La Nación, 29/04/1997
Resumen, n°31
A casi treinta años de su muerte, Guevara, el Che, el doctor Ernesto Guevara Lynch de la Serna, sigue siendo motivo de atención universal; varias gruesas biografías, películas y proyectos audiovisuales lo prueban. Algunos consolidan el mito tal vez para neutralizar o fagocitar la virulencia de su revolucionarismo. Lo cierto es que la famosa foto de Korda, ese Cristo iracundo con boina y estrella comunista, recorre el mundo como incitación y símbolo de lo subversivo, de la protesta para muchos, de la redención.
Los argentinos producimos mitos mundiales, aunque no tanta gente sensata. Son personajes tan extraordinarios en su aventura humana que ya viven‑como los héroes de Carlyle o de Max Scheler más allá de las ideologías de su tiempo. El dios por el que se sacrificaron murió antes que ellos mismos, y ellos quedan como ejemplos o custodios del retorno de los dioses.
La grey humana, hoy más gris y gregaria que nunca, en estos tiempos de materialismo neoliberal y de tarjeta de crédito, debe tener nostalgia y culpa ante estos esplendentes frutos de pasión. Tanto Guevara como Evita ‑ de origen social opuesto‑ cruzaron el firmamento agrario argentino como llamaradas de pasión y de convicción. Ambos compartían una absoluta imposibilidad de tolerar el universo burgués, clasista, basado en la posesión. Eva, desde el explicable resentimiento infantil; Guevara, desde el desprecio eticista.
Tierno e insolente
Era un argentino de extremos. Tierno, pero aporteñadamente arrogante. Seguro de su lugar social e insolente como para permitirse andar de camisa sucia y zapatos de diferente color para épater les bourgeois de la casta Córdoba. Golfista, destacado rugbier ‑que en cada partido debía vencer su terrible asma‑, se movía como un niño bien tentado por la rebeldía y afirmado por su increíble poder de seducción, su carisma.
En aquellos años abiertos para la juventud de aquella maravillosa Argentina, se permitió creer que la vida sólo valía como aventura: con su amigo Granado se lanzó en moto a recorrer los leprosarios de América. Así, quizá, se definió el guerrero que terminaría como líder y símbolo de la eterna lucha contra la persistente enfermedad social.
Las biografías son guías de viaje a través del periplo exterior. Invariablemente nos dejan en el umbral del misterio.
Leyes de la guerra
Para acercarse al Guevara recóndito es necesario buscar a sus camaradas de guerra, a sus novias perdidas, a las casas a las que nunca más volvió. Es necesario ir a Cuba y a Europa para hablar con esos camaradas que ahora andan como samurais caídos de un gran sueño. Es con ellos que uno podrá enterarse de sus cualidades militares indiscutibles, su coraje de luchar (y morir) en primera línea, ese frío ejercicio de la disciplina que empezaba consigo mismo y exigía luego en el otro. Fue un implacable servidor de las duras leyes de la guerra. Puso su firma debajo de las sentencias de muerte y de tantas sentencias de vida, sin escudarse escalafonariamente en otros.
De la batalla decisiva de Las Villas y de Santa Clara, que señalará la caída definitiva de Batista, Guevara pasa de su querida Cuba hacia una idea quijotesca y personalísima de revolución mundial. Castro tendrá hacia él la misma protectora paciencia que emplearía su madre, Celia de la Serna, la impulsora intelectual de su adolescencia.
A cara o cruz
De marxista porteño, inexacto y verbal, pasa por obra de su tesón a teórico científico del leninismo y maestro antológico del arte antiguo de la guerra de guerrillas. Los revolucionarios del mundo, los grandes jefes que ya saben que la peor batalla del socialismo no es ya la toma de Petersburgo o la Larga Marcha, sino las silentes batallas de la productividad y del orden, enfrentando a ese inimaginado fantasma de la esencial ineficiencia del sistema socialista (sin una renuncia bucólica de la tecnología y de la competitividad, ¿cómo instaurar la Arcadia socialista?), deben lidiar con ese porteño de presencia mística y de grandes ojos brillantes que les exige seguir siendo revolucionarios. Ni Mao ni Chou. En la que ni los jerarcas del Kremlin se convencen de los reclamos de ese Quijote que quiere jugar la suerte del mundo a todo o nada, a cara o cruz.
Se queda tremendamente solo, abandonado por sus dioses como Cristo en su último grito visceral. Así inicia el fracaso del Congo y el suicidio (como lo califica Debray) de la campaña de Bolivia, que emprende con la oposición de los comunistas locales (su jefe, el señor Monge, hoy es un rico empresario en el Moscú de todas las mafias…).
El misterio de su aventura
Estuve en La Habana, escuché su voz en una cinta, recitando a su admirado Neruda a modo de despedida de su familia. Estuve en su casa todavía con olor a cerrado y con su sillón de caña donde tomaba mate, en el barrio de Nuevo Velado. Hablé con sus oficiales, sus parientes. Vi llorar a su viejo capitán Rivalta, que lo vio llegar derrotado, con la mitad de su peso, en Dar es Salaam. Sin embargo nada exterior puede explicar el misterio de su aventura. Nada puede explicar por qué este hombre vencido es el símbolo esplendente y seductor de tantos que creen que podrán instaurar la Justicia con las armas.
Entonces empecé a buscarlo más bien en su pasado sureño; en sus noches de asma infantil que pasaba con un gato sobre el pecho tomado de la mano de su padre, y aprendiendo que para él «la muerte propia» no era sólo un verso de Rilke. Desde los tres años se había formado en la dura escuela de quienes tienen que vivir la sentencia de Heráclito como un destino personal, trágico y definitivo: “Vivir de muerte. Morir de vida.”