La Maga, 04/01/1995
Podría calificar a La pasión según Eva como una novela coral; una novela de todos, en la cual cumplí una función ‑con la objetividad posible‑ para reunir el material y orientarnos, acercarnos de alguna manera al misterio de esa personalidad fulgurante. Marguerite Yourcenar dijo una cosa muy interesante: «Es imposible reconstruir el momento exactamente como era; cuando el novelista se lo propone es casi imposible, siempre lo va a hacer a su manera». Pero agrega: «Lo que es importante es que los ladrillos sean auténticos». Yo traté que todos los ladrillos sean auténticos y fui conociendo asía Eva a través de versiones, escritos, diversas biografías. Porque Eva significó y significa, desde el punto de vista femenino, una de las mayores aventuras de nuestro siglo. El hecho de que una chiquilina haya decidido llegar a Buenos Aires a los quince años con una valija marrón buscando una pensión para ofrecerse como actriz de comedia o de drama ‑así decía cuando hablaba con los porteros‑ y que diez años después esté entrevistándose como primera dama con el Papa me parecía una historia fascinante como destino de mujer.
Al novelista no le interesa la historia sino, como dijo Mario Vargas Llosa alguna vez, «la intimidad de la historia». Y esa historia muerta nace de la prepotencia del historiador que se basó en documentos. Esos documentos a veces no son más que el tres por ciento de una personalidad. El novelista, con la imaginación, está creando también un conocimiento vivo, una nueva aproximación a la verdad histórica. Crea dos vías paralelas en la tarea de la ignorancia común.
Sin duda no vamos a alcanzar a conocer jamás quién fue Eva Perón. Pero de todas maneras es uno de esos personajes que pasan a través del tiempo como una llamarada. Llega a los quince años, quiere su carrera de actriz, la abandona por seguir a Perón y se produce en ella, al final de su vida, un hecho que no es político en absoluto: ya no busca a los chicos para alzarlos y sacarse fotos como en el 45.
Evita creyó hasta la última consecuencia en lo que hacía, se apasionó por lo que para otros era una teoría. El mismo Perón quedó a su derecha como un conservador prudente que le recomienda no irritar más al Ejército, no irritar a los sectores de derecha, ser prudente. Evita se desprende, llevada por la pasión de lo absoluto. El poeta o el místico son los luto: creen tanto que prefieren morir antes que negociar su razón. El absoluto les impide negociar con la vida y con el mundo. Evita fue uno de esos seres tocados por la pasión de lo absoluto y ahí se produce la transfiguración de Eva Perón. Esta mujer, de la cual podíamos creer que era una política que manejaba un gigantesco Ministerio de Bienestar Social, termina creyendo de tal manera en lo que hace que entrega su vida. Ella sabe que va a morir, trabaja veinte horas por día, y entra en una especie de locura rayana en la santidad. Este es el aspecto que la separa, definitivamente, de lo político.
Nadie que conozca realmente a Eva puede llegar a creer que actuó de esa manera para ganar las elecciones de 1956. Ni Facundo Quiroga, ni Juan Manuel de Rosas, ni José de San Martín quisieron ganar elecciones. Hay una superación del personaje, como en el caso de Sarmiento, esos grandes personajes de la historia a los que no podemos atribuirle eso que vivimos todos los días en la sórdida carrera municipal de los políticos. Y esto me parece que es realmente lo que la pone en una jerarquía distinta, más allá de todas sus conductas.
Verdaderamente debo decir que yo no fui peronista. Combatí en los comandos civiles revolucionarios en 1955 e ingresé en el peronismo mucho más tarde, a partir de los años 60, cuando estaba estudiando en Francia. Desde entonces me interesó esta aventura humana que es el único objetivo del novelista. Quería recoger algo que no es muy conocido: la zona del amor, la zona de la sexualidad de Eva Perón, el mito y sus odios. Sean éstos la santificación de Estado que puede ejercitar el peronismo o la denostación sistemática del recuerdo de la gente del poder tradicional. Con estas dos ideas se ha creado una imagen dividida y reiterativa de Evita. Yo traté de ver cómo fue su noviazgo con Perón, de qué hablaban, cómo era él cuando estaba en la intimidad. Entonces me fueron muy importantes los testimonios de quienes la conocieron, de quienes hablaron con ella y tenían la formación para interpretar esencias superiores.
En general, Eva se reduce a una serie de cinco o seis anécdotas que, sin duda, son demostrativas de un carácter. Pero la zona del misterio de ella era mucho más difícil. Yo traté de aportar la relación con Perón, la fascinación de Eva por su marido y la situación de ella frente a los hombres.
Eva llegó aquí y la madre sospechaba que iba a ser una prostituta, pensaba que la venderían, que la usarían los hombres. Evita era un palo flaco que no atraía a nadie. Cuando empezó a trabajar se ponía medias de muselina en el pecho para tratar de impresionar y que la miraran de la platea. Esa situación duró cuatro años. Ella ‑que iba hacia el infierno de la carne, el demonio y el mundo de Buenos Aires‑ se encuentra que era un personaje totalmente contrario a lo que se pensó. Crea su cuerpo, crea su propia vida, triunfa en el radioteatro. Y los hombres, todos los hombres que la utilizaron, no fueron más que títeres. Eva no fue muy cariñosa con la gente del cine. Todos los actores con los que hablé durante mi investigación coincidieron en que no se le conoció un amor verdadero, ni que haya tomado jamás en serio a esos hombres que pretendían usarla. Por el contrario, los usó y cuando terminaba la temporada teatral se olvidaba y pasaba al próximo.
Así hasta aquel día de 1944 en que Eva, que había sufrido, que nunca había pensado en la justicia ni en los pobres, estando en una carrera ciega por sobrevivir y afirmarse, encuentra en el Luna Park al coronel Perón. Y ahí sí se enamora perdidamente. Al punto tal que, pese a toda la frialdad de Perón, su condición de hombre de Estado, frío, difícil, se encuentra en ella una actitud de amor absoluto por él. Cuando muere le dice la misma frase que le dijo el día que lo conoció. Mediante una astucia ella logró sentarse al lado de Perón a quien ya conocía de vista de una visita a Radio Belgrano. No hay que olvidar que Perón ya estaba en su carrera política, condicionando un viraje del Ejército conservador a ribetes fascistas con sus colegas del GOU, para lograr la transformación y adhesión a la ruptura tardía contra las fuerzas del Eje y fundar una especie de socialismo, que él propiciaba a través de los sindicatos en la Secretaría de Trabajo y Previsión. En aquella oportunidad, con un discurso muy encendido en ese sentido, pese a que estaba presente el general Ramírez, por entonces presidente de la República, Perón ya estaba haciendo su solitaria carrera política. Luego de hablar, Perón se sienta y Eva, a su lado, lo mira y le dice: «Gracias, coronel, por existir». Se sintió realmente emocionada porque fue la primera vez que, luego de las humillaciones y miserias de su infancia en Los Toldos y las posteriores de su sórdida carrera en el radioteatro, encontró una interpretación teórica de una posibilidad de acción o de reconducción de la sociedad y de la vida. Cuando muere, en 1952, ocho años después de ese encuentro, cuando le tiende los brazos exánimes a su amado, en una esporádica entrada en el mundo de la lucidez que la estaba abandonando, le dice a Perón otra vez, por última vez: «Gracias».
Esas historias me pareció que eran las más interesantes para desmitificar al personaje. Ya sea por la impostación negativa de la mitificación que se puede observar ante el desastre desde el punto de vista institucional y democrático de una sociedad organizada o civilizada hacia la conducta del primer peronismo; o por la santificación de comité que se trató de hacer masivamente con su figura.
Justamente mi tarea ha tratado de ser la de desmitificar, de acercarme a Eva. Y en esto yo quiero hacer un expreso agradecimiento a alguien que me pidió que no lo nombre jamás, pero no puedo dejar de hacerlo: el padre Hernán Benítez. Él tuvo la sensibilidad para llevarme a ese hilo de plata central de una personalidad que siempre se nos escapa. Lo reales motivos por los cuales Evita sufría, cómo y de qué reía, sus afectos, sus enemistades. Las pequeñas cosas que nos humanizan y nos desmitifican al personaje. Aprendí a descubrir en ella un gran secreto, una gran fuerza, un ser distinto. Y yo creo que las mujeres argentinas y de toda Iberoamérica, en aquella Iberoamérica machista española, deberían respetar a Evita. Esa mujer que tuvo el coraje de decidir en horas lo que Perón había pensado como un programa político de largo aliento: el voto femenino, la creación del Partido Peronista Femenino, la reubicación de la mujer en una sociedad que estaba cambiando. Esa determinación fue una base seria y concreta. Sin descartar todos y cada uno de los aspectos negativos, desde el punto de vista institucional y político, desde el punto de vista civilizado, traté de levantar los hechos positivos de Evita.
Perón, en particular, no creía en la democracia en el sentido anglosajón, democracia de poderes y parlamentaria. Creía en la democracia esencial que podría ser griega o que podría ser la de Benito Mussolini, la de Charles De Gaulle, aquella de la de una persona ungida por una mayoría y que tiene que cumplir hasta el último minuto con un objetivo colectivo. No creían en la democracia y eso no se puede negar. En todo caso yo quise acercarme al hilo de plata, ese hilo que me mostró el padre Benítez, para encontrarme o reencontrarme con un personaje extraordinario. Y lo único que pude hacer al hallarlo fue este libro «desgraciadamente enamorado».