por haber contado sus huestes. Avanzaban a través de los desiertos hacia Tucumán, desde los cuatro puntos cardinales, con sus levitas polvorientas y sus sotanas zurcidas. Obstinados en sus galeras por aquella Patria agreste que nacía desnuda y desamparada. Iban a los tumbos entre las vizcacheras y seguramente el libro de Rousseau rodó entre las nubes confitadas entregadas con el beso de la despedida. Más de una vez saltarían las páginas del misal y del sabio Samuel se caería en el Apocalipsis.
Sabían que España preparaba la mayor expedición transoceánica que se hubiera conocido. San Martín vaticinaba que de no atacarse a los españoles en los dos años inmediatos, ya no sería posible vencerlos. Ellos recordaban estas cosas con la mirada perdida en el desierto durante las largas horas sin paz de la travesía. Crecían en la amenaza. Iban a la patriada, al puro coraje, a la quijotada. Y casi sin gestos, desnudos de discurso: eran gente de acto grande y palabra breve.
Tierra seca. Polvareda lejana de ganado cimarrón. Batallas de ejército de perros hambrientos. Lodazal del litoral: tardes enteras luchando por salir del zanjón. Cielos de tormenta. Solazos rajantes. Amenaza del indio, del puma, de la duda. Postas miserables con agua turbia y un apenas de charqui en la fiambrera.
Espacios desiertos
¡Hacer una patria de aquella heredad infecunda! De aquel espacio que por entonces era sólo desierto.
En esas distancias, hoy todavía poco humanas, el poder político era teoría. Era la tierra del gaucho bárbaro y errante. Si algo unía, era el agua de los sentimientos. Un algo perdido en el aire del tiempo. Un sobrentendido en el rasgueo de guitarras, junto al fuego de la posta.
Fueron llegando a Tucumán después de los calorones. A fines de junio estaban los necesarios. El 9 de julio declararon la Independencia con el laconismo de lo verdadero e irreversible. Fue en casa de Zavalía. Se debatieron entre la monarquía constitucional, que entonces era la forma de gobierno recomendable para vivir internacionalmente, y el retorno al inca, ambición justa pero nostálgica. En todo caso, por la libertad y la democracia.
Se permitieron el lujo de ser y declararse libres. Era la gente que había quemado los instrumentos de tortura y abolido la esclavitud ya en 1813.
El 10 festejaron el desafío. Pueyrredón presidió las ceremonias en su calidad de director supremo. Caminó hasta la Catedral y pasó revista a un ejército que todavía no tenía ni tiempo ni dinero para uniformes (cada insignia se ganaba con un acto de coraje). Eran cinco mil gauchos de poncho y lanza de pobre: un cuchillo atado a una estaca. (Cuenta Mitre que a tres cañones de fundición se los llamaba «batería».)
Luego, un sarao inolvidable. Los héroes se pelearon por bailar y enternecer a Lucía Aráoz, la belleza mayor de entonces. Intentaron salir a los jardines, hacia el perfume alcohólico de los jazmines, con Camelia Muñecas, con Juana Rosa Gramajo (tan cercana al corazón de San Martín), Belgrano con su amada y seducida Dolores Helguero. Hubo mucho vino, el blanco suave de Cuyo y el duro y profundo de los valles riojanos. Vals vienés y minué.
Ataque al imperio
El mismo 10 partió Pueyrredón a revientacaballos hacia Córdoba. Llegó en cinco días, un verdadero récord. Lo esperaba San Martín, que había llegado en secreto desde Mendoza. Revisaron los detalles de la pobreza, las dificultades. Pero se decidió el ataque al imperio. Esta vez se proponían algo más insólito que embestir molinos de viento: cruzar los Andes y atacar. Otra vez triunfaba la dignidad sobre el cálculo.
En aquella reunión quedó decidida la aventura genial de la liberación de Chile y de Perú. El gigante Bolívar embestía por el norte contra la mejor fuerza militar de España.
¿Callejón sin salida?
Ahora todo cambió. La tierra está dominada. El desierto es sembradío. Los galerones amenazados por los perros salvajes, grandes ciudades. A Tucumán se llega en dos horas de avión. Infraestructura, caminos, sanidad, hoteles, correos, satélites. Y un pueblo apto para lo mejor, en el que todavía persisten los efectos del genial esquema cultural sarmientino.
A pesar de todo, enmarañados en la posibilidad siempre mal conducida, el final de siglo nos encuentra desalentados. El traspié nos parece drama. Nos permitimos el inconsciente lujo de equiparar una crisis financiera a un bombardeo atómico. Es poco serio. El único subdesarrollo del que nos podríamos acusar es el político. Tenemos todo lo externo y una voluntad pagana dé vivir, pero no sabemos ordenar la marcha. Inmaduros, oscilamos entre la exultación vana y la queja aún más que vana, despreciable.
El desierto aquel ya no existe. Pero ahora la tierra yerma parece haberse refugiado en nuestras mentes. Ésta es la «travesía» que nos toca superar. ¿Temeremos la cultura; la libertad, la democracia? ¿Echaremos todo por la borda porque el rojo del debe es muy abultado?
Aquellos hombres con nada hicieron todo. (En 1928, todavía por su aliento de gigantes, éramos la sexta potencia financiera del mundo.) ¿Es posible que nosotros, que tanto nos jactamos de la Patria y de la estirpe, teniéndolo todo no nos animemos ya a nada? ¿Que nuestra política nos parezca un callejón sin salida? ¿Que el economicismo mercantilista termine por amedrentar y frenar todo el impulso político creador. que se necesita en esta hora de crisis mundial?