La Nación, 15/07/1998
PARIS.- Los parisienses se derramaron en las calles y todas las ciudades de Francia festejaron en sus plazas la consagración del Mundial. Los televidentes pudieron ver pantallazos de lo que aquí fue una emoción inigualada en esta generación. La gente se largó espontáneamente de los arrabales industriales, de los barrios periféricos al centro histórico de la ciudad. Los viejos periodistas fueron unánimes: desde la fiesta de la Liberación, cuando De Gaulle entró por el Arco de Triunfo, no se vio cosa parecida. A las tres horas de la victoria, sólo en Champs Elysées se había reunido millón y medio de personas. Contra todos los pronósticos, Francia ingresaba en el estricto club de las siete naciones que alguna vez alcanzaron el título mundial. Mi vecino de piso, circunspecto abogado retirado, se sintió molesto de compartir el ascensor: yo lo sorprendía largándose a la fiesta callejera con la cara pintada con los colores de Francia.
Una fiesta nacida de lo profundo, como la primavera que renace del largo invierno. Bocinazos y cornetas, matracas y gritos. Miles y miles de banderas. Bandadas de palomas municipales interrumpidas en su sueño. Cánticos improvisados por gente demasiado culta, sin el sabor de los de países más primitivos. On a gagné! On a gagné! Caravanas de coches con alegría de infracción tolerada. Chicas estupendas sentadas en las ventanillas y agarradas del techo sosteniendo los gonfalones de la Francia napoleónica. Convergen familias magrebíes, inmigrantes de color, metecos diversos, que se mezclan con los elegantes de Passy y de la Nuette, por milagro de la democracia del fútbol. Se renuncia a la comodidad del televisor de casa por la emoción de ser masa, de adueñarse de esos cánticos entre escolares y bélicos.
El fútbol parece la única puerta que nos queda para reencontrar la sana barbarie perdida. Es el espacio para saciar esa nostalgia de fuerza colectiva, con su sueño de héroes y de glorias marciales, que la masificación tecnológica ya no nos permite. Renace el candombe y los simples pasos de la danza tribal. El coro de los guerreros con los rostros pintados con los colores esenciales. Colores de patria y de escarapelas de una infancia olvidada. En cada uno renace la bandera. Todos abanderados.El fútbol es como una burla emotiva y sonora de ese mundo globalizante y esterilizado. Es casi una protesta cultural que en cuarenta días unió a cuarenta mil millones de telespectadores. Ante este hecho, las Naciones Unidas son como una perpleja y tramposa gorda de Botero. Los mismos políticos de estos años de mediocridad y decadencia se acercan al fuego de las patrias futboleras, desde la impopularidad y el tedio. Los presidentes saludan y hasta dan dos o tres pasitos tímidos de la danza tribal. Si su equipo pierde, se escabullen del palco con celeridad, para no ser tocados por el ácido rencor de la derrota.
Guerra de masacre
Inapelables rigores del Mundial: treinta y un condenados y un solo elegido. Treinta y una banderas de emoción que tienen que inclinarse a lo largo de las rigurosas eliminaciones. En todos los casos valió la pena esa ebriedad de esperanza finalmente desilusionada. Algunos vuelven a sus tierras con la evidencia de la clara derrota; otros, con protestas de arbitraje o estratégicas. Todos siguen creyendo que podrían ser los mejores.
El fútbol es una escuela de esa «competitividad» tan en boga en estos tiempos de estupidez mercantilista. Los niños son los que más la sufren. Vieron a sus padres pintarrajeados, gritando como caciques en combate y luego, en el instante del gol decisivo, sobrevino el silencio, la exclusión, la implacable expulsión del reino, de la fiesta. Tras la derrota argentina ante Holanda vi esa tristeza en los chicos envueltos en camisetas y banderas azules y blancas, reunidos paternalmente en la embajada, transformada en parroquia del dios del fútbol. Caritas desoladas, llantos, sólo parecidos a la pena de los españoles cuando les tocó despedirse después de haber presentado el mejor equipo de su historia futbolística. ¿Cómo decirles a esos chicos que todo era ficción lúdica y que la Argentina y el juego de la vida seguían? ¿Cómo parafrasear a Clausewitz para que comprendieran que «todo seguía por otros medios»?
La otra fiesta
Termino esta nota a las tres de la madrugada. La calle sigue encendida. Desde las afueras de Nogent, de Ivry, de Massy Palaiseau, siguen llegando autos, dando bocinazos a bandera desplegada. En el mundo paralelo y ficcional del fútbol, Francia parece reencontrar a los muertos de la Comuna, del Marne, los héroes de 1918 y de la Liberación. Desde la Ciudad Universitaria llega una comparsa de unos mil estudiantes con los colores de Brasil, sambando y cantando su pena. Suben por Saint Germain y se hunden en la masa que hace ondear los colores de Francia. Y son centenares de franceses, en este Mundial que debe de haber sido el más deportivo y civilizado de la historia, que se agregan a las bandas y pegadizos tambores, plegándose al inigualable ritmo de Brasil.
Una gran fiesta. Pero con un amenazante trasfondo de baile en el borde de la nada. Uno se pregunta: si no existiera este momento salvaje y festivo del fútbol, ¿entonces qué? En la otra gran fiesta de París, en 1945, Francia renacía con De Gaulle hacia una gran etapa de vida. Toda Europa se reconstruía en un nuevo ciclo de cultura y creatividad. No es el caso ahora: parecería que terminamos el siglo cerca de la nada, sin valores que muevan las banderas como en esta noche de ebriedad de fútbol.