La Nación, 13/11/2001
El monstruo aparecía periódicamente sin que nadie pudiese predecir sus singladuras o su posición en los ásperos mares del Sur. Para los balleneros era una curiosidad que se comentaría en los puertos de escala entre copas de tequila o ron. Era una ballena blanca enorme, agresiva, parecía cuidar sus espacios con desusada furia, al punto de embestir frontalmente contra las falúas de los arponeros. La llamaban Moby Dick. Nadie la tomó tan en serio como el lunático jefe del Pequod, el capitán Achab, que dejó de tenerla como una anécdota o curiosidad de la realidad para transformarla en el símbolo del mal absoluto. Los marinos sensatos, si bien les parecía un engendro detestable, también comprendían que Moby Dick formaba parte de la realidad del mar. El mar de Dios, del Creador, que, como todo, está hecho de bien y de mal, con la orca depredadora y el pez volador que cae como maná en la balsa del náufrago, con la ballena asesina Moby Dick y el delfín que orienta al navegante perdido. En aquel tiempo los balleneros proliferaron y depredaron las familias de ballenas hasta el punto de casi extinción actual.
Nadie osaba razonar o contradecir al capitán Achab porque en una de sus apariciones la ballena blanca, herida por su arpón, le había arrancado la pierna enredada con la cuerda y se la había llevado al abismo. Desde entonces Achab se obsesionó y se precipitó en una peligrosa teología del mal. Es difícil que un hombre orgulloso, que recibe una agresión tan espectacular, pueda reaccionar distinguiendo la venganza de la justicia. Esa tremenda amputación sufrida lo inclinó a personalizar un hecho que podría ser explicado en el azar de la guerra y por la supremacía: Moby Dick luchaba por el espacio de su mar cada vez más agredido por esos balleneros que se multiplicaban y que, de atraparla, la transformarían en sebo para velas, ámbar gris y carne para poblaciones miserables. Pero para Achab era un desafío de las fuerzas oscuras, que se le aparecía a cada paso que daba con la pata de palo que tuvo que adosarse.
Herman Melville publicó Moby Dick en 1851. Una novela con prolijas e insoportables descripciones de la industria ballenera, pero con una extraña carga de preocupaciones o perplejidadesmetafísicas.
Moby Dick, el mal absoluto
Para extirpar el mal del mundo, Achab se transforma en un cruzado que compromete la tranquilidad de sus colegas y de sus tripulantes, y que arriesga el barco pagado por sus armadores. Melville parece querer definir esas sutiles fronteras entre justicia y venganza, y desenmascarar el salvacionismo surgido de la hybris y de la intolerancia ante la realidad, capaz de no vacilar ante nuevos crímenes. Melville, como Poe, vio el peligroso y reiterado residuo de ingenuo fanatismo en esos Estados Unidos fundados por aquellos peligrosos pietistas del Mayflower, capaces de una admirable ética de grupo: no robaban una horquilla sin flagelarse, pero en un siglo exterminaron a los aborígenes de su América y los reemplazaron por esclavos negros, menos orgullosos y más trabajadores y resistentes.
En el obstinado Achab, Melville personifica el espíritu implacable de quienes se creen llamados a extirpar el mal absoluto sin calcular que terminarán agregando mal a mal, capaces de una dureza más digna de Jehová vengativo que del verdadero cristianismo (en el que Achab no duda de estar enrolado con entusiasmo de pionero salvacionista).
Los tripulantes del Pequod oyen el golpeteo de la pata de palo de su capitán sobre la cubierta. Va y viene en la alta noche con la mirada brillante, raptado por los demonios del bien, escrutando el horizonte brumoso a la espera de Moby Dick. Ya no le interesan otras ballenas ni la obligación comercial que debe a los armadores de su barco. Para Achab todo deja de tener sentido hasta que logre vencer al mal. Moby Dick lo vence a él antes del combate final: lo transforma de agente del bien y de la justicia en una fuerza implacablemente destructiva.
Por fin, en una madrugada de niebla, el Pequod avista un resplandor blanquecino entre las olas tormentosas de un mar color antracita. Los hombres intuyen que tendrán que ser protagonistas de un Armagedón (aunque ellos preferirían pensar en sus pagas, en sus familias, en la paz sin gloria de la tierra firme). Achab grita órdenes de ataque. Bajan las falúas y se aprestan los arponeros.
Arrastrado al abismo
El capitán siente que nada tiene sentido, ni su vida ni la de sus hombres. Sólo cuenta la oportunidad heroica de extirpar el mal. Achab vocifera entre el vendaval y los latigazos de mar fuerte. Es Moby Dick, que por momentos se alza entre chorros de espuma. Como condecoraciones exhibe varios arpones quebrados, entre ellos el que Achab reconoce como propio. Las falúas se aproximan al horrible hervor donde se revuelve Moby Dick en su furia. Achab busca el golpe final, el de la redención definitiva. Pero la ballena vence a las falúas, los arpones no dan en los centros vitales del monstruo. La ballena da vuelta a los botes con su lomo, y las tripulaciones se ahogan entre maderas esparcidas. Achab flota también entre los restos. Por último, con horror, ven a la ballena blanca embistiendo al Pequod y quebrándolo con un golpe de su enorme mole. No les queda esperanza de alcanzar salvación alguna. El golpe es tal que ven quebrarse, como torres abolidas por un demonio, el palo mayor y el proel, el orgullo del Pequod, los más altos del puerto.
Todos se ahogan entre gritos e imprecaciones. Sólo sobrevive Ismael, el joven grumete y narrador de la cruzada, que inesperadamente encuentra a su lado, flotando, un ataúd de la carga de bodega. Se acomoda en él como en una cuna hasta ser rescatado por otra nave. El testigo, el renacido.
En 1851, cuando Melville escribió esa extraña novela, tal vez vislumbró en esos Estados Unidos que ya se afirmaban hacia su esplendor y grandeza una sombra de fatalidad, que el novelista sintetizó en ese brillo de la mirada del Achab que se despide de la razón. Un alucinado que en lugar de evitar a Moby Dick como un dato ineludible de la Creación, sacrifica al Pequod, la paz y la vida de sus tripulantes, con las armas de ese aborrecible mal que quiere extirpar y que es el ámbito natural de esa Moby Dick que lo arrastra definitivamente al abismo.