El Cronista, 08/11/1996
Para algún escéptico como Milan Kundera, Kafka sería un autor estrictamente costumbrista, el narrador de la eterna aporía, de la imposibilidad histórica checa: fracaso del reino de Bohemia, sometimiento al Imperio Austro-Húngaro, dominación nazi, dominación soviética y ahora, el peligro de un liberalismo salvaje, fagocitador, subculturizador (el afable Golem de nuestro tiempo que corre mucho más allá de la calle Meisel). Kundera se distanció de su país, incluso en esta nueva versión liberal y optimista. Se refugió en otra lengua‑patria, el francés, cómo lo hicieran en su tiempo Freud, Rilke, Kafka, Meyrink y Franz Werfel con el alemán. Pero, en realidad, Kundera quiso exiliarse de Kafka.
Borges escribió sobre Kafka en 1938, cuando Guillermo de Torre le encomendara la traducción de La metamorfosis para la recién fundada Editorial Losada. Sobre ese literato, aún casi desconocido, Borges diría que era «el autor de una de las obras más singulares del siglo». Narrar en novela una metáfora de lo insuperable, del muro, fue su cometido o su destino. Anotaba Borges que dos obsesiones guían la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. «En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas». Infinitas por ser intrínsecamente insuperables.
Más tarde, en el libro Otras inquisiciones, Borges incluyó el ensayo «Kafka y sus precursores», donde afirmó: «Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al principio, lo pensé tal singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz, o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas».
Traduciéndolo en aquella biblioteca municipal de un barrio de Buenos Aires, Borges debió haber descubierto ciertas concordancias con ese remoto judío de Praga aún no tocado por la mitología de la fama. Kafka era casi un símbolo paroxístico del enfermizo judeo‑cristianismo europeo.
Sus textos reiteran una constante de sumisa fascinación ante la imposibilidad, ante la eterna repetición del absurdo. Su obra merecería agregarse como un capítulo negro de la Biblia. El capítulo de un Job irridento, un Job que Dios olvida en el desierto, sin darle reparo ni compensación.
Borges se identificaría con él desde sus propias frustraciones. Ambos fueron seres profundamente heridos en su sexualidad. Kafka crea desde su soledad libros que prefiguran los muros de un siglo política y sociológicamente enfermo.
Desde su otra soledad, exiliado en esa Argentina bastante mediocre, después de su adolescencia europea, Borges intenta una obra feliz, abierta al humorismo y vivificada por la sensualidad de las palabras y ese ángel o gracia de la obra lograda más con sabiduría que con razones. En esto no había proximidad alguna con ese Kafka que ambiguamente habría sugerido la quema de sus laboriosas construcciones sin salida, sus estructuradas torres de Babel, sus aporías existenciales. (Borges nunca creyó en la literatura de la neurosis que llegaría a ser la más prestigiosa de su siglo: ni Dostoievski, ni los abismos sartreanos, ni el absurdo, fueron motivo de su admiración.) Como Nabokov, veía en el lenguaje y en su fiesta una afirmación vital del arte que situaba a éste por encima de la política y de la cultura de la neurosis, tan occidental, tan actual y tan ridícula en muchos sentidos.
Fueron dos seres frustrados, pero con reacciones distintas. Borges conocería la realización del amor, aunque ya casi anciano. Nunca aceptó la lógica del dolor y menos aun, que ésta pudiera ser el fundamento de una estética.
En sus años finales declararía: «Lo único de que me arrepiento es de no haber sido feliz». Es el mismo Borges que admiraba esta frase de Hudson: «Tuvo la suerte de que la metafísica nunca empañase sus ideas de felicidad».
Entre el universo entrópico de Kafka y la presencia del Golem, el monstruo del barrio judío de Praga, existía un puente inefable. Borges llegó a esta leyenda por la novela de Gustavo Meyrink.
Según la versión de Scholem, el rabino Liiw (o León), a cargo de la Vieja‑Nueva sinagoga de Praga, en los umbrales del siglo XVII, logró en su trabajo de cabalista combinar las letras del alfabeto sagrado capaces de crear vida. El rabino había logrado lo que no conseguían esos alquimistas famosos que vivían protegidos por Rodolfo II de Habsburgo en lo alto del mítico castillo de Praga.
Era fantástico, pero, ¿qué hacer con la vida? Utilitario y seguramente sintiéndose viejo, el rabino amasó un fornido homúnculo de barro y lo animó con las letras secretas. Un monstruo que la iconografía de Praga imagina como un torpe luchador de catch o como un pesista. Borges imaginó en su poema que el gato del templo se asustaba ante su paso torpe, de robot.
El Golem es un Adán de pacotilla, pero tal vez no más interesante o irrisorio que el otro, el creado por el Jahvé Bíblico, al que Jehová tuvo la humorada de recomendarle que señoree en los peces de la mar y en las aves del cielo y entre las bestias de la tierra (tal vez originando la catástrofe ecológica que hoy padecemos globalmente en este desasosegado fin de siglo).
El Golem nace del mismo impulso. Es más producto de la curiosidad que del deseo con algún propósito claro. El rabino cuando lo ve levantarse con vida, no sabe qué hacer con él y, utilitariamente, lo destina al servicio doméstico (menos los sábados, en que le quita la palabra secreta de la boca y lo desarticula cumpliendo los preceptos no laborales de día de Dios). Era un humanoide aburrido, desagradable; un verdadero subproducto de la técnica sagrada.
Mundo de Mitos
Una excursión imaginaria
Estoy seguro de que Borges hubiese visitado esa Praga de sus mitos. Desde el cementerio judío con la tumba del rabino León, habría subido por las callejas de Mala Strana hacia ese mítico castillo (o ciudad‑castillo) donde nunca pudo entrar. Puedo imaginar la ronca risa de Borges al reconstruir la perplejidad del rabino ante ese ser de barro, animal al que debía buscarle un sentido existencial, una función, y comprendiendo que la mirada del humanoide estaba cerca de la del perro…
Borges habría comentado con su voz cascada, su inconfundible voz: «¿Se da cuenta Che? Lo que Scholem no supo ni el rabino supo comprender más allá de la intuición, es que Jehová cuando dio el soplo vital a Adán sintió exactamente lo mismo: ¡que había creado un desilusionante fantoche!». Y que ese Golem incluía la desesperación de Kafka.
- P.
Abel Posse nació en Córdoba en 1936. Es diplomático de carrera y ha regresado al país después de treinta y cinco años en el extranjero. Ha publicado Los Bogavantes, La boca del tigre, Daimón, El largo atardecer del caminante y Los perros del paraíso, por la que obtuvo el prestigioso Premio Internacional Rómulo Gallegos, en 1987.