Diario 16, 11/10/1990
Ada es la obra maestra de este maestro de prestigitadores que fue Vladimir Nabokov.
Discípulo herético y moderno de Tolstoi, Nabokov prefirió la privada guerra de dos, el amor a las vastas convulsiones de las históricas guerras napoleónicas. En un campo aparentemente tan limitado, Nabokov logra aproximarse al peligroso concepto de novela total sin arriesgarse en ideologías, hegelianismos político‑filosóficos ni el tremendismo de tradición dostojevskiana que abrió el paso a un falso privilegio del dolor, del abismo y del sufrimiento, como principales formas de experiencia existencial, en detrimento de la armonía, la paz del alma o la simple felicidad del goce.
Ada es de algún modo la guerra y la paz en la íntima proyección del amor. El ardor que suscita la inefable Ada se constituye en el motor, el impulsor, el elán vital que mueve secretamente el mundo y nuestras acciones. Es la concreta expresión de la voluntad, en un sentido nietzscheano. Pero empieza ser voluntad de ser, de existir, de procreación.
En esta curiosa novela de «realismo intemporal», Nabokov construye un mundo futuro, pero inmediato, donde quedan superadas culturalmente esas oposiciones que amenazaron con destruir el llamado Occidente. Esa síntesis de culturas (desde San Petersburgo o California) es en cierto sentido la novelización de la experiencia misma del exiliado Nabokov.
La crítica, salvo en Estados Unidos e Inglaterra, donde se recibió como a una obra maestra, no ha sabido demorarse en su complejísima trama llena de proyecciones y significaciones políticas, sociales y psicológicas.
Toda la novela parece situada en un eterno fin de siglo. Este clima, no tiene origen en la voluntad de provocar un revival sino que surge como urca opción de refinamiento, una dimensión de lujo asumido hasta tocar un borde de snobismo muy proustiano. Detrás de una apariencia frívola Ada se va construyendo ante el lector atento como una afirmación pagana, lúdica y festiva de la vida; en oposición a la tradición «culpabilista» de un occidente demasiado intoxicado de judeocristianismo. La novela transcurre cauro un dejeuner su l´herbe, una permanente luz de Renoir sobre los personajes.
Es la historia de amor del narrador por su prima Ada. Amor capaz. superar la torpeza adolescente;. el incesto, el tiempo y las mutuas traiciones. Lúcete, la otra prima de los juegos de la siesta, será el indispensable componente freudiano: ese tercero en discordia de todo amor frustrado, espejo de la felicidad de los otros.
Esa deliciosa Ada nunca dejará de ser inestabilidad, peligro, aparición fugar, desencuentro, sin embargo será permanente en la larguísima vida dcl protagonista. A veces interrumpe más allá de la realidad, en el recuerdo, el azar o en un simple juego de casualidades.
Lucette se suicida cuando comprueba que su primo, el narrador sigue enamorado de esa Ada que aparece como perdida actriz de reparto en un film de segunda (La Gitanilla, de Osberg‑Borges) que ambos ven entrando al azar en el cine del trasatlántico en que viajan. Lucette se arroja al mar. Nada puede contra la fuerza de ese ardor que une a sus primos.
Este siglo termina o tal vez históricamente ya terminó. Ha tenido muchos escritores de temas sagaces o terribles. pero muy pocos estilistas. Todavía Flaubert y su estética sigue siendo un faro guiador en un mar de palabras impersonales, en una corriente de hormiguitas obreras que creían conducirnos hacia grandes fundaciones. Son pocos los creadores de lenguaje cuando reflexionamos sobre las letras de este exasperado Occidente. Proust y Genet parecen haberse librado de la chatura del discours francés. Faulkner es el astro solitario después de Melville en una literatura donde el realismo vocacional siguió al realismo de la industria editorial. Hermann Broch, con la Muerte de Virgilio, y Hesse, con El Juego de Perlas de vidrio (Das Glasperlenspiel), son quizá los mayores representantes en lengua alemana, del mismo modo que Valle‑Inclán con sus salvajes momentos de expresionismo o los juegos de Gómez de la Serna, en España. Ellos y los latinoamericanos, como Carpentier, Borges, Lezama Lima, Rulfo y Guimaraes Rosa, son los protagonistas de la mayor aventura literaria en lo que va del siglo. A la asfixiada novela burguesa (cuya tumba genovesa podría ser esa cursi Montaña Mágica de Mann) le alcanzaron una renovación de humor, libertad, poesía, que supieron tomar del Quijote, ese gran libro-madre, libérrimo, surreal, mágicamente realista.
A estos ocho o diez nombres de grandes creadores de lenguaje, corresponde agregar el de ése hombre que fue en sí mismo una síntesis de culturas, Vladimir Nabokov, que en Ada o el Ardor escribió una de las piezas más sabias y literalmente más bellas y cuidadas del siglo.