La Gaceta, 09/07/1989
Por suerte no fueron sensatos. No creyeron en la evidencia cuantitativa.
No tuvieron en cuenta que en el Congreso de Viena (la Yalta de entonces) las superpotencias repartían el mundo sin considerarlos.
No se agobiaban ante esa España que había derrotado a Napoleón. Contra ella se alzaban con sinrazón Ibérica en Tucumán, corazón perdido de esa América remota.
No se agobiaron con los reveses. Eran los meses amargos cuando aquel primer ejército de centauros pobres retrocedía por el Altiplano reseco: ViIcapugio, Ayohuma, Sipe‑Sipe.
Había que tener mucha convicción para sentir la derrota como pasajera, como un incidente sin importancia en el océano de una gran caudal.
No contabilizaban el mal, por eso siempre crecían. Buenos lectores de la Biblia, sabían que el Rey David fue reprendido como «insensato» por haber contado sus huestes.
Avanzaban a través de los desiertos hacia Tucumán, desde los cuatro puntos cardinales, con sus levitas polvorientas y sus sotanas zurcidas. Obstinados en sus galeras por aquella Patria agreste que nacía desnuda y desamparada. Iban a los tumbos entre las vizcacheras y seguramente el libro de Rousseau rodó entre las nueces confitadas entregadas con el beso de la despedida. Más de una vez saltarían las páginas del misal y del sabio Samuel se caería en el Apocalipsis.
Sabían que España preparaba la mayor expedición transoceánica que se hubiera conocido. San Martín vaticinaba que de no atacarse a los españoles en los dos años inmediatos, ya no sería posible vencerlos. Ellos recordaban estas cosas con la mirada perdida en el desierto durante las largas horas sin paz de la travesía. Crecían en la amenaza. Iban a la patriada, al puro coraje, a la quijotada. Y casi sin gestos, desnudos de discursos: eran gente de acto grande y palabra breve.
Tierra seca. Polvareda lejana de ganado cimarrón. Batallas de ejércitos de perros hambrientos. Lodazal del litoral: tardes enteras luchando por salir del zanjón. Cielos de tormenta. Solazos rajantes. Amenaza del indio, del puma, de la duda. Postas miserables con agua turbia y un apenas de charqui en la fiambrería.
¡Hacer una patria de aquella heredad infecunda! De aquel espacio que por entonces era sólo desierto.
En esas distancias, hoy todavía poco humanas, el poder político era teoría. La espada parecía hacer trazos en el agua: se imponía apenas el tiempo de asentarse la polvareda del batallón de paso. Luego el silencio de siempre devorando el ruido de los cascos y de las cartucheras sacudidas.
Era la tierra del gaucho bárbaro y errante. Si algo unía era el agua de los sentimientos. Un algo perdido en el aire del tiempo. Un sobrentendido de las miradas, más que de la palabra. Un sobrentendido en el rasgueo de las guitarras, junto al fuego de la posta. Fueron llegando a Tucumán después de los calorones. A fines de junio estaban los necesarios. EL 9 de julio declararon la independencia con el laconismo de lo verdadero e ¡reversible. Fue en casa de Zavalía.
Se debatieron entre la monarquía constitucional, que entonces era la forma de gobierno recomendable para vivir internacionalmente: y el retorno al Inca, ambición justa pero nostálgica. Optaron por la república. En todo caso por la libertad y la democracia.
Se permitieron el lujo de ser y declararse libes. Era la gente que había quemado los instrumentos de tortura y abolido la esclavitud ya en 1813.
El 10 festejaron el desafío. Pueyrredón presidió las ceremonias en su calidad de Director Supremo. Caminó hasta la Catedral y pasó revista a un ejército que todavía no tenía ni tiempo ni dinero para uniformes (cada insignia se ganaba con un acto de coraje). Eran cinco mil gauchos de poncho y lanza de pobre: un cuchillo atado a una estaca. (Cuenta Miltre que a tres cañones de fundición se les llamaba «batería»)
Luego un sarao inolvidable. Los héroes se pelearon por bailar y enternecer a Lucía Aráoz, la belleza mayor de entonces. Intentaron salir a los jardines, hacia el perfume alcohólico de los jazmines, con Cornelia Muñecas, con Juana Rosa Gramajo (tan cercana al corazón de San Martín), Belgrano con su amada y seducida Dolores Helguero. Hubo mucho vino, el blanco suave de Cuyo y el duro y profundo de los valles riojanos. Vals vienés y minué.
Aquellos héroes tenían una vida fuerte de pasiones, ambición, egoísmo, amor, enfermedades, erotismo, desilusiones y sueños. Por ser hombres los seguían y eran comprendidos. El almidón nacional casi nos los propone como «jóvenes del año». Los académicos y los historiadores que nunca montaron a caballo los fueron resecando a su imagen y semejanza hasta tomarlos aptos para el retrato de oficina pública, el discurso obligatorio o el ejemplo parroquial. (Seguramente es para humanizarlos que los chicos les agregan bigotes en el manual)
El mismo 10 partió Pueyrredón a revientacaballos hacia Córdoba. Llegó en cinco días, un verdadero record. Lo esperaba San Martín que había llegado en secreto desde Mendoza.
Revisaron los detalles de la pobreza, las dificultades. Pero se decidió el ataque al Imperio. Esa vez se proponían algo más insólito que embestir molinos de viento: cruzar los Andes y atacar.
Otra vez triunfaba la dignidad sobre el cálculo.
En aquella reunión quedó decidida la aventura genial de la liberación de Chile y de Perú. El gigante Bolívar embestía por el norte a la mejor fuerza militar de España.
Y nosotros…
Ahora todo cambió. La tierra está dominada. El desierto es sembradío. Los aldeones amenazados por los perros salvajes, grandes ciudades. A Buenos Aires se llega en dos horas de avión.
Infraestructura, caminos, sanidad, hoteles, correos, satélites. Y un pueblo apto para lo mejor, donde todavía persisten los efectos del genial esquema cultural sarmientino.
A pesar de todo, enmarañados en la posibilidad siempre mal conducida, 1989 nos encuentra desalentados. El traspié nos parece drama. Nos permitimos el inconsciente lujo de equiparar una hecatombe financiera a un bombardeo atómico. Es poco serio: lloramos dentro del Cadillac que no podemos pagar. Ese llanto de algunos es tan poco considerable como el de los tahuares que perdieron en el casino.
Del único subdesarrollo del que nos podríamos acusar es el político. Tenemos todo lo externo y una voluntad pagana de vivir, pero no sabemos ordenar la marcha. Inmaduros, oscilamos entre la exultación vana y la queja aún más que vana, despreciable.
El desierto de ellos ya no existe. Pero ahora la tierra yerma parece haberse refugiado en nuestras mentes. Esta es la «travesía» que nos toca superar. ¿Temeremos la cultura, la libertad, la democracia que es la verdadera potencia de nuestro siglo? ¿Echaremos todo por la borda porque el rojo del «debe» es muy abultado?
Recordemos a ellos con sus levitas brillosas en aquellos galerones a los tumbos. Con nada hicieron todo (en 1928, todavía por su aliento de gigantes, fuimos la quinta potencia del mundo)
¿Es posible que nosotros, que tanto nos jactamos de la patria y de la estirpe, teniéndolo todo no nos animemos ya a nada?