La Nación, 09/07/1993
Entonces, la Argentina era más bien un océano de tierra salvaje. Ir de Buenos Aires, de Cuyo o del Litoral, hasta Tucumán exigía entre veinte días y un mes, siempre que no se topase con inconvenientes mayores.
Fue un verano fuerte aquel de 1816. La mayoría de esos quijotes de levita y galera partió en enero y febrero hacia la cita con la patriada.
Se cargaban las diligencias como naves de argonautas. Había que poner los galerones «a son de mar» para la incierta travesía. Petacas con dulces caseros, nueces confitadas y algunas botellas de vino. Shakespeare, la Biblia, Rousseau, Chateaubriand. Botines de charol para la futura ceremonia, camisas almidonadas que olían a alhucema y espliego.
Después, días y días de desierto. Monotonía de cardales y gritos de teros asustados. Más allá, los arenales calientes donde las galeras varaban y una legua podía costar toda una jornada. Resplandor de salitrales, se abrían grietas blancas en los labios de los cultos diputados que se citaban a Voltaire y Lamartine.
Fundarían la Confederación Argentina sobre los territorios de la nada. Una nada amenazada por la polvareda del malón, el sigilo del puma y esas jaurías de perros cimarrones que seguían a las diligencias como los legendarios lobos siberianos.
La travesía
Traqueteos, tumbos, silbidos y gritos de postillones. Los pobres abogados con sus levitas traspasadas de sudor. El cura que leía la enseñanza del Libro de Job, de un tumbo va a parar al Apocalipsis.
El viajero Mantegazza afirmaba que la posta era peor que el desierto, que al fin de cuentas es limpio y tiene la pureza de lo primigenio. Decía que «las chinches se inflaban con nuestra sangre hasta tomar el tamaño de avellanas». Un científico inglés anotó que los mosquitos «parecían pichones de langostas marinas» y que sólo era posible dormirse en los catres después de la abundante cena (la de ellos, por supuesto).
Los Fundadores iban acabando las provisiones de sus petacas. Trataban de salvarse de los pucheros misteriosos de la posta o de los asados de carne abombada, venteada en la fiambrera colgada bajo el sauce.
Se filtraba el agua de pozo con un pañuelo de hilo. Lo que más se temía era la colitis y el dolor de muelas.
Allí, sentados en las raíces del ombú, nuestros inconscientes héroes se intercambiarían melancolías de amor, proyectos constitucionales y relatos de pasmos, picaduras o indigestiones de posta. Y siempre la amenaza del desierto cuyos símbolos son el indio, el puma cebado y esas jaurías de hasta tres mil perros cimarrones persiguiendo los galerones.
Seguramente imaginarían un modesto «progreso» con casas con jardín, bibliotecas de nogal, caminos seguros y orden legal.
Les habría parecido delirio de poetas futuristas imaginar autopistas, aeropuertos, silos o suponer que sólo en un siglo aquellos desiertos llegarían a ser la sexta potencia financiera más importante del mundo, y que Buenos Aires sería una de las diez capitales de mayor intensidad vital y cultural del orbe. Se acusarían mutuamente de ser excesivamente soñadores.
Apostaban a ser y seguramente no sabían que su quijotesca voluntad de ser iría más allá de lo entonces imaginable.
Fueron alcanzando ese corazón verde que es Tucumán. Entrando por el camino de La Rioja encontraron las increíbles orquídeas salvajes y loradas multicolores. En las postas aparecía ya el quesillo fresco bañado de arrope. Por el lado de Santiago se dejaba atrás el desierto de La Banda.
Los alojaron en las casas principales. ¿Qué habrán sentido después del baño de agua de lluvia, el plato de arroz con leche, con canela y limón sutil, y al hundirse en aquellas camas con sábanas bordadas por las niñas y con mosquitero de tul?
Sesión solemne
Por las noches, en las largas cenas, retornaría el diálogo inteligente, las citas de Plutarco, los proyectos institucionales. Iban saliendo del desierto, lo superaban. Por fin, el 9 de Julio, fue la sesión solemne en el salón delantero de la casa de Zavalía. Allí lanzaron el desafío de su voluntad de ser a un mundo que los desconocía.
Los quijotes de levita tuvieron la ocurrencia no sólo de fundar una nación en esos desiertos lugares sino una gran nación, abierta generosamente a todos los hombres de buena voluntad del mundo. Y una nación libre e independiente y civilizada.
No tenían nada de sensatos: se les había ocurrido ser y ser para lo mejor. Ser de primera. Protagonizar.
Las actas de la Independencia fueron enviadas a todo galope hacia Buenos Aires y de allí, en sobres lacrados, desde las Provincias Unidas a todas las naciones.
Eran los días del Congreso de Viena, los grandes venían de repartirse el mundo. En las fiestas del castillo de Schoenbrunn, Metternich y Talleyrand se deben haber informado de aquella decisión como de una humorada llegada de un punto remoto del mundo donde lo más reconocible eran los míticos indios patagones que Darwin describiría. (¡Los dos grandes estadistas no imaginarían que a fin de ese siglo muchos de sus conciudadanos viajarían al nuevo país, la Argentina, como a una tierra de promisión!)
Como en Viena, pero con vino de Cuyo, el miércoles 10 de julio se hicieron los grandes festejos en casa de los Aráoz. Los oficiales con uniforme de gala. Belgrano, Paso, Laprida, Javier López, bailaron vals y minué toda la noche. Lucía Aráoz fue la reina de la fiesta y Gertrudis Zavalía, Agueda Tejerina, Teresa Muñecas, Juana Rosa Gramajo ‑tan cercana al corazón de San Martín‑ y Dolores Helguera, la amada de Belgrano.
Pueyrredón y San Martín se encontraron en secreto, apartándose del Tucumán en fiesta, y planificaron la estrategia naval‑militar más novedosa y osada de la época: el insólito cruce de los Andes y el desembarco sorpresivo en Perú.
Ellos y nosotros…
Ahora el desierto primigenio ya no existe. Llegamos a Tucumán dos horas de avión y en cada posta hay seguramente una estación de servicio.
El sueño de aquellos modestos gigantes se cumplió con creces. Después el desierto… El deserto había ganado nuestras mentes. Fue el peor de los desiertos: pasamos varias décadas de decadencia, de impotencia, como herederos de un sueño realizado con demasiada precocidad.
Teniéndolo todo ya no nos animábamos a nada. A diferencia de ellos, que desde el abismo de la nada se les ocurrió ser todo.
Pero la fibra no estaba muerta. La voluntad de resurgir reafloró en nuestra generación. En los últimos diez años estamos recuperándonos en lo moral, en lo político, en lo económico.
Estamos viviendo sólidamente instalados en la convivencia democrática y esto es mucho para quienes fuimos tan frívolos y descuidados.
Nos falta, quizás, aprender que la democracia no es vana disociación partidista sino convocatoria de todos para una firme voluntad de ser.
Hagamos como ellos: démonos el lujo de querer ser. Que detrás del senador, del diputado, del gobernador, del juez, renazca la pasión del soldado con causa, la del místico, la del poeta, la del creador.
¡Un salto hacia la rebeldía, hacia la grandeza! La crisis del mundo nos indica todo lo que falta. Todo debe repensarse y reconducirse. La sociedad tecnológica‑tecnolátrica está amenazada por la desertificación cultural.
Los argentinos, nuestra América latina, son ya plenamente protagonistas y mucho tienen que decir en un mundo de valores extenuados.