La Nación, 12/12/1980
Nuestra Ciudad afronta con lozanía sus quinientos años ab urbe condita. Su realidad está directamente vinculada a la del siglo XXI que ya declina. Así como el siglo XX estuvo determinado ‑ y obsedido ‑ por un progresismo industrial‑tecnológico que olvidó la presencia humana, el nuestro estuvo, y está, signado por la firme voluntad de reconquista (y reconstrucción) del ámbito/natural y de una vida comunitaria más vinculada a los planos espirituales, más acorde con la esencia de nuestra condición humana.
Del hacer, a veces banal y neurotizante, quizás hemos logrado pasar a un estar espiritual y más humano. De la urgencia inútil a cierta serenidad.
Superados el paroxismo de la carrera nuclear, la superpoblación incontrolada en algunos continentes, las penurias alimentarias y el inconsciente abuso de los recursos no renovables (todas estas causas directas de la atroz Primera Gran Crisis Mundial), podemos hoy contemplar el futuro de la comunidad internacional con moderado optimismo.
Lo dicho se refleja en este Buenos Ayres pentaseglar, para usar el neologismo de moda.
De los diez millones de aquella «cabeza de Goliat» de 1990, hemos pasado a la tolerable cifra de cuatro millones de habitantes. No está del todo mal para un país de 67 millones.
Nuestra Ciudad avanzó en los últimos decenios eliminando construcciones faraónicas y tantos termiteros de cristal, símbolos de una etapa de inhumano atraso en beneficio del falso progreso de las cosas, que había transformado a la segunda Capital de la Confederación en una de las tantas megalópolis enfermas del fin de siglo.
No solamente en los barrios exclusivos (Villa Crespo, Belgrano, Nueva Pompeya o Villa Ortúzar), sino también en aquellos «rescatados del cemento», como dijera el Intendente recientemente, encontramos hoy la posibilidad de una vida apacible con costumbres decimonónicas o de ese Buenos Ayres del 1910 añorado por nuestros clásicos Borges y Manzi.
Proliferan las casas de tres, dos y hasta una planta, que se ahondan hacia un fondo de patio con bullicio infantil y final de malvón, pajareras, jazmín del país. Calles largas y arboladas, por fin devueltas a su tradición de empedrado de granito y bandada de gorriones, alejándose del tráfico de las avenidas hacia un silencio de persianas entornadas en las largas siestas de verano.
Los barrios le devolvieron a la Ciudad su intimidad pueblerina y el sosegado ritmo que alguna vez se perdiera.
En las noches de invierno el frío silencio sólo es sacudido por el impuntual pero seguro traqueteo ferreteril de los tranvías. Hoy los trenes, subterráneos y tranvías ganaron las calles con la energía de Yacyretá, Paraná Medio, Corpus y el Alto Uruguay. Los automotores fueron los grandes perdedores de la partida. Si bien es un hobby corriente el armado de sofisticadas Bugatti, Ferrari o Dusenberg, los automóviles fueron desplazados al campo. Salvo las mencionadas excepciones y las lujosas ‑ demasiado lujosas ‑ Hispano‑Sudamericana oficiales, Buenos Ayres es una ciudad de ciclistas entusiastas y de cultores del caballo, la berlina y el sulky. Basta para ilustrar que la histórica sigla «Y.P.F.» hoy es la marca de un dudoso «petróleo amazónico» para masajes anticalvicie.
Lo cierto es que el rostro de la Metrópoli cambió sustancialmente. Algunos logros no eran imaginables apenas tres décadas atrás: los organitos electrónicos, el reparto de pan caliente a domicilio ‑ con los tradicionales carritos fileteados ‑, los heladeros de blanco con sus triciclos aliviando las tardes calientes.
En cada barrio se multiplican los infaltables cafés de la esquina con sus sillas de Viena y mostrador estañado, asamblea ‑ ágora ‑ lugar preferido de diálogo para porteños, hoy empeñados como toda la Confederación en el camino de consolidación de una democracia estable.
Los Centros Culturales proliferan, a veces repitiendo el estilo del de la Recoleta ‑ que ya tiene cien años ‑ y que desde su inauguración es el eje de gravedad de la vida artística y social de la Ciudad, además de ser su mayor presencia arquitectónica.
Una juventud ávida de música, teatro y cine se da cita en los auditorios. Las bibliotecas, en todos los distritos de la Ciudad, satisfacen esa desbordante pasión de moda por los clásicos y la teología que a nuestro juicio, lleva a los jóvenes a ciertas exageraciones (no deberían olvidar que la política no sólo es humanismo, teorías librescas y moralina exasperada, también es praxis y un adecuado grado de compromiso con la realidad).
Otra mejoría de las últimas décadas con los Eros Center, algunos con prodigiosas decoraciones que compiten en fantasía y buen gusto.
En suma, en esta hora de balance podemos afirmar que la Ciudad, a pesar de ciertos extremos, alcanzó una forma de vida que la ubica entre las más avanzadas del mundo, sin que por ello se haya apartado de la idiosincrasia afectiva y nostálgica de sus habitantes.
Por cierto, estas transformaciones no excluyen la existencia de problemas que llevan a veces al debate enconado.
Una severa polémica
Un tema de viva controversia pública lo constituye el de las autopistas.
Las monumentales construcciones, hoy apenas utilizadas nacieron tardíamente, ya comenzada la Primera Gran Crisis Mundial.
Se debe reconocer que fueron útiles en aquel fin de siglo de increíble congestión automovilística. Se conservaron, pese a demorados proyectos municipales, más por razones sentimentales que funcionales. Los porteños han hecho de ellas un tema de nostalgia, un símbolo de tiempos difíciles pero queridos (fue J.W. Kilkenny quien enseñó que el hombre prefiere el recuerdo de su neurosis más que el de su armonía).
Es explicable que la reciente disposición comunicada por nuestro Intendente (uno de los de mayor empuje en la historia de la Ciudad, por su capacidad de decisión y la envergadura de sus propuestas), en el sentido de transformar a la «Autopista Sigmund Freud ‑que corre paralela a la Avenida Independencia‑ en un colosal cantero o jardín babilónico colgante, haya ocasionado duras protestas en amplio sectores ciudadanos.
Hace pocos días se publicaron los airados reclamos del apasionado polígrafo Néstor Domenicone. Su reacción es explicable si se recuerda su amor por lo pintoresco de la Ciudad y que dos de sus más logrados personajes se enamoran trágicamente mientras divagan en un viejo Honda Supersport justamente por la Autopista en cuestión.
Pero una explicación no es una justificación. Es el momento de considerar los pro y los contra con serenidad equidistante tanto de la fría funcionalidad como del sentimentalismo.
El deseo de agasajar a nuestra Buenos Ayres en su quinta centuria no puede hacernos olvidar la prudencia. Es evidente que el proyecto de nuestro Lord Mayor costaría la friolera de unos cien millones de rúblares, excediendo además, de lejos, los parámetros impuestos por las Naciones Unidas (CARCRAP) sobre «retorno ecológico». ¿Puede nuestra economía soportar en estos momentos el gasto de construir kilómetros de jardines babilónicos?
Con el exagerado repoblamiento de las especies naturales sabemos que esos espacios elevados, cubiertos de vegetación ‑según la propuesta‑ se transformarán en habitáculo de familias de traviesos e impulcros monos‑araña de la especie de los que hoy devastan el Delta. Serán refugio de peligrosos gatos monteses y hasta de algunos pumas.
Lo que se imaginó como paseo y lujo botánico se transformará pura y simplemente en peligro cierto para niños, novios y jubilados (la tradicional trilogía erótica que frecuenta los parques).
Si el Intendente tuvo la decisión de destruir tantas manzanas de insalubres torres y las otras autopistas, bien podría movilizar sus activas topadoras Guderian contra este resto del pasado sin mayor valor artístico.
No podemos estar de acuerdo con el proyecto ni con Domenicone: su reconocido fervor de Buenos Ayres no nos puede impulsar a respetar un paisaje urbano que motivara más de algún tango‑electrónico de éxito, pero no constituye un valor artístico realmente respetable.
Los porteños alcanzamos la suficiente madurez como para saber privilegiar el ayer sin dañar innecesariamente nuestra marcha hacia el futuro.