Diario 16, 25/11/1983
Era Neruda por el borde del Sena, solo, en la alta noche de verano. Iba desde el Pont Saint‑Michel hacia el Quai Voltaire, al hotel du Quai Voltaire. Corpulento, poderoso, abandonado a su vagamundo. Había en su paso un titubeo de cetáceo varado en tierra. Siempre me dio la sensación de un ser anfibio pero preferentemente oceánico. (Si le hubieran dado a elegir, se habría quedado con el mar.)
Cuando alguien muere nuestra memoria procede parecidamente a los sueños. Rescata imágenes, signos, que de algún modo sintetizan todos los recuerdos. Para mí Neruda será siempre aquel gran animal de fondo marino que miraba las vidrieras y los techos de París con renovado asombro en una noche del verano de 1960.
Era lógico que un ser así edificase un océano donde morar. Lo logró con su poesía. Fue de metáfora en metáfora hasta desembocar en las palabras libres. Comprendió que todas las palabras eran metáforas y se transformó en un sublime nombrador, en el celebrante de un descomunal canto general.
En la raíz de su pasión hay una pánica religiosidad imposible de reducir en esquemas. Su dios moraba en todas las cosas. Para él poetizar era adorar el mundo, la materia del mundo, sin recaer en las racionalizaciones, misticismos y ortodoxias de todos los que no pueden creer.
Por pura fe en el mundo cantó todo lo imaginable: una castaña caída en el suelo, una mujer llamada Rosalla, los gatos, osos primos que a la siesta juegan extrañamente con sus primas, los barcos varados, su Chile de lluvia y nostalgia, los mares, los trópicos, el sabor del caldillo de congrio, el inolvidable Madrid de los amigos y la libertad, Simón Bolívar, astros, frutas, astrolabios, el picaflor, Joseph V, Dugashwili, su hígado, el día lunes “que arde como el petróleo”. Hizo justicia al dedicarle una oda a la proletaria cebolla y al destacar el apogeo del apio.
Lo alcancé en el borde del Sena y seguimos derivando juntos. Habló de los anticuarios del puerto de Copenhague, donde había conseguido un cuerno de narval que entronizaría en su casa de la Isla Negra junto a las delicadas caracolas de la colección que pisotearían los asesinos trece años más tarde de aquella noche amable. Habló con cariño de poetas argentinos, de Ricardo Molinari y de José Hernández. Luego, con entusiasmo, se explayó sobre y con San Juan de la Cruz, tal vez su mayor, admiración en el campo de la poesía.
Habló también de Rusia, de donde venía, o donde había estado hacía poco. En política era también oceánico: trataba de entrever los polos, las metas lejanas. No se detenía a analizar corrientes circunstanciales o marejadas. Como el piloto de altura, buscaba las grandes líneas y trataba de mantener el rumbo soportando las contradicciones. En el socialismo, como en todas las cosas, Neruda buscó la posibilidad de la vida (otros eligen desde su resentimiento, contra algo, o por sus intereses). Neruda siempre eligió más allá del error o del acierto por lo que creía vital frente a lo superado y decadente.
Nos separamos en la puerta del hotel du Quai Voltaire.
Me doy cuenta ahora del error juvenil de dejarme inhibir por aquel gran cardenal pagano. Neruda, como todo tenido. mantenía en reserva la expresión de una inmensa humanidad que prefería desplegar en sus poemas. Hasta su voz, desgarbada y monótona, parecía no querer quitarle espacio preferencial a la verdad o el verso que llevaba. Especialmente cuando recitaba sus poemas suspendía todo énfasis o esos empujones tonales con que los poetas novatos tratan de disimular la modestia de la obra.
Trece años después de aquella noche se encontraría con una muerte sórdida. Su agonía, en Santiago de Chile, coincidiría con el fin de una etapa de libertad. Días sombríos. Su cuerpo devorado por la enfermedad, su casa vejada por esbirros. Pero él ya no moraba en esas residencias. Su cuerpo y su casa ya no eran más que dos metáforas usadas.
Los represores, en su apuro, no saben que la voz celebratoria de los poetas es tan móvil e inapresable como el mercurio derramado. Nadie puede con ella porque con asombrosa rapidez se mimetiza con el corazón y la voz da muchos hombres, a veces con todo un pueblo.