Diario 16, 13/05/1995
Lo de Chiapas es sólo comparable con la rebelión de Jomeini en Irán: hacer trastabillar los poderes de la Tierra con casi nada. Casi nada: fe y verdad. Aunque estos sean valores de segunda en la sociedad de mercado.
Debió haber sido desesperante que los mayas‑lacandones ‑tan esqueléticos, desabrigados y olvidados‑ saliesen (le la selva e irrumpiesen en pleno NAFTA, el mismo día en que el acuerdo transcultural entraba en vigor, el 1 de enero de 1994. Parecía una humorada premodernista.
Se ordenó la represión de ese grupúsculo insolente, armado con fusiles viejos o de madera, para hacer número. Pero desde los primeros muertos nomás, se sintió que México se estaba matando a sí mismo. Se enviaba los bombarderos sobre su cabeza, su corazón, sus dioses escondidos.
Sabemos las consecuencias: el destartalado PRI ganó las elecciones (esta vez por miedo, no por fraude) y en diciembre soportó la crisis financiera que conmovió a todas las economías.
El presidente Clinton tomó medidas sólidas dignas de un gabinete de guerra. (Todo por esos fantasmas, los lacandones, los mayas.) Pero se siente que hay algo de solidez terminal.
Solidez terminal porque ya se pone en claro la aporía, la imposibilidad, de esa aldea global donde los lacandones ocuparían el puesto de lava copas o mucamas del Sheraton de Cancún. Ellos saben que este desarrollismo no corresponde a su cultura (ni tampoco a la de los arrogantes mestizos del Distrito Federal). Por eso informan que no quieren destruir el capitalismo. Sólo quieren ‑tal vez desde hace cinco siglos‑ que el capitalismo no los destruya. Que los dejen en su selva. Vivimos una insanable contradicción de la cultura (de las culturas), con un modelo desarrollista ajeno a la realidad humana. Las rebeliones de hoy, más que políticas, son culturales. Sólo sus autores creen que es viable el «modelo universal audiovisual». Pero en el centro mismo del poder aparecen otros «lacandones»: drogadictos, jóvenes desocupados, aburridos, desdiosados, desfamiliarizados. Todo un Cuarto Mundo de gente herida por la agresión subcultural, por la falta de dimensión poético‑religiosa de estas grandes sociedades de las cosas.
Inesperadamente, irrumpieron los dioses sepultados. En medio de las redacciones computarizadas emergen los dioses del teocidio maya. (Porque en todo lo de esta crisis de México hay una historia de dioses muertos, una nostalgia de dioses abolidos.) Los mayas que se rebelaron en Chiapas son hombres de la selva, capaces de conocer el vuelo de los pájaros en cada estación, de adivinar la lluvia en la costumbre de las arañas, de imitar el silbido de los papagayos. Son hombres del estar cósmico, agredidos poda prepotencia de la cultura «occidental» del hacer, la subcultura hoy mundializada, que pretende sustituir a Kukulkan por el ratón Mickey, y la cena ritual, por el «fast food» y la «Pizza Hut». Los mayas, los hombres del estar cósmico (como escribiría Kusch), se refugiaron del progreso, de la vacuna, de la instrucción pública, de la democracia blanca y de la máquina de vapor en el interior de la selva. Los hegelianos hombres del hacer y del progreso no habían pasado esa barrera.
Durante los siglos coloniales, los mayas conservaron viva su relación cósmica y el recuerdo de sus dioses en las selvas. Se mantuvieron como hombres primigenios, del «ser», negándose o sintiéndose incapaces para el hacer y tener de los civilizados. La selva cerrada y tropical, con las arañas velludas más grandes del mundo y sus letales escorpiones, demoraron el conflicto de propiedad y el entusiasmo de los modernistas por apoderarse de ese reducto final.
Hoy, el problema indígena es un tema cultural (como tantos otros problemas que se insiste en analizar exclusivamente a la luz de la escasa bidimensionalidad de lo político‑económico). Esos mayas se rebelan para que «no les llegue el mundo», este mundo de las cosas. Paradójicamente, su resistencia es la resistencia o reserva íntima de todos nosotros ante el actual desarrollismo sin progreso y esta democracia sin hombres (con mayúsculas de hombredad, como escribía Unamuno). No es una discusión económica armada ni una mera expresión de voluntad de poder. Informaron no querer tomar el poder ni hacer una «revolución». Sólo quieren su espacio, sus jefes, sus dioses, su vida. Es lo que se afirmó: nostalgia de dioses, voluntad de respeto de la naturaleza madre y de la hermandad con el medio natural.
Como en todo levantamiento de este género, habrá conjurados y aprovechadores ideológicos, pero el núcleo maya, la resistencia secular y cultural, la «desesperada» incapacidad de esos pueblos bucólicos para aceptar lo que les proponen como civilización y desarrollo, es lo que toca al fondo del corazón de quien haya recorrido esos lugares y observado esa gente. Es un tema callado, recóndito y hondísimamente americano. La rebelión de Chiapas, cualquiera que sean las deformaciones que tome en su desarrollo o en su interpretación, tiene una dimensión espiritual de significación universal. Todos los que estamos instalados en este fin de ciclo de un Occidente malversado por la maquinaria incontrolable de producción‑provecho, sentimos que lo de Chiapas responde a una razón profunda. Sentimos que esos indios están representando la protesta mundial de nuestros propios hijos cuando se enteran, por ejemplo, de que esa magnífica selva proto‑amazónica de Chiapas está perdiendo cien especies vegetales y animales por día. Más allá de todo desvío ideológico y de nuestro corto realismo eficientista, sentirnos un íntimo respeto por quienes parecen ser los anteúltimos que mantienen y pretenden continuar una pura y primigenia relación con el aire, con los animales de la creación, con la respiración de la tierra y con la luz de cada día.
Subestimar o ningunear las razones profundas de los mayas (más allá de todo «zapatismo»), es tan ingenuo como querer esconder el rinoceronte en el armario. Sabemos que urge cesar nuestro saqueo del planeta, que debemos respetar o reconstruir el medio ambiente, que nos estamos quedando «sin mundo» en sólo cinco décadas y que somos la primera generación de humanos que tiene que optar entre su propio fin o su sobrevivencia.
Hoy la llamada «política», hija dilecta de la modernidad, es un mero pragmatismo al servicio de la acción de Estado. No hay proyección filosófica ni metafísica. No hay respuestas para los grandes problemas, estamos sumergidos en el chisme economicista. Por eso cunde la desorientación, la impotencia y el triste recurso de ordenar un bombardeo aéreo ejemplificador. Pero lo grave es que todos pueden intuir en América la esencia de lo que pasa: la causa de los mayas en el fondo es la de Salinas de Gortari, de Zedillo, de sus militares y de todos los «lacandones» de África, América Latina Y de ese mencionado Cuarto Mundo instalado ya en pleno corazón de Nueva York o de Frankfurt.
Son esos pobres mayas quienes defienden hoy los principios de la Conferencia de Río de Janeiro sobre Medio Ambiente. Son ellos, los puros, los que todavía necesitan el rostro primigenio y veraz del mundo para vivir, los que nos demuestran un camino en medio del actual eclipse total de los valores «de nosotros», los patrones de la «civilización»;
Ellos saben que los hombres de este «Sol Negro» perecerán por la rebelión de las cosas. Así lo anota el libro sagrado de los mayas quichés, el «Pop Wuj» («Popol Vuh»), que es el único libro sagrado que se conozca con ésta profecía que no se entendería fuera de este siglo XX: los objetos, las cosas se alzan por el aire y caen aplastando a los humanos transformados en hombres de paja. Estos mayas‑lacandones son de la estirpe de aquellos que al aproximárseles alguna partida de curas y encomenderos españoles, les gritaban con desesperación: «¡Váyanse, que mi corazón es puro!» «¡No nos arruinéis!» (Lo cuenta fray Pedro de la Concepción.)
Estamos ante el Gran Viraje del fin de milenio y aún no tenemos el lenguaje político para un cambio pacífico, sensato, democrático. En esto se centra el desasosiego de nuestro tiempo.
La oposición entre cultura y economía llega a su punto de implosión. Se impone reconducir un desviado aparato productivo‑explotador, que a través de un‑perverso juego financiero, y por medio de automáticas sociedades multi y transnacionales, están fagocitando la voluntad de los Gobiernos y el poder de los Estados nacionales. Nadie quiere el futuro que diseñan. Pero nadie atina a escapar de la automática seducción de este transpoder o metapoder, de esta sinarquía.
Nos arrolla el desarrollo, pero, al no saber crear o retornar a una vida más natural; ingenuamente nos desesperamos si el desarrollo (industrial‑tecnológico) no nos arrolla.
La historia del último decenio de España gira en torno a esta contradicción.
El acuerdo transcultural del NAFTA, que de algún modo quebraba la posibilidad de una integración latinoamericana (y hasta iberoamericana) basada en identidades de origen religioso, racial y cultural, entró en veloz e insospechada crisis. México es hoy el punto de referencia de estas rupturas culturales que se están repitiendo en otras partes del mundo. Se trata, en el caso de este país, de una doble ruptura: en el panorama nacional‑oposición modernismo‑del‑hacer‑indigenismo‑ del estar, o contemplativo‑; y en el horizonte internacional, al haber optado por la integración «hacia el Norte», intentando un proyecto transculturizador en este tiempo en que ya es visible que la realidad cultural es más determinante que el voluntarismo economicista.
México se propuso el típico desarrollo consumista, masificador, financiero, como aspirando a una Suiza o una Holanda platónicas: un arquetipo imaginario impulsado por los economistas economicistas de Harvard que hoy entran en estrepitoso declive. (Seguramente no leyeron al tucumano Alberdi, que hace más de un siglo enseño que un desarrollo contrario a la cultura e idiosincrasia nacional, resultaría catastrófico.)
El fracaso de México debería ser tomado como un signo de salud y hasta de alivio: nos salva del desarrollo sin progreso humano imaginado desde la barbarie nórdica (como escribe Luis Racionéro). Hoy, en esta España del intelectual fight y del peseterismo editorialista, tanto como en nuestra América Latina a la deriva, entregada al «sueño suizo» con el mismo entusiasmo con que los personajes de García Márquez vivieron alucinadamente el «ciclo del banano»; los intelectuales, los creadores y sobre todo los poetas y pensadores, deben saber que están en una última barricada de esta implosión mundial de valores: Es a ellos, y no a los pobres políticos municipales que luchan por la banal, sortija del poder, a quienes corresponde asumir la dimensión de dar sentido, de crear sentido.
El futuro que imaginó el poder del siglo XX quedó envejecido, es ya pasado.
Hoy todos tenemos ese futuro que quedó atrás, hundido con las ruinas de un modernismo malversado por la economía del mero provecho ganancial.
Los hombres de la cultura, los escritores, los artistas y filósofos, tenemos que movilizarnos, porque no llegó un tiempo de desastre sino de fundación.