ABC, 29/10/1995
Nuestro Continente literario se disgrega. Después de un amago de unificación, volvemos a provincializamos. Nuestras literaturas se vuelven a tratar como extranjeras entre sí. El reciente premio Rómulo Gallegos otorgado a Javier Marías parecería la voluntad de echar un puente sobre el distanciamiento creciente. La literatura española contemporánea es como un producto exótico o de segunda en América Latina. Autores que en España tienen ventas enormes como Gala, Umbral, Terenci Moix, Sánchez Dragó o Almudena Grandes y otros, en América Latina son casi desconocidos. Juan Benet no es leído ni estimado como lo es por algunos sectores de la crítica española. Muñoz Molina y los Goytisolo corren la misma suerte. Torrente Ballester y Delibes fueron desconocidos hasta su traducción audiovisual. A Cela se le conoce más pero se le quiere poco. Se le recuerda por «La Colmena» y la «Familia de Pascual Duarte». En América Latina nunca se creyó que hubiese un verdadero renacimiento de la prosa española, que la pusiese a la altura de la revolución de los novelistas latinoamericanos. No es algo episódico. Ni algo intencionado, porque a los poetas de España de este siglo se les dio un extraordinario espacio de afecto, respeto y elogio sin retaceos. Guillén, Juan Ramón, Aleixandre, Hernández, Salinas; son poetas interiorizados para siempre, apropiados entrañablemente por los poetas, escritores, críticos y lectores de América Latina.
Pero no pasó lo mismo con la prosa. Algunos como Azorín, Valle Inclán y Unamuno fueron muy leídos, pero nunca con esa admiración entregada que supieron despertar los poetas. En realidad la cultura literaria de América Latina, desde las guerras de la independencia, se rebela contra España y se embebe de las literaturas de Francia, Inglaterra y Alemania. Entramos en el siglo XX mucho más cerca de la Europa transpirenaica que de España. La aparición de escritores como Borges o Lezama Lima, con una erudición tan universal, se relaciona con cierta antihispanidad literaria. La verdad es que la literatura de España entró a reculones en el siglo de las grandes transformaciones literarias. Para bien o para mal, España vivió a contramodemidad. La generación del 98 parecía un episodio provinciano. Baroja resulta hoy, como Miró o Azorín, figuras del siglo XIX frente a las transformaciones y propuestas de Proust, Henry James, Nabokov, Joyce o Kafka. En una charla que se publicó para celebrar los ochenta años de Borges, evocamos este tema. Para ilustrar ese alejamiento que se había producido entre nuestras literaturas (afrancesadas) y la española, Borges me contó una anécdota de Lugones. Lo había ido a visitar el joven novelista Manuel Gálvez y éste le enumeró los autores españoles que estaba leyendo. Lugones lo interrumpió fastidiado: «¿Para qué lee usted literatura española? Es como si leyese literatura búlgara o rumana. Lea la gran literatura y olvídese de esas piezas de museo de la literatura española, búlgara, etcétera». Esto ocurra hacia 1920…
Las opiniones de Borges sobre la prosa española de este siglo eran muy negativas. Tenía una teoría: la consideraba una literatura no de autores sino de «máscaras». De modo que hasta en el mejor de los casos, como en el del estilista Gómez de la Sema, el resultado sonaba a hueco. Me dijo Borges en aquella ocasión: «la literatura española, trataré de decirlo en forma cortés, empieza espléndidamente con los romances, que son realmente lindísimos. Luego surgen escritores admirables como Fray Luis de León, que para mí sigue siendo el mejor poeta castellano. Y San Juan de la Cruz… Y así llegamos al Quijote, que es un libro verdaderamente inagotable, sobre todo en la segunda parte. Pero después ocurre algo que ya se nota en dos hombres de genio como son Quevedo y Góngora: todo se toma rígido. Uno tiene la impresión de que no hay caras sino «máscaras». La culminación de este fenómeno se da en Baltasar Gracián, donde ya no se siente ninguna pasión ni sensibilidad. Es un mero juego de formas, como el cubismo o la literatura de Joyce. Luego tenemos el siglo XVIII, muy pobre, y el movimiento romántico, donde España sirve para inspirar a todo el mundo menos a los españoles. Solamente queda Bécquer, una réplica débil del primer Heine». Borges tenía en afta estima la poesía de Jorge Guillén, y esto es perfectamente explicable por la altura de su lírica. Gran «gourmet» de lo idiomático, exaltó como extraordinario escritor una figura no estrictamente literaria, a Saavedra Fajardo. Recuerdo que estábamos en su viejo departamento de la calle Maipú y me llevó hasta su cuarto, pequeño, monacal, con una cama de una plaza adosada a la pared (Borges dejó sin usar, como estaba, el cuarto principal desde que su madre murió) y con una biblioteca‑vitrina donde al tanteo tomó el brazo de Saavedra Fajardo, heredado de su padre, y me citó una frase memorable cuando Saavedra habla de los escoceses: «El Tribunal de sus iras y sus venganzas es la espada»
En el mismo sentido, consideraba a Gómez de la Sema como la mayor aparición estilística en la literatura española. «Gómez de la Sema fue un extraordinario literato y quedará en las letras. Buenos Aires le hizo mal. Pienso que podría haber sido un gran poeta, aparte del excelente prosista que es. «Las Greguerías» le anularon muchas posibilidades: si uno se acostumbra a pensar en forma tan atomizada termina atomizado. Al final se disgregó en greguerías…» Consideraba que la fama de Ramón de la Sema en Buenos Aires y la obligación de escribir las greguerías para «La Razón», lo habían distraído de propósitos serios.
Recuerdo que a raíz de Gámez de la Sema le hablé de una curiosa personalidad de la literatura argentina, Macedonio Fernández, que los críticos argentinos exaltan y hasta elevan a la categoría de maestro de Borges. Borges me dijo que tenía afecto y buen recuerdo por el talento humorístico y las ocurrencias de Macedonio, pero que éste era un talento limitado y puramente oral. Dijo: «Macedonio no quedará en la literatura. A Macedonio sólo lo pueden apreciar quienes le oyeron contar las cosas…». Lo consideraba una personalidad excepcional. Pero un escritor que no había alcanzado a dominar la expresión, ni en la poesía ni en la prosa. Que intentó enunciar vagas teorías sobre la novela sin saber escribir ninguna obra que pueda ser considerada como tal.
Las opiniones de Borges sobre la generación del 98 eran bastante desconcertantes. Lo que más me sorprendió fue cuando dijo que «Valle‑Inclán era un gran guarango. Una vulgaridad». Le pregunté si realmente era posible que no le encontrase valor literario y me dijo que no, que no lo tenía. «Me parece de mal gusto y pienso que como persona debió de ser bastante desagradable.»
Indagando un poco comprendí que no tenía un conocimiento profundo de la obra de Valle y que la violencia y la fuerza del gran gallego excedían las posibilidades de tolerancia de Borges. No pude menos que decirle que Valle‑Inclán había sido, era, el mayor creador de lenguaje de la España de este siglo. Me pareció que Borges tomó nota de mi defensa como algo más bien arbitrario.
Tal vez tentado por el otro cuerno, le acerqué la prosa de Azorín, indirecta, sugerente, precisa, refinada y sin desborde alguno que pueda aproximarlo al volcán Valle‑Inclán. También lo desechó casi, sin más trámite: «No me gusta». Evaristo Carriego decía que Azorín escribía estilo “pan rallado”. ¿Quería decir esto porque escribía sin unidad? ¿Y Baroja? ‑le pregunté‑. «Lo recuerdo con afecto. Se le quiere más a él que a su obra, y eso no es bueno para un escritor. Es al revés de lo que pasa con Shakespeare. Todos recordamos «Hamlet» y casi no nos interesa el hombre que lo escribió».
¿Y Galdós?, me dijo: «Nunca me interesó, aunque leí «Misericordia» con placer. En general no me interesa esa novela que se inicia en Flaubert y según la cual cuando uno entra en una habitación tiene que describir todos los muebles que ve.» Cuando le nombré a Calderón me dijo: «Calderón era un payador, o si se quiere, una superstición de los alemanes.»
Algunas ventajas reconocía: por ejemplo, la grandeza de Garcilaso, pero descontándole la formación italiana y la influencia de Petrarca. «Pero Garcilaso es más fuerte y más grande.»
Le dije que calificar, como lo hiciera, a García Lorca de «gitano profesional» era injusto. (Borges, para ubicar un buen chiste, una «boutade», podía ir mucho más lejos de lo propuesto. Seguramente para él Lorca era un publicitado poeta que había visitado Buenos Aires y con quien no había congeniado). Me dijo: «Nunca me interesó García Lorca, pero no me gustaría que alguien crea que tengo algo contra los andaluces. Yo hubiera querido ser andaluz. Nunca hubiera querido ser catalán…». ¿Tampoco le interesó el teatro de Lorca? «Tampoco. Vi «Yerma» y no me gustó; peor: me pareció mala.»
Después, como recapitulando: «Mire, yo creo que le dimos más a España que España a Hispanoamérica, a partir de Darío…». Le retruqué que había que andar con cuidado con ese tipo de afirmaciones porque los creadores de la gran prosa hispanoamericana (entre los que él se contaba) han creado su lenguaje a partir de extraordinaria poesía española. Borges lo negó: «No creo, más bien pienso que tenemos influencias de los franceses».
Nuestro diálogo, como puede apreciarse, mostraba a un Borges arbitrario, impaciente, a veces mal informado. Pero lo importante es que se trataba de pensamientos manifestados con toda libertad en la intimidad. Como Carlos Barral, tan abierto al mundo exterior, Borges sentía lo que aquel calificaba de «carpetovetónico» en la literatura de España, incluyendo a Valle Inclán y a Cela, los dos grandes creadores de lenguaje. Y así como Darío fue un heraldo libertador en la asfixiada poesía peninsular del fin de siglo, la misma función la cumplen hoy los novelistas de Latinoamérica en el campo de la prosa.
Lejos de todo antihispanismo, esa revolución literaria que tiene trascendencia mundial, es una recuperación de ese perdido espíritu de fantasía del Quijote. Toda la novelística latinoamericana es esencialmente un retomo al espíritu de Cervantes. Además, la gran revolución de la prosa, desde la precisión clásica de Borges hasta el enciclopedismo barroco y desbordado de Lezama Lima, se realiza integrando los aportes de la poética española. Lejos de tratarse de una quebradura o de una oposición, se trató más bien de un retorno, para cerrar un círculo de reencuentro con el Siglo de Oro.
Resulta inexplicable el antes señalado retomo al provincialismo y a la ignorancia mutua. Los editores, críticos, escritores y lectores tienen una común responsabilidad en evitar esta disminución. España corre el riesgo de verse encerrada en el espejismo de los grandes premios, la autopromoción pesetera, la vanidad de mal gusto de esos grandes popes de a dos o tres libros por año, o de esa gomonada alegre que se lanzó a lo «light» y lo efímero. La prosa española debería también ponerse a la caza de su Quijote perdido.