François Lepot, Clarín, 17/11/1987
Más conocido en el exterior que en su propio país, el cordobés Abel Pose, que se fue a los 23 años a París para seguir estudios de ciencias políticas y literatura, desde entonces cosechó una decena de distinciones hasta culminar con el codiciado premio Rómulo Gallegos (anteriormente otorgado a Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Fernando del Paso).
Traducido al sueco, ruso, hebreo, francés, inglés, italiano, diplomático de carrera, ha residido en Tubinga, Sevilla, Moscú, Lima, Venecia y Río de Janeiro, antes de recalar en Tel Aviv como ministro plenipotenciario.
De paso por París, habla de su curiosa inserción en nuestra literatura, por caminos nada frecuentados.
¿Cómo vive usted su argentinidad siendo, en algunos aspectos, un ciudadano del mundo?
En mi «exilio voluntario» he conocido las angustias y los apremios espirituales del emigrado forzoso, observando a distancia pero con agudo interés los interrogantes que nos planteamos los argentinos para identificarnos. Siempre aprecié la gran creación de los judíos durante la Diáspora, refinándose en un combate cotidiano y haciendo enormes aportes a las ciencias, literatura y cine de los países en los que se encontraban, especialmente en Estados Unidos. Una creatividad muy superior a la alcanzada en Israel, donde los protege un Estado.
¿Es cierto que se considera un marginal dentro de la literatura argentina?
Es cierto. Soy un traidor y un marginal dentro de la literatura argentina, porque no soy un escritor culterano, ni ideológico, ni absolutamente literario, como el gran Jorge Luis Borges. Yo tuve una vida distinta a la mayoría de los escritores argentinos que son, lo digo sin maldad, provincianos en relación a América latina. Ese provincianismo proviene de un conflicto de suficiencia, de haberse creído los preferidos de América, en el sentido de que se consideraban muy europeos, muy cultos. Eso fue resultado de un fenómeno inmigracional de Buenos Aires, pero no de la Argentina. Yo nací en el interior, conocí en mi infancia las provincias del Norte. Eso me debió haber quedado como una deuda. Luego, sí, me formé en Buenos Aires, pero como soy diplomático, viajé por todo el mundo. Y llegué a Brasil y a Perú, donde tuve la revelación de América. Por eso tal vez soy el único escritor argentino que escribe en un lenguaje muy americano, muy de la historia, muy del continente, más que del puerto de Buenos Aires. Eso me transforma en un escritor un poco marginal en mi propio país.
¿Y a qué obedece su constante incursión en lo hispano?
Mi novela Los perros del paraíso obedece a la necesidad de buscar nuestras raíces. Creo que la función principal de la novelística latinoamericana es buscar las bases de nuestra incapacidad para ubicarnos definitivamente en el mundo. Es un problema de adolescencia eterna, como país y como continente. Creo que una de las tareas que impulsa al novelista ha sido buscar en el alma de un continente. En ese sondeo, me pareció interesante indagar en lo ibérico y en Colón el origen de la América actual conquistada. Y me impactó sobre todo el choque con esa cultura que ellos traen, una cultura de raíz judeo-cristiana que trata de imponerse y cuya síntesis final es el mundo que nosotros vivimos.
Usted juega insistentemente en su libro premiado con la idea del paraíso en que vivían los buenos aborígenes que encontró Colón y en los que creyó totalmente.
El genovés cree que los indios son ángeles u hombres antes de la culpa, preadanitas, que, según sus palabras, «verdaderamente se aman los unos a los otros.» Por su parte, los indios creen que los europeos son los dioses salvadores vaticinados por Quetzalcoatl. De este trágico y mutuo malentendido surgirá el mayor genocidio quizá conocido por la historia. Colón, convencido del fin de la culpa, ordena la desnudez, incluso a eclesiásticos y prostitutas, y prohíbe el trabajo y la acumulación de bienes, que, como el pudor, son condenas nacidas del pecado original de Adán y su mujer que cedieron al abuso de frutas seguramente afrodisíacas. Eso haría escribir a Fernando de Aragón: «¡Se lo envió a que fuera por oro y demonios, y él que nos viene con plumas de ángel)». Pero las leyes del comercio y del imperio son implacables: Colón terminará en cadenas y los «ángeles» rematados en Sevilla o esclavizados en las minas. La moral pública queda a cargo de los «mastines bravos», algunos de los cuales merecieron hasta elogiosas biografías.
¿Cuál es en su opinión la Idea que tiene Europa de la literatura latinoamericana?
Que es una literatura muy importante. Yo acabo de publicar Los perros del paraíso en Francia y me llevé una enorme sorpresa con el interés que despertó. Pero en general la literatura latinoamericana despierta mucho interés, es un poco la nostalgia de lo que ellos han perdido, la frescura, la espontaneidad, el poder imaginar con un poco de locura, el coraje de decir las cosas. El sistema los aprieta, ellos encuentran, como dijo Maurice Nadeau, que «todavía en la literatura latinoamericana se siente el sollozo de la gente y el agua de lluvia sobre las hojas». La literatura de los países industrializados está cada vez más dominada por el peso de los medios de difusión y los verdaderos escritores están refugiándose cada vez más.