La Gaceta, 27/06/1993
El romanticismo decimonónico nos dejó una imagen estereotipada del «poeta». Durante el curso del presente siglo esa imagen no se pudo modificar. Es como esos insuperables “prestigios escolares” de los que nos hablaba Antonio Machado.
El poeta vendría a ser el desinteresado, el volador, el poco o nada realista. Bohemio, insensato, exagerado. Defensor apasionado de causas inmediatas y extremas (y generalmente perdidas). Aristócrata que anda más bien en andrajos. En suma: un inestable que suele oscilar entre la santidad, el orgullo y la perversión. Por algunos pocos genios saludables de la estirpe de Goethe o de Neruda o de Eliot, hay centenas de pesimistas, alcohólicos, místicos sin iglesia y revolucionarios sin partido o sin la debida disciplina que exige generalmente la estupidez política.
Con el tiempo, a lo largo de este siglo fascinante y exasperante, la poesía misma se apartó de la calle y de las casas y se recogió en un Templo literario. Se aristocratizó del todo hasta no interesarle más pertenecer al nuevo dios de estas desmanteladas (moralmente) sociedades occidentales y cristianas: el mercado.
La grey poética muestra muchos rostros. Hay poetas de extensión, homéricos o holderlinianos; y poetas de intensidad, como los de la dinastía Tang o Borges y Banchs, entre nosotros. Hay poetas “fundadores», en la estirpe de Virgilio, Whitman, o de Lugones o de Neruda en su Canto General. Hay poetas con obra de intensidad y con obra de extensión, como el caso del último mencionado.
Hay cronistas del abismo que saben ya de oficio la famosa afirmación de Holderlín: «El poeta es el hombre que corre hacia la catástrofe». Entre nosotros, Pizarnik, Molina, Orozco o Miguel Ángel Bustos. Hay felices creadores de la palabra, como Molinari o el incomparable Oliverio Girondo o Severo Sarduy. A lo largo del siglo, promediándolo, se afirmó con fuerza la corriente de los social‑revolucionarios, en la tradicional corriente salvacionista del cristianismo, aunque muchos de ellos creyesen que su marxismo los curaba de toda religiosidad pastoral: Juan Gelman, Urondo o el mismo González Tuñón, entre nosotros. No solamente creen que el hombre puede salvarse en la bondad sino, lo que es más curioso, es que crean que merezca ser salvado, incluso con dictaduras.
Desde los románticos fines del siglo anterior, todos los prestigios se fueron parcializando en dirección de sobrevalorar la señalada corriente romántica, como actitud del poeta: el dolor, la tragedia, la «poética de la existencia». La línea baudelairiana se impuso en toda su extensión. Hombres como el gran Enrique Molina o corno el Neruda de las Residencias, se transforman en arquetipos. Son voces por momentos patéticas y afiebradas, que coinciden con la enfermedad cultural de este siglo espiritualmente hospitalario (en el sentido de «nosocomio», como suelen escribir en los diarios cultos). Es el siglo de los clásicos de la enfermedad: mi admiradísimo Nietzsche, Kafka, Dostoievski, el desdichado tuerto Sartre. Toda gente que cree en el privilegio del dolor, gente que grita y no deja dormir en el dormitorio del hospital. (Vista desde Oriente, nuestra cultura del dolor existencial, resulta risible. No la comprenden.)
Aparte de los místicos como Rilke (un místico privado), en Occidente hubo un indebido olvido de los poetas de la celebración del mero existir, de los sosegados que enseñan a revivir y aceptar la excepcional casualidad de haber nacido. Nuestra poética consagrada no admite risas ni sonrisas, es cejijunta. Es incapaz de preguntar si en la claridad diáfana y diamantina de un Jorge Guillén no hay más experiencia de la existencia que en todo Sartre. Es evidente que nuestra cultura literaria se quedó con el Inferno sin ver ningún otro aspecto de la Comedia. La frivolidad del mal nos fascinó hasta crear una especie de literatura del terror existencial.
Entre nosotros también lo poetas de la sosegada celebración fueron menos venerados que los espeleólogos del abismo. Quisiera poner el ejemplo de Juan L. Ortiz. Figura ya definitivamente aceptada como una de las mayores voces poética, de Argentina. Vivió aislado, y subestimado, en una contemplación fluvial del existir. Fue un poeta chino de la dinastía Tang que hubiese por error nacido en las antípodas y en los bordes del Paraná en vez de los del Yang Tse King. Curiosamente, el único viaje de su vida fue a China. Como era comunista por afiliación política ‑no poética‑, la izquierda lo adoptó y lo promovió. Sabemos que no hay nada mejor para ingresar bien en el mercado. Pero Juan Ortiz fue un taoísta privadísimo, un cultor de la letra chica en un tiempo de descarados titulares y tapas de revista. Su reflexión personalísima es uno de los momentos más intensos de la poética argentina.
Una actitud parecida o paralela, aunque urbana y no tan bucólica como en Ortiz, es la experiencia de Antonio Requeni.
Ningún poeta actual tan «callado», tan ceñido a lo auténticamente poético, al sutil ‑imperceptible‑ estremecimiento de lo poético. Se puede decir, con Holderlin y Heidegger que «el hombre habita en poeta» cuando toda su existencia se va preparando para saber recibir lo esencial de la vida, saber comprender y saber celebrar. Y cuando el instrumento expresivo, en el caso del poeta‑escritor, se sabe acomodar debidamente y con justeza a la verdadera dimensión de la vivencia. En esta actitud rigurosamente clásica, el poeta comprende que tampoco el lenguaje debe ser protagonista, que no debe haber protagonismo ni de las ideas, ni de las ideologías, ni de la fe, ni de las palabras. El brillo es un tentador que debe someterse a la apenas rescatable vibración, ese apenas inefable que constituye la carga o el residuo poético de nuestras vivencias.
Antonio Requeni acaba de reunir en su antología Poemas 1955‑1991 los mejores momentos de su largo trabajo en el camino que he señalado. Es uno de nuestros poetas más libres porque fue capaz de esquivar todas las tentaciones de la frivolidad literaria de Buenos Aires. Se supo mantener al margen de las modas ‑incluso de las políticamente obligatorias‑, y con una inusual elegancia natural recibió sus temas en absoluta libertad. Es capaz de cantar el murmullo de una fuente que encuentra en el silencio de la alta noche de Roma, o el coraje y la nobleza del Che Guevara.
Habitar en poeta significa, para Antonio Requeni, estar preparado permanentemente, como quien cumple un sacerdocio, esperando poder trasmitar ese frisson o estremecimiento diferente por el cual hasta la simple realidad sacraliza y la mera hora que pasa cobra la magia de merecer ser retenida en la red de versos.
El poeta se alza así a la suprema jerarquía de las ciencias y conocimientos. Todas las experiencias verdaderamente importantes de nuestro existir se transforman en la materia de su creación. Se erige en la conciencia de todos, en la conciencia del hombre, nada menos. Y no conciencia de la excepcionalidad ‑lo que sería más fácil, autobiográfico‑‑ sino en conciencia de todos, del hombre normal.
Su vivir sereno esconde al cazador de versos. Ese vivir sacerdotal cumple con la vocación callada, obstinada, necesaria, que Rilke señaló en este texto memorable: «Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florcitas al abrirse en la mañana… Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor en que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas que se cierran. Es necesario aun haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan… Entonces puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primer palabra de un verso.»
Antonio Requeni es de esta escuela de paciente exigencia.
Sus versos han nacido de la necesidad. No salen a buscar lectores sino que los reciben para una convivencia tan intensa y verdadera como las que tuvo el creador al escribirlos.