La Nación, 21/10/2005
Hay que atenerse al espíritu un poco más objetivo de los historiadores para comprender cuánto hay de casual o de absurdo en la llamada Historia. En relación al 17 de octubre de medio siglo atrás, la subjetividad partidaria difundió imágenes de Perón y de Evita que ya no se sostienen: un Perón serenamente maquiavélico cosechando desórdenes y moviendo las palancas debidas; una Evita hecha una Pasionaria, al frente de brigadas de descamisados.
La verdad es que Perón entró en el 17 de Octubre de 1945 con la depresión de un detenido (en la isla Martín García, desde el 13) que ya podía dar por perdida la partida del poder. Físicamente, a punto de postración por lo que atribuía a un ataque de pleuresía. Había pedido el retiro del Ejército y por momentos lo asediaba la sospecha que un comando de «oficiales democráticos» pudiese intentar matarlo. No era descabellado: el 9 de octubre tuvieron información de que un grupo armado había partido desde Campo de Mayo. Con Eva tuvieron que barricarse en el departamento de la calle Posadas, corriendo el ropero y los colchones contra la puerta. Este poco conocido incidente demuestra en qué medida se sentían ya aislados y enfrentados al Gobierno de Farrell y especialmente a los oficiales de campo de Mayo y al Ministro de Guerra, Avalos.
A la una de la madrugada de ese miércoles agobiante, le comunicaron a Perón que debía prepararse para embarcar, pues el almirante Vernengo Lima había dado la orden de trasladarlo al Hospital Militar. Corría un viento espeso, hinchado de las humedades del río. Todos esperaban una tormenta que sólo amagaba con lejanos truenos y relámpagos.
Amenazado, inseguro, Perón piensa en la sosegada delicia del retiro («una chacrita en mi Chubut natal») junto con Eva. En efecto, dos veces solicitó al Presidente Farrell el decreto correspondiente y hasta indicando la forma de sancionarlo en un par de días. Felix Luna publicó las cartas que Perón le mandaba a Eva,‑/`querida Negrita. Le dice: «Mi tesoro adorado …Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que acelere mi retiro: en cuanto salga nos casamos y nos iremos a vivir tranquilos …Tesoro mío, tené calma y aprendé a esperar. Esto terminará y la vida será nuestra… Besos y recuerdos para mi chinita querida. Perón.11
Las cartas las contrabandeaba el capitán Mazza. El mismo que invitó a Perón a acomodarse en la lancha con la que cruzarían un río bastante encrespado. Perón se envolvió en su capote y se arrebujó en el asiento. La proa levantaba una espuma caliente, breve y tenuemente fosforescente. Lo mejor que pueden dar esas aguas espesas. Pese a su humor Perón se sintió capaz de una humorada:
‑Dígame capitán ¿me están llevando a fusilar o a mi departamento de Posadas?
Eva no puede mantener la calma que le pide Perón. No piensa en el poder, sino en una gran manifestación que pueda devolverle a Perón. Teme ser atacada (la golpearon unos estudiantes al verla en un taxi, en Las Heras y Pueyrredón). Habla por teléfono con Mercante y los oficiales leales de la secretaría de Trabajo y Previsión, Estrada y Russo, verdaderos coordinadores de esa fuerza popular que reclama por Perón. Habla por teléfono. Por las noches se refugia en el departamento de su hermano Juan o en el de Pierina Dealessi que trata de calmarla inútilmente. Tiene una atroz discusión con Bramuglia porque alguien le dijo que hay que interponer una habeas corpus. Sensatamente Bramuglia se niega y ella nunca se lo perdonará. Se encuentra con quien puede. Comprende que esos desordenados sindicalistas que quieren expresar su protesta y lealtad hacia Perón están sellando con ella un pacto de sangre. No hay una dirección lucida, hay un sentimiento y la acción espontánea que une a los dirigentes de la FQTIA de Tucumán con Gay, Tedesco, Libertario Ferrari, Presta, Cipriano Reyes, Argaña, Montiel, el ferroviario Tejada, Perelman, Luis Monzalvo. Esos son los nombres que convergen en la creación de un hecho que todavía no tiene forma ni previsibilidad. Ya se pueden llamar «los muchachos peronistas». Eva intuye que la protesta sindical es lo único que puede devolverle a Perón vivo. Entonces, se alejarían de las ingratitudes de la política. Serán felices. Se irán hacia el amor como quien se mete en una naranja de Hyeronimus Bosch.
La lancha llega a Puerto Nuevo a las 06.30. Llevan a Perón al Hospital Militar «para protegerlo». Es lo que quiere. Y es lo que no quiere. Seguramente la famosa depresión era el aplastamiento cuando se nos viene encima lo que hemos deseado y calculado. Sabe que la gente está saliendo. Levantaron los puentes de Avellaneda. Pero se tienen datos: desde las puertas de fabricas y de los mataderos, los grupos se encaminan hacia el centro. Cruzan el Riachuelo con botes destartalados y hasta con tablas, como la marabunta (según la versión de Cipriano Reyes). Los que entran por Rivadavia y la avenida San Martín, dan vuelta los troles de los tranvías, cambian de posición a los gallegos, y apuntan hacia el centro. Sienten que Perón ya no es un coronel del 43 sino un tribuno de la plebe, convencido de que en Argentina llegó un inexorable tiempo social. Saben que promete participación en las ganancias, vacaciones pagas, aguinaldo y aumento masivo de salarios. Creen no equivocarse: gobernará para ellos.
A las doce del mediodía irrespirable se cuentan entre diez y quince mil individuos desaliñados que osan invadir las calles de Buenos Aires sin endomingarse, como era de estilo incluso en las reuniones del Partido Socialista. Merodean. Se lavan y refrescan en. las fuentes de la plaza, enfurecen a las palomas y a la tradición.
Los generales miran desde las ventanas. Si se saca Campo de mayo, se necesitarán seis horas para tener los tanques en la plaza. Vernengo Lima piensa que todavía estarían a tiempo de oponerle las brigadas de choque de los estudiantes de FUBA, que se han ofrecido. Hacia las cuatro se sabe que el alud crece más de lo imaginado y los generales se sienten superados por un hecho nuevo, incalculable: el triunfo de la cantidad desarmada. Y la cantidad empieza a transformarse en calidad de consecuencias políticas. Se impone recurrir a la oveja negra, el domador de masas. Empieza un trajín de emisarios que vienen y van de y hacia el Hospital Militar: Antille, Mercante, Pistarini, el mismo Avalos. Cuando llegan, Perón, siempre de pijama, se pone la robe que le regaló Era y un poco de colonia Atkinsous y los recibe. El aire de ese día es como el aliento de un perro lanudo, febril.
Eva cree que su Juan le oculta estar herido, o que lo hayan golpeado, y se precipita con su hermano al hospital. No consigue pasar la guardia, pero por mediación de Mercante puede hablarle desde la recepción y se tranquiliza. Perón le pide que vaya al departamento de Posadas y que lo espere. Lo obedece.
Se puede hablar de 300.000 personas lo que es inaudito en la vida política argentina. hasta entonces. Los que a las siete de la mañana barruntaban liquidar a Perón o meterlo por la fuerza dentro de una embajada, a las siete de la tarde aceptan todas sus condiciones con tal que los libre de ese animal exótico, pobre, desaliñado, que ya se filtraba hasta en la Casa Rosada (rompieron las rejas de una ventana) . No hay alternativa: sólo quieren a Perón. Ya es tarde para la indecisión de Amadeo Sabattini o para entregar al Gobierno a la Corte. Ya no podrían cabalgar semejante tigre. La derecha se durmió en sus «militares democráticos» y el radicalismo en la. indecisión legalista de «la Corte». La izquierda, confirmando una tradición de torpeza, habló de lumpenproletariat y de hordas nazis.
Sobre las nueve de la noche el Presidente Farrell llamó a Perón y lo citó al Palacio. Mientras Perón abandona el pijama y se viste en público, como los reyes, pregunta con sorna y cierta incredulidad a quienes lo rodean:
‑¿Es verdad ché que hay mucha gente?
Apunta Luna que entre las 21.45 y las 22.45 Perón y Farrell hablaron en la Residencia de Austria y Alvear. Renunciarían los ministros de Guerra y Marina, se llamaría esa noche misma a elecciones. Perón se siente tentado a un último reculón (la intimidad de los «hechos históricos» suele ser tragicómica). Este fue el diálogo según palabras del mismo Perón:
‑Si es así, mi General, anuncie estas cosas a la gente y se dispersaran en paz. Lo que es yo, me voy tranquilo a mi casa…
Farrell se desespera, lo toma de la manga y dice:
‑No! Qué se va a ir! Déjese de joder! Esta gente está exacerbada, me van a quemar la casa de Gobierno. Venga. Hable!
A las 23.10 Perón salió al balcón de la Casa Rosada para la famosa ovación. Se trataba de la relación líder‑masa con sus ribetes eróticos y hasta sadomasoquistas. Se inauguraba un espacio de democracia real, salvaje, urgente; ajena a toda republicanidad. Fue un pacífico viraje de nuestra Historia y desde hace ya medio siglo aquella noche de algún modo determina nuestra vida política porque más allá de los avatares y las anécdotas, estaba cargada de un reclamo de equidad y justicia y conllevaba una verdadera democratización social, inédita en el limbo de atraso social latinoamericano.
Como en todo encuentro de amor había más misterio y casualidad que voluntad lúcida e ideológica. (Los políticos porteños fueron más bien «el tercero excluido», transformados en meros voyeurs. Dicen que por la plaza andaba un muchacho alto, delgado, desgarbado y elegante, que había venido a pasar unos días desde Córdoba a la casa de sus primos: Ernesto Guevara Lynch.
Aquél día se transformó en un espíritu de acción y en una invencible nostalgia que atravesó los más contradictorios avatares de nuestra vida política. Es posible que sobreviva (o ya corroa) al actual e inesperado peronismo de mercado.
A eso de la una Perón entró en el departamento de Posadas. Era lo abrazó llorando, no se había despegado de la radio. Tenía una cena fría que había comprado en la rotisería de Ayacucho, pero no había tiempo para nada: Román Subiza los esperaba en su coche. Se habían quedado con todo el poder como quien asalta sorpresivamente un casino. Ahora tenían que esconderse en un campo de San Nicolás.