La Nación, 09/07/1980
Meses sombríos, amenazados, aquellos del naciente 1816.
Si se hablaba del aspecto militar sólo se atinaba a enumerar derrotas: Vilcapugio y Ayohuma, y más recientemente Sipe‑Sipe (1815). Esto significaba que el frente del Norte había sido quebrado y que las Provincias del Sur podrían retornar al dominio de España, fortalecida desde el fracaso napoleónico, se mostraba dispuesta a restablecer su orden en América con una armada de 15.000 hombres al mando de Morillo.
En la renacida Viena de 1815, en el otro Congreso, se restauraba un orden europeo que duraría un siglo. Bailes, reuniones encumbradas de una nobleza que reaparecía con toda la fuerza de la poda, aun convaleciente del susto y de las matanzas de Napoleón. Escenario brillante para un diálogo de talentos, Metternich y Talleyrand. El vals en los grandes palacios disimulaba la conspiración de seda y estilete. Dorado y fresco champagne servido por mozo de librea en bandeja de plata. ¿Qué importancia, qué amenaza, podía significar para el «concierto de las naciones» aquella conspiración de abogados y sacerdotes que (no se sabía) convergían hacia la lejana San Miguel de Tucumán? ¿Quién iba a enterarse? De ese continente exótico, más remoto aun que España sólo se conocían relatos de misioneros perdidos e ingleses excéntricos. El Finis Terrae, un borde de la nada.
Era un verano fuerte aquel de 1816. La mayoría partió en enero y febrero para estar en marzo en el lugar de la cita. Bajaron desde el Altiplano y desde el Chaco impenetrado. Fueron desde el Litoral; desde Atacama y los departamentos argentinos en el Pacífico. Subieron desde Cuyo, Buenos Aires y los campos del Sur, dominio indio.
La historia no suele retener la intimidad de las hazañas. Podemos imaginar que estos hombres cargaron en las galeras y diligencias sus petacas de cuero donde llevaban tres o cuatro libros esenciales (la Biblia, tal vez Shakespeare, Chateaubriand, Rousseau), seguramente la mejor levita y los botines de charol, las camisas almidonadas que olían a alhucema.
No se separarían del portafolios inicialado donde llevarían las plumas protegidas, un retrato querido, las cuartillas de buen papel con algún soneto empezado o con el esbozo de frases políticas (tal vez el borrador de la proclama independentista). No faltaría algún cajón de vino fino ni la cesta con dulces, conservas, nueces confitadas o tamales serranos. Todo serían chistes y gracias de las niñas y sirvientas para aliviar el adiós profundo de los esposos. Era tiempo de malones, de perradas salvajes, de cuatreros salteadores, de venganzas políticas; todo viaje era acercarse un poco al terreno de la muerte.
La galera se ponía a son de mar, bien estibada y se partía entre gritos, sollozos de despedida y aullidos de postillones. Ahora serían días y días de desierto. La pampa agreste con monotonía de cardales y los gritos de teros asustados. Después los arenales calientes donde se hundía la rueda y una legua podía llegar a costar diez horas. Montes de espinillo que desangraban la caballada. Salitrales como el de la Salina Grande que al mediodía enceguecían a los animales y abrían grietas blancas en los labios de los viajeros.
La Confederación Argentina que nacían era entonces sólo vacío. Océano de tiera. El galerón lo mareaba guiado por la experiencia del capataz y la intuición de baqueanos. A veces hasta era necesario observar las estrellas. Un horizonte siempre amenazador, con mirada de indio que siente invadido su territorio. A veces manadas de gamos curiosos; polvareda de potros cimarrones y siempre la amenaza de los perros sedientos capaces de oler a muchas leguas la sangre de los ijares de los caballos espoleados.
En terreno llano, sin mayores dificultades, se podía avanzar a unos veinte kilómetros por hora. En el barial y en los vados todo quedaba librado a la habilidad de los cuarteadores. El silencio del desierto es comparable a la noche cerrada. Su solemnidad era violada por el batifondo de ollas golpeadas, crujidos, chiflidos de los mayorales.
Algunos tuvieron que viajar dos semanas, otros, cuatro o seis; días y días de tumbos, de polvaredas. Problema de la rueda, del arnés roto, del caballo que hubo que sacrificar por haberse quebrado en las vizcacheras.
Noches de posta donde se bendecía un catre sin chinches o vinchucas. Un científico inglés anotó que allí los mosquitos «parecían pichones de langostas marinas» y que sólo se podía dormir después de la cena (la de ellos, no la nuestra). La comida era pésima, el pan fresco una rareza. Había que administrar los postres y golosinas de la cesta preparada en casa. A veces, excepcionalmente, la sorpresa de un asado o un chivito. Generalmente, un puchero pobre con esa carne abombada de la fiambrería colgada del ombú. Vino agrio, quebrado por el calorón, que sólo servía para cortar el mal gusto del agua de pozo (que había que filtrar con un pañuelo de hilo).
Los fundadores deben haber aguantado dolores de muela y su desesperante melancolía, enfriamientos, indigestiones, picaduras, pasmos. ¿cuántas veces habrán maldecido la pasión política, la incapacidad para decirle no a la tentación de la patriada? Antes de la cena, divagando entre los corrales y la huerta, tal vez se propusieron una imagen del progreso que sería modesta y honda: apacibles ganaderías; cercas; casas caleadas con buenos aljibes; jardines con profundidad de jazmín y de laurel; lujos de biblioteca de nogal; caminos seguros. Entonces las cosas no estaban tan prestigiadas como ahora, además no podían imaginar autopistas, aeropuertos, silos, cables de alta tensión, represas, las grandes ciudades que nos preocupan.
Y por fin habrán entrado en Tucumán. En sus calles claras y rectas. Desde alguna ventana los deben haber saludado, como primer atisbo de civilización, las notas del plano de la niña en hora de solfeo.
Se alojaron en las casas de las familias principales. Al atardecer les habrán devuelto las camisas impecables y tibias de plancha y la levita capillada con una flor en el ojal. Según la costumbre de provincias se enviaba al cuarto del huésped algún plato de arroz con leche, natillas o un postre horneado. ¿Qué habrán sentido después del baño con agua de lluvia, al hundirse en aquellas camas con hilo de Irlanda y mosquitero de tul? ¿Habrán soñado con los perros famélicos?
El desierto y sus amenazas empezarían a olvidarse. A la hora de la cena se reencontrarían con el placer de la inteligencia y la charla creadora, con los prestigios del talento. Retornaría la cita de Montaigne y de Plutarco, las teorías del Estado.
Las discusiones fueron arduas. Algunos consideraban que la mejor forma de defenderse de los poderes internacionales y de la ofensiva española sería con una monarquía de casa europea («entra por la de ellos si quieres salir con la tuya»). Otros, como Belgrano, postulaban una línea extrema: Un Inca y la capital en Cuzco. Todos con una sola estrategia: independencia y democracia. Esta apuesta, este coraje, significaba la movilización del ejército de San Martín, aliento para Bolívar que debía vérselas con la mayor expedición militar conocida en este continente, y todo ello se coronaría con el nacimiento de nuestras naciones hermanas.
Fue el 9 de julio, en la casa de Zavalía, en el salón delantero, cuando ordenaron escribir la frase:
«… es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli.»
Las copias del Acta fueron enviadas urgentemente hacia Buenos Aires, a todo galope. En sobres lacrados con el sello de las Provincias Unidas se remitieron a las cancillerías europeas. ¿Al recibirlas, habrán pensado en un desafío, en una burla sin destino?
Por la noche hubo un baile que los tucumanos no olvidan. Gracia criolla y esplendor de gran casona. Después de tanto minué y cielito, las niñas de la casa seguramente tocaron a cuatro manos un vals vienés, la gran moda.