La Nación, 12/10/1992
Los redentores, los venidos del mar, los anunciados; descendían en la mañana esplendente de sol, sobre las aguas color esmeralda de ese Caribe que, cinco siglos después, abusaría el Club Mediterranée. Un paraíso.
Eran increíblemente blanquiñosos, esmirriados. Respiraban como si saliesen de una mazmorra medieval. Algunos nadaban como pálidos renacuajos en torno de los enormes palacios flotantes que el mar mecía. La sal y el sol empezaban a secar las pústulas y flemas de la vida de bodega. Sobre la playa iban quedando los húmedos harapos de investiduras cuya jerarquía los aborígenes tardarían en aprender. Iban retornando a una (parcial) desnudez. Esos cuerpos casi concentracionarios no se diferenciaban mucho del Dios clavado en la cruz, cuya mansedumbre los recién venidos adoraban hasta imponerla y popularizarla por la espada y los fuegos inquisitoriales.
Los íberos eran tenacísimos dioses acosados por caries, lumbagos de sentina, colitis de agua salada y atroces melancolías de amores dejados en Extremadura o en Jerez.
El jefe tenía cabellos rubios. Llegó en una canoa y notaban que su hablar era dulzón, diferente del de los pálidos de pelo y ojos negros. Deslizaba palabras del puerto de Génova: bacán, pelandrum, pibe. Parecía un antedatado compadrito de Buenos Ayres. Se creía renacentista: boina con plumas, calurosa capa con bordados, borceguíes amarillos terminados en una espiral de cuero con cascabelito.
Los dioses barbados rompieron minuciosamente una botella vacía de anís, pusieron los trozos sobre un terciopelo rojo y cambiaron esas cuentas por perlas y dijes de oro. A los indios les parecían maravillosos esos trocitos de vidrio, ¡y eran mucho más blandos que el diamante! Así nacía lo que técnicamente llegaría a denominarse «la deuda externa de América latina». Generosa y públicamente, el genovés regaló a los jefes bonetes colorados y cascabeles de latón.
Los aborígenes quedaron inmediatamente seducidos por estos dioses que recomendaban ofrecer la otra mejilla al que te golpeara, y que había que amar al prójimo como a sí mismo. Sin embargo, no entendían que quienes veían en la carne el más inmediato abismo para el pecado mortal anduviesen, desde el primer día, tratando de meterle mano a esas princesas que reaparecerían en las cadenciosas rumbas de Lecuona: Síboney, Anacaona, Bimbu (o Anahí, de la guarania de Samuel Aguayo). Claro, Europa, la civilizada, no reconocía el cuerpo desnudo desde doce siglos atrás, desde la conversión de Constantino al catolicismo. Curiosamente, parecía que les molestaba la sosa entrega de los cuerpos. Preferían los caminos de la violencia y del pecado. Los americanos no podían saber que venían acosados por un morbo metafísico exterminador y contagioso: la culpa.
Así surgió el mestizaje. A diferencia de otros «imperios modernos», de los ingleses, holandeses o franceses, que ocultaban su relación con negras, malayas o hindúes, los hombres de España no despreciaron los cuerpos. Aceptaron al otro, se diga lo que se diga fue un hecho único en la historia moderna. Desde el sexo se fundaba un imperio cultural. Surgió la gran familia iberoamericana, la «familia de Cervantes», como la llamó Macedonio Fernández. Somos una familia vital, multicolor, con ritmo y creatividad; con religiosidad, poesía y capacidad. Somos más bien metafísicos y, por eso, en estos tiempos de estúpida tecnolatría y subcultural, audiovisual, el mundo puede esperar mucho de nuestro imperio cultural.
El malentendido
Si bien los indios ‑ alelados‑ los creyeron bondadosos dioses barbados (y así fue), los íberos astutos y «pragmáticos» empezaron a creer con Colón que habían llegado al Paraíso. Se fueron aquijotando: ya no se conformaban con ínsulas y palacios, sino que pretendían arenales de oro y sierras de plata. También éstos se perderían en terribles jornadas ilusorias.
Pocas veces en la historia tanto coraje: cruzaron desiertos calcinados por el sol de la puna, cargando yelmos, corazas, mosquetones, biblias, escapularios; exprimiendo cardos o bebiendo sus propios orines. Cruzaron selvas todavía hoy impenetrables disputando las horquetas con familias de indignados monos o leopardos. Los frailes arrastraban por las escarpadas sierras las imprentas hacia Chuquisaca. Uno, trémulo y empapado, lleva la custodia y el alfabeto con letras de quebracho…
Vivían plenamente las alegrías de la espada. Cien enfrentaban a mil. Se curaban las heridas con un hierro al rojo. Con los años, se jactarían de las cicatrices castrenses como de antiguas amantes. La columna avanzaba siempre, mascullando calumnias, venganzas y complots. Sólo eran leales al coraje y la ambición. Se repartían ‑o se mataban por reinos imaginarios. Y a veces, cuando llegaban a ese oro que les permitiría vivir en un palacio andaluz, se lo jugaban al mus en una noche, como hizo Sierra de Leguisamo con el enorme disco de oro del dios Sol, el Inti del Cuzco.
(Lo único que no aguantaban eran las pantanosas melancolías de Buenos Ayres. Vivieron allí protoformas de tango: Lucía Mianda, El Tigre, El Terapién, Riachuelo y después… de Pedro Mendoza para abajo cayeron en culpas y nostalgias. Andaban como necesitando su psicoanalista; su Rascovsky.)
En el actual agonizadero de jubilación y terapia intensiva no se puede recordarlos son como superhombres nietzscheanos.
Murieron pobres, olvidados. Y los pocos que volvieron no tuvieron audiencia. Eran condottieros en estado salvaje, la corte los despreciaba y temía, como a puñales ensangrentados.
Y aquella olvidada no‑viuda en mantilla negra, de Extremadura o de Jerez, con toda naturalidad, después de veinte años de ausencia, les preguntaría con el amor de siempre: «¿qué te preparo? ¿Quieres una alubias con tocino?».
Fue hacia fines de este quinto siglo cuando emergió la pirámide del templo mayor de México‑Tenochtitlán. Había estado sepultada en la laguna bajo la librería‑editorial porrúa en la esquina de Sierra y República Argentina. (Los de la telefónica habían zahondado por los cimientos buscando un cortocircuito.) Hoy luce espléndidamente restaurada frente al zócalo y la catedral.
Este 1992 que pudo haber traído rencores y divisiones termina en una síntesis positiva, proyectándonos hacia un verdadero renacimiento de la iberoamericanidad. Nos sentimos parte de un imperio cultural vivo y pujante. Somos una gran fuerza, con más cohesión cultural que los mismos países de la Comunidad Europea. Habitamos un gran continente verbal que conlleva valores propios, todavía preservados de los fracasos de esta modernidad que Miller calificó como «pesadilla de aire acondicionado».
Por una de esas paradojas de la historia, le toca a España y a la corona participar y coejecutar de algún modo el incumplido sueño de Bolívar. Las cumbres de Guadalajara y de Madrid son hitos de un camino de reconstrucción y resurgimiento.
Tal vez hemos tenido quinientos años de mala economía, de indiferencia fratricida, de mala política. Pero al fin del milenio sentimos que nos queda entre las manos lo más importante: un poderío cultural y vital sin decadencia, en plena creatividad, al punto que el pasado, 1492, nos parece sólo pasado y que el presente, 1992, nos suena sólo a futuro.
Somos una pasión y un potencial trasatlántico: Portugal, España, México, Brasil, la Argentina, Perú, Venezuela… la mediterraneidad, la latinidad. ¿No seremos una superpotencia vital y humana que, de tanto autodescalificarnos, no nos hemos tenido en cuenta hasta hoy?