La Nación, ADN Cultura, 5/06/2010
No se entiende bien cómo estalló entre los argentinos la ocurrencia de existir: la tentación de pasar de la mera duración a la vida peligrosa, fuera del tedio y la seguridad colonial. Todos los estudiosos se afirman en la sorpresa de haber vencido a los británicos en las invasiones de 1806 y de 1807. Aquel roce con las violencias de la realidad militar dejó el germen del triunfo y su consiguiente y bien explicable arrogancia.
Como siempre, fuimos novedosos: las fuertes tropas disciplinadas del mayor imperio resultaron vencidas por una atolondrada y heterogénea milicia popular de criollos, españoles, negros, indios que integraron con mosquetes, cuchillos, piedras y aceite caliente los primeros regimientos nacionales, como el de Patricios. Pero entre 1809 y 1810, el germen del poder nuevo, independiente, queda establecido. Pasaron dos siglos y no se puede saber si hubo revolución ni cuál era la voluntad revolucionaria, o si se trató de un acto administrativo (para cubrir la acefalía de Fernando VII como cabeza del imperio). Un acto administrativo que se transforma en proceso revolucionario hasta su definición de 1816, en Tucumán.
Muchos historiadores intentan desentrañar ese nacimiento ambiguo. Vicente Massot, en Revolución. Mayo 1810, se mete a fondo en el curioso laberinto y su texto de historiador empieza a tener un desarrollo detectivesco. ¿Quiénes eran los protagonistas? ¿Pretendían preservar nuestro virreinato afirmando fidelidad al rey depuesto o se fingían superados por la perplejidad de no saber adónde ir o si querían ir a algún lado? Massot investiga con datos objetivos e historiografía la trama que a muchos invita al sensacionalismo y a escribir lo que pasó hace dos siglos con la intencionalidad ideológica de la actualidad. Aporta nuevas pistas para saber si se trató de una revolución enmascarada o de una sumisión malhumorada. Nos describe la trama crucial que va del 22 de mayo, con el Cabildo Abierto, a la educada destitución del virrey Cisneros. Describe más allá de los prejuicios creados por la interpretación escolar, la fuerte personalidad de Saavedra y la incontestable decisión del factor militar.
Unas jornadas típicas de esa argentinidad casi patológica: no hay consensos revolucionarios. El partido independentista duda de la independencia. Belgrano y los más equilibrados ven que sin monarquía nos devoraría la anarquía. (La paz colonial desconocía la muerte por odios políticos.) El partido realista comprende que el orden imperial se desmorona. Apoya el cambio pero no una revolución del orden social. A todo esto, los ingleses deponen la idea de ocupación militar y recomiendan la panacea de la libertad de comercio.
El pueblo revolucionario que quería saber «de qué se trata», es una entelequia. Massot cuenta y describe las «masas» de la época. Parece que en el 25 de mayo lluvioso, no hubo más de trescientos o cuatrocientos personas y que después de mediodía se empezaron a retirar para la siesta intensa que recomendaba la inclemencia.
Massot entrega un viaje por la época, la ciudad, los protagonistas y el mundo internacional de cuando la Argentina decidió parirse al mundo. Su aporte es apreciable y devela con objetividad. Esclarece sin efusión, basándose en una cuidadosa revisión de una historiografía que muestra las contradicciones de aquella hora. Seguramente los genes de tanta confusión se mantienen vivos en nuestra errática política. Pero la verdad es que la Argentina se arrancó del desierto y en cuatro décadas alcanzó la organización constitucional que la ubicaría en la avanzada del mundo. Por lo menos hasta hace unos años…