Cádiz Iberoamérica, Oct.1984
Desde su remoto origen Cádiz está vinculada al mar. Fue tierra de desembarco y de partida. El mar que entra en su ancha bahía le trajo los barquitos de los valientes fenicios. Desde entonces los hombres que habitaron el primitivo Gades no olvidaron su llamada. A la vuelta de los siglos ese mandato («Vivir no es necesario. Navegar es necesario») renació con toda la fuerza de un destino reencontrado. El viaje a América sería como sublimación de una vocación oceánica que hizo de Cádiz el puerto natural, el trampolín necesario, de la epopeya.
Durante los siglos de dominación musulmana su vida marinera estuvo orientada hacia el Mediterráneo. Cádiz era la escala final de una dominación imperial que no pretendía saltar hacia el misterio del Gran Océano. El Mare Nostrum de los árabes coincidía con el de los romanos. Se iba a necesitar la locura apasionada de Isabel la Católica y de Cristóbal Colón para la aventura del Mare Tenebrarum. En los siglos medievales la tierra del hombre terminaba en el Finisterre y en las míticas columnas de Hércules (el estrechamiento de Gibraltar frente a África). Pero no obstante esto, desde Cádiz se iba avanzando, explorando ese gigantesco Atlántico que entonces se presumía infinito. Se recorrió la costa de África con la prudencia de quien está pisando el umbral del fin del mundo. Había respeto y ponderado miedo por esa mar océana que se había devorado la Atlántida platoniana y donde flotaba a la deriva la mítica isla de San Brandán, en realidad el lomo de una monstruosa ballena. Era el mar que se había tragado el continente Croniano y la imaginaria Merópida.
Desde el tiempo de los primeros fenicios Gades reunió las condiciones para ser el puente de salto hacia el misterio oceánico, que entonces era como el misterio de la divinidad, de la existencia. (Navegar era un ejercicio paralelo y similar a la teología. Esta palabra, teología, era como una metáfora de navegar y viceversa. Era desafiar el misterio Dios‑mar‑Dios). Desde su bahía aparejaron grandes marinos como Hannon y Himilcon, que según Estrabón omitieron una versión exacta de sus navegaciones y descubrimientos para desanimar eventuales imitadores.
Con sus trirremes y un hábil manejo de vientos y mareas, llegaron hasta las Canarias y, se afirma, pudieron haber alcanzado el Mar de los Sargazos quinientos años antes de Cristo. (Teofrasto y Aristóteles hablan de las espesas algas que flotaban en el océano al oeste de Hesperia).
Plutarco
El antiguo ‑y precastellano‑ tráfico de Cádiz con el mar puede probarse con mucha documentación que no viene al caso citar. Baste recordar a Plutarco en su Vida de Sertorius quien cuenta que llegado su héroe a Cádiz se entera por las gentes de su puerto (entonces no se trataba más que de un puerto que iba ganando algunas casas y defensas hacia tierra, como algo secundario) que «del otro lado del Gran Mar había territorios a los que ellos sabían llegar».
Los hombres vivían con el mar sin límite conocido una relación de odio‑amor, de miedo‑deseo, tan intensa como la que vivían con los dioses que imaginaban desde su poquedad y angustia. Cádiz, desde su lejano inicio, fue una de las ciudades vocadas para vivir hasta la última consecuencia esta pasión, este perpetuo desafío lanzado por lo ignoto. El misterio del mar fue uno de los grandes leit‑motiv que movieron a los hombres. (Puede ser un símil de hoy, para los protagonistas de la actual sociedad industrial‑tecnológica, la curiosidad y el desafío que propone el espacio ultraterrestre).
Mitos como el de San Brandán, tan popular a lo largo de toda la Edad Media, son el símbolo de la relación antigua y polivalente del hombre con el mar. La aventura podía llevar a palacios de oro como los que hallara San Brandán, pero como premio de haber desafiado los abismos y aquellos pintorescos monstruos que los dibujantes rescataron del relato de calenturientos navegantes. (Lo más terrible habrá sido el Maelstrom: aquel torbellino que arrastraba las naves hacia el fondo del abismo del horror y destrucción, tal vez proyección o símbolo del caos de la misma condición humana y que Poe recuperó para incluir en su crónica de terrores. La leyenda de la Man Satanasio sintetizaba el sentimiento de que junto a las islas paradisíacas el océano encerraba también el infierno. En este caso evidenciado por la gigantesca mano de Satanás que aparecía del torbellino de las aguas para robarse los barcos hacia la profundidad del Hades. En suma, la simétrica convivencia de delicia y dolor, del bien y del mal. Esa alternancia implícita en la desdichada cosmovisión judeocristiana de Occidente).
América
América que fue Ofir y Cathay y las Tierras del Gran Khan y las Indias de la especería, fue después de Colón la respuesta definitiva a tantos siglos de imaginación y desafío. Desde entonces el infinito perdió su esencia, tuvo otra costa y Linneo terminó poniéndole nombre y apellido a los monstruos marinos mucho menos crueles que lo imaginado. El misterio tuvo que correrse a otros espacios y las leyendas murieron en las bibliotecas. Al imperio se había agregado un continente nuevo.
Sin embargo la aproximación intelectual de los europeos hacia América quedaría determinada por esas coordenadas que se habían forjado a lo largo de tantos siglos. No se abordaría América, desde la nueva realidad, sino desde la antigua oposición maniquea de paraíso‑infierno. América desorientó los cálculos y las ilusiones. Mucho deben saber las piedras de los viejos muelles de Cádiz de las disquisiciones de hombres que partían hacia el paraíso de América y retornaban exhaustos y enfermos de un infierno de selvas y desiertos; de esos hombres que escapaban del infierno feudal e inquisitorial y llegaban a aquellas playas doradas, con palmeras y mujeres desnudas como Europa no viera durante doce siglos, desde la conversión de Constantino al cristianismo. Para algunos América fue el primer día del mundo, para otros el desierto donde cae la última ilusión. Tal vez en este juego mental, esencialmente inmaduro, debe buscarse el sentimiento de ambigüedad y polivalencia que América sigue teniendo para el mundo europeo.
Los que partían y los que volvían se encontraron en las calles, tabernas y casas de Cádiz y transformaron la ciudad en un puente de intercambio, de síntesis, entre lo español y lo americano. Por ser puerta mayor hacia el gran mar, desde Cádiz se exportó toda una cultura, una violencia imperial y una teología de estado. Subrepticiamente iba recibiendo, en devolución, una contracultura que contradecía sustancialmente el eficientismo que alza todo imperio, en este caso el eficientismo racionalista de la Europa moderna. Esta relación callada y continua iba y venía en la flota de galeones. Andalucía recibía ‑después de la influencia de la secular civilización árabe‑ una intoxicación americana que marcará por varios siglos su idiosincrasia. (Frente a la España que pretende la eficiencia y el pragmatismo de modelos extranjeros, Andalucía resiste con la insistencia en sus propios valores. En esto sigue viva su solidaridad, su comunicación con el mundo latinoamericano).
Tráfico humano
En América surgía una nueva etnia. Del genocidio causado por los españoles en las civilizaciones aborígenes se pasó a la repoblación producto del erotismo liberado y múltiple de los conquistadores. Los íberos despreciaron las almas y el espíritu de los americanos pero no sus cuerpos. Crearon un imperio pero al mismo tiempo lo poblaron con una vasta gens mestiza. A diferencia de ingleses, holandeses y franceses, que despreciaron cuerpos y almas.
De este modo el tráfico entre Andalucía y América, que al principio fue de cosas y de técnicas, terminó siendo humano. Empezaron a llegar naves con indianos, mestizos, criollos. A veces desembarcaban con sus mujeres indias transformadas en «señoras». Todos ellos traían la versión íntima y profunda de la realidad de América. La versión administrativa y meramente imperial quedó para la capital y para las abstracciones de los colonialistas europeos. En Andalucía, en cambio, se empezó a conocer la trama cotidiana de aquella vida con sus dificultades y esperanzas. La «pequeña historia» que al fin de cuentas termina siendo la última, la verdadera.
Con la vuelta de las décadas los habitantes de América, ya de origen español o mestizo, fueron encontrando en Andalucía, especialmente en Cádiz y Sevilla, ese espacio trasatlántico, donde su realidad étnica y cultural era comprendida sin los malentendidos y exclusiones que prevalecían en la Europa capitalina e «ilustrada».
La generación de prohombres de la Independencia frecuentará las calles, los cafés, las familias gaditanas como un espacio acogedor, incluso para aquellos grandes conspiradores que tramaban la aventura de liberarse del imperio. San Martín y Bolívar, es sabido, se cruzaron en las esquinas de la ciudad sin llegar a conocerse, sin saber que conspiraban por la misma causa. La palabra Cádiz está ligada al recuerdo de O’Higgins, de Miranda, de Alvear, Rivadavia y tantos otros que desde allí partieron hacia la aventura liberadora, o que allí llegaban, vencidos y en cadenas como el gran Miranda.
Lo cierto es que Cádiz dejó de ser una base de la conquista imperial y colonial. Se fue comprometiendo con América visceralmente. Ocurría que ya Cádiz v Andalucía tenían mucho de América en sus venas y en su sentir, como la América conquistada empezaba a llevar su propia España.
Esta relación de existencia y estilo, honda y raigal, explica uno de los fenómenos políticos más curiosos de la historia europea del siglo XIX: las Cortes de Cádiz, convocadas y reunidas a partir de 1810. Fue aquel el primer congreso del mundo que unirá a representantes de ambos continentes reconociéndose a los americanos plenos derechos. De todas las regiones de América llegaron diputados. Este episodio institucional correspondía a la realidad de una integración hispanoamericana que el reaccionarismo colonial no podía tolerar (los países europeos declararán la guerra a la independencia americana cinco años después de convocadas las Cortes de Cádiz en el Congreso de Viena (esa especie de Yalta del siglo XIX donde los pueblos de América y la misma España ‑que se creyó ingenuamente restaurada quedaron en realidad postergados en un damero donde se trampeaban tramoyistas geniales como lo eran Metternich y Talleyrand).
Hablar de Cádiz obliga a homenajear aquella memorable reunión de Cortes que había nacido del reconocimiento claro y valiente de que españoles y americanos tenían en común mucho más que el idioma y que, por lo tanto, todo futuro serio debía programarse y pensarse teniendo en cuenta, orgánicamente, las dos costas del océano, ese Mare Nostrum que sigue siendo un desafío y una invitación como en los días del Descubrimiento.