La Nación, 16/10/1995
Era el tiempo de Hay humo en tus ojos, de Cheek to cheek, de Siboney, Amapola, Según pasan los años.
Los escolares aprendíamos a ceder la pared a los mayores y a no tirar papeles en el Rosedal. La rambla de Mar del Plata, el club Pueyrredón, las insolencias de Victoria Ocampo que se permitía invitar a «rojos» como Bergamín o Frank. Era el tiempo de uno de los penúltimos renacimientos del tango en las letras de Manzi, Cadícamo y Discepolín.
Veíamos la guerra desde la oscuridad tibia del Astor o del Novedades de la calle Florida, en los noticieros de Móvietone, Pathé o No Do. Esos horrores impedían el viaje a Europa de los jóvenes egresados, despedidos con fanfarrias y tambores al pie del Andes o del Principessa Mafalda, aparte de demorar la llegada de las gabardinas inglesas que consumían los porteños. Entre el acuerdo Roca‑Runciman y la gestión del talentoso Pineda, habíamos logrado una carta de garantía para rnantener una calidad de vida incomparable. Buenos Aires era la fiesta. Algunos pesimistas afirmaban que era la última de un inundo que se suicidaba. Como apuntó Domingo Cavallo en su libro Volver a crecer estábamos muy por encima económicamente de países como Japón, España, Italia, Canadá, Rusia, Australia.
¿Qué pasó, entonces? La mencionada obra del doctor Cavallo no incluye el 17 de octubre…
Es difícil agregar explicaciones a la crónica de los historiadores. Los chinos dicen que el poder enceguece y que la felicidad idiotiza. Ambas cosas deben haber concurrido para que pudiese surgir espontáneamente un movimiento nacional mayoritario como el del 17 de octubre. La Reina del Plata se pasó, embriagada de poder, como una heroína de tango. Las luces de su centro le hicieron mal. El recurso al fraude en las elecciones de 1938 demostraba que la enfermedad existía. Nadie supo diagnosticarla creyendo que el único combate consistía en seguir postergando al partido radical. Nadie supo comprender que ya jugaba un nuevo factor nacional de disconformidad: toda una clase heteróclita que veía en el fin de la guerra mundial el nacimiento de una nueva época, un palacio de esperanzas al que ya no se le daría la gana de entrar en alpargatas. Nadie lo vio, menos uno.
El que vio ese proceso desde 1943 (y lo expresó en 1944 en un ahora famoso discurso en la Universidad de La Plata) era un coronel que entraba en el 17 de octubre en condiciones físicas lamentables.
Atribuía a una pleuresía su depresivo ánimo. Estas caídas y ese malestar suelen acosar a los héroes antes de la batalla decisiva. Basta releer Enrique V o recordar a Napoleón en el 18 Brumario. Es cuando el héroe se enfrenta con lo que ambicionaba. Cuando se le viene encima la delicia del triunfo. (Para la tradición ocultista, Dios nos castiga otorgándonos lo que ambicionamos). Lo cierto es que sobre la una de la mañana, cumpliéndose las órdenes del almirante Vernengo Lima se transportaba a Perón desde Martín García, donde estaba detenido desde el día 13, a Buenos Aires. El capitán Mazza lo invitó a acomodarse en la lancha. El aire era espeso y mojado. Eran días agobiantes. Perón se arrebujó en su capote. Se sentiría más cerca del perseguido Santos Vega que de un triunfador. Pese a su humor fue capaz de una humorada:
‑Dígame capitán, ¿me está llevando a fusilar o a mi departamento de Posadas?
Hay pruebas fehacientes de que Perón le solicitó a Farrell dos veces el retiro. Se daba por perdido. Soñaba con una chacrita en el Chubut de su infancia. Félix Luna publicó una carta a Evita, contrabandeada desde Martín García por el mismo capitán Mazza: «Mi tesoro adorado… Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que acelere mi retiro: en cuanto salga, nos casamos y nos iremos a vivir tranquilos. Esto terminará y la vida será nuestra… Besos y recuerdos para mi chinita querida. Perón».
Pueblada desorganizada
Había lanzado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión un programa de reformas sociales (participación de las ganancias, vacaciones pagas, indemnización por despido, jubilación, etc.) que corría como una bola de fuego por el pajar reseco del proletariado argentino. Estos salieron a la calle el 17 de octubre, más o menos desorganizadamente. Hubo más pueblada que cálculo táctico. Aunque levantaron los puentes sobre el Riachuelo, desde la madrugada pasaron en botes que hacían agua y hasta en tablones. Cipriano Reyes los comparó con la marabunta.
Sobre el mediodía eran sólo entre diez y quince mil pacíficos descamisados que habían osado exhibirse en el centro sin saco, como recomendaba el Partido Socialista a su breve proletariado urbano y adherente. Se lavaban en las fuentes. Fue el mayor daño. Los generales calcularon: traer los tanques de Campo de Mayo exigía no menos de seis horas. Todos se equivocaron: los conservadores, que creían en un ejército servicial y que Farrell podría ser sustituido por el general Justo; los radicales, con sus eternas indecisiones convenciendo a Amadeo Sabattini de que no debía aceptar un poder contaminado y que «había que entregar el poder a la Corte», y como siempre, esa izquierda que hablaba de lumpen proletariado (Ghioldi), o peor, de «hordas nazis» (Codovilla) y no veía la emergencia de masas que votarían a Perón por el 55 por ciento de los votos.
Sobre la media tarde, aquello se empieza a transformar en un alud. Félix Luna, después de analizar las cifras emocionales, estimó que se trató de unos 300.000 (la mayor concentración política hasta entonces) y de «otros centenares de miles en las provincias».
La duda de Perón
Mientras Perón se cambia de pijama, convocado a palacio por Farrea, y se viste en público como un torero o ya como un emperador, pregunta:
‑¿Es verdad che que hay mucha gente?
Los que a las siete de la mañana pensaban en eliminarlo y obligarlo a exiliarse, a las siete de la tarde le ruegan que asuma prácticamente el poder. Del mareo de la lancha policial, al mareo inefable del baño de masas que se produce a las 23.10, cuando aparece en el balcón de la Casa Rosada.
Los políticos porteños y los militares integraron una única tribuna de voyeurs para asistir al homérico acto erótico de la relación masa‑líder. Una explosión de democracia salvaje, elemental, que se situaba por encima o por debajo de toda republicanidad. Se engendraba un espíritu político que determinaría la vida política argentina, para bien y para mal, durante medio siglo. Una nostalgia de justicia o de solidaridad que incluso, tal vez, ya empiece a corroer el actual e inesperado peronismo de mercado.