Carlos Aznarez, Caras (Tal Cual), n°672, 1/12/1994
Actual embajador argentino en Checoslovaquia, el laureado escritor revela la historia secreta de su residencia en Praga: un entramado de intriga, misterios y amor.
Su actividad diplomática no le impidió continuar su prolífica carrera literaria. Por el contrario, Abel Posse escribió en Praga su último trabajo: «La pasión según Eva». Su esposa, Sabine Langenheim, es su mejor soporte, vital en tierras checas.
Decir Abel Posse en casi toda Europa, pero sobre todo en España, es nombrar a uno de los escritores más respetados, al mismo nivel que las más encumbradas plumas locales. Premio Rómulo Gallegos en 1987 por su obra «Los perros del paraíso» y también galardonado con el Premio Extremadura-América ’92 por «El largo atardecer del caminante», Posse ha sabido combinar con el correr de los años una intensa vida literaria con su otra pasión, la diplomacia. A través de esta última ha sido un observador de primera fila en los llamados países del Este, ya que se desempeñó durante largos años en la ex Unión Soviética y ahora, al frente de la embajada argentina en Praga, una ciudad que paradójicamente estimula aún más su vena literaria. Hasta su maravillosa residencia en las alturas de la calle Barrandov (desde donde se puede apreciar todo el encanto y el misterio de la ciudad donde Franz Kafka escribió sus mejores textos), llegó CARAS para descubrir «el rincón» donde Posse escribió su último libro: «La pasión según Eva», que presentará en Buenos Aires en los primeros días de diciembre.
Cuéntenos la historia de esta magnífica casa.
La casa es de los años ’30, cuando estalló la guerra y los nazis ocuparon Checoslovaquia. Aquí se hacían grandes fiestas, ya que los alemanes la confiscaron apenas la descubrieron. Cuando se produjo el famoso atentado contra el jerarca de las SS, Heindrich, al que mataron con una bomba, se decidió construir un bunker excavado bajo las rocas de la casa para protegerse de algún otro ataque. Aquí venían las grandes actrices de la época. Una de ellas fue la amante de Goebbels, Lina Barroba, una persona increíblemente bella. Ella murió hace muy poco, y ha escrito un libro de memorias en donde se describen aspectos de las reuniones y fiestas que se hacían aquí, y también sus encuentros prohibidos con el jefe alemán. A pesar de ser el tercero o cuarto de la jerarquía nazi, Goebbels recibió un ultimátum del mismo Hitler para que abandonara a Lina. El solicitó que le otorgaran la posibilidad de irse de embajador a Japón, y así poder divorciarse de su legítima esposa. Sus jefes se lo impidieron, ya que consideraban que eso iba a traer una verdadera crisis moral. Ellos no admitían ninguna forma de vida personal que se mezclara con el prestigio del partido. A raíz de esa advertencia, Goebbels opta por separarse de Lina en 1938 y la policía le pide a ésta que abandone Alemania y venga a trabajar aquí, donde había nacido y tenía bastante fama.
¿Y él la siguió hasta esta casa?
Aquí, en estas habitaciones, se produjo el último encuentro de amor entre ambos. A escondidas de todos, mientras se festejaba la anexión de Praga al nazismo.
¿Cómo alterna su actividad de diplomático con su pasión por la literatura?
La literatura es una continua meditación. Es un trabajo absolutamente selectivo, casi residual, pero también el más importante. Yo nunca encontré una dificultad entre mi vida de diplomático, ejercida en tantos países, y las ganas de escribir. Al contrario, me enriqueció muchísimo.
¿O sea que diplomacia y literatura están muy ligadas?
Lo que ocurre es que la diplomacia tiene mucho que ver con la literatura. En la República Veneciana, el diplomático es el que contaba qué pasaba en otros países con lujo de detalles. Se le exigía al funcionario que tenga un poco la imaginación del novelista para meterse en el entrecejo de la sociedad y rescatar una visión distinta, que no sea la oficial. Por otra parte, recuerdo que cuando yo ingresé al Servicio Exterior se exigía «actitud literaria» entre las condiciones básicas.
Sorprende comprobar cómo se lo conoce a Abel Posse escritor en España, y que no ocurra otro tanto en su propio país…
Así es. Es que yo me inicié y realicé gran parte de mi carrera en España. Yo considero a Barcelona mi patria literaria, allí en 1978 apareció en el marco del premio Planeta, mi primera novela, «Los bogavantes». Un texto que de ninguna manera podía haber sido publicado en la España de esa época. Ese hábil editor, llamado José Manuel Lara, dijo una frase que siempre me quedó grabada: «Si pasa esta novela, vamos a hacer el gran cacao, pero no creo que pase». Y se fue con el texto a Madrid. Tal cual lo preveíamos, la novela era impublicable. La vio Robles Piquer y dijo que estábamos locos, que si eso salía, se tenían que ir él, Lara y yo, por supuesto. Finalmente se terminó editando en la Argentina.
Hablemos de su último libro, sobre la vida de Eva Perón. ¿Usted era peronista en aquella época?
No, durante el primer gobierno de Perón yo estudié en el Colegio Nacional Buenos Aires, donde hablar de Perón y Evita era mencionar a dos monstruos. Después del ’55 me alejé de esa posición poco a poco, y desarrollé una gran simpatía por el peronismo y sobre todo por la figura de Evita. Cuando murió Evita (y eso lo escribo en mi libro) yo ni siquiera fui a su entierro, a esas largas colas de gente sufriente. Sin embargo, con el tiempo, empecé a sentir una gran admiración por ella, por la aventura de ese personaje, que es transpolítico, casi como un héroe.
Según tengo entendido no ha sido un libro fácil.
Es un libro de años. Durante mucho tiempo he ido recibiendo información de gente que la conocía, tanto en el ambiente artístico, como en círculos diplomáticos. Luego, en España, recogí muchos testimonios. Me fui dando cuenta que, como el «Che» Guevara, Evita es una figura mundial. Hay un detalle significativo: es la vida de una mujer en un medio hostil, machista por excelencia. Además hay un extraño secreto en su vida que se sublima a una especie de pasión de santidad final: Evita se muere trabajando 20 horas por día. No podía separarse más de la acción de estar con la gente que quería.
¿Cómo explica esa pasión y lealtad sin límites que Evita sentía por Perón?
Lo quería. El era el gran revelador de su vida. Evita había conocido a muchos hombres, pero eran, en su mayoría, fantoches. La habían usado, o ella los usaba. Había una burla final del hombre en Evita, que yo he tratado de rescatar en el libro. La burla y la impaciencia ante la torpeza del hombre, la torpeza sexual y política, la prepotencia. Cuando lo conoce a Perón, ella se da cuenta que está ante una gran figura, y llega a confesarle a Silvana Rot, que Perón era como un Sol, «alguien que nunca creía que se iba a cruzar en mi firmamento». Ambos se fueron transformando en el interlocutor del otro, crecían juntos. Perón fue el único político al que respetó Evita.