La Nación, 19/01/2005
Shanghai brilla en la mañana de lluvia otoñal. Miro hacia el río Amarillo desde mi habitación en el hotel Cathay (hoy Peace), centro de todas las conspiraciones revolucionarias y del espionaje de los años veinte. Junto con la imponente Bolsa de Comercio, presidía el Bund, el barrio de las concesiones extranjeras y sede de las grandes empresas occidentales que saquearon China antes del triunfo comunista.
Los sombríos corredores del Cathay, apenas iluminados por apliques art-decó que hace setenta años habrían parecido alegres y luminosos, al atardecer son invadidos por los fantasmas de Malreaux, los héroes de la inolvidable La Condición Humana. El relato del fatídico 1927 cuando fracasa el alzamiento comunista y Chiang Kai Shek entra a sangre y fuego en la ciudad. Por esos corredores interminables, y por suerte en manos del Estado, sin señales de privatización, todavía, intuyo a Kyo, a Cheng, al barón Clappique, a Borodin y a los astutos agentes soviéticos, a Gisors preparándose sus pipas de opio para las ensoñaciones del atardecer, a la espléndida May, la agente alemana enrolada en la revolución comunista. En ese 1927, los grandes empresarios y las potencias ocupantes de Shanghai (capitaneados por Ferral, en la novela de Malreaux) logran convencer a Ching Kai Shek de la necesidad de salvar definitivamente a China del comunismo que se disponía a alzarse en Shanghai. El 11 de abril llega la famosa orden de Chiang: «Fusilen. Chiang». Se dice que ejecutaron a cinco mil militantes en la primera noche. Se encendieron todas las calderas de las locomotoras, de los talleres ferroviarios, y se arrojó vivos a los jefes, entre ellos algunos personajes de La Condición Humana.
Chiang ganó aquel trágico round. Pero era una primer batalla, no la guerra. Mao y el comunismo en derrota se retiraron hacia la China profunda y desértica, en la estrategia de la Larga Marcha.
El hotel Cathay tuvo entonces su apogeo; su dueño, el gángster Sasoon, lo transformó en centro de todas las corrupciones. Se hicieron famosas sus fiestas en la torre del hotel. Con señores de la guerra, traficantes internacionales, mujeres espléndidas y grandes inversores. Los ingleses, siempre distinguidos, tenían burdel propio, el Shanghai Club. Para las señoras y sus niños habían diseñado un melancólico jardín, como calcado de la elegía de Gray; en su entrada, ordenaba el famoso cartel que aún se ve en el museo: «Prohibido el ingreso de perros y chinos».
La persistente Old Jazz Band amenazaba con sus fox-trots y rumbas las movidas noches de erotismo y negocios. Sus nietos y bisnietos se ve que retornaron después del maoísmo y estrenaron «Siboney» y «Hay humo en tus ojos». Sasoon, como un dios pervertido, administraba todas las vertientes de la corrupción: la popularización de los fumaderos de opio al paso, las exportaciones de té y de seda, la prostitución masiva a dos dólares la virgen, el tráfico de armas para los señores de la guerra.
La corrupción de Shanghai fue una fiesta exclusiva, excluyente y maligna que duraría veinte años. Sería la Shanghai de Rita Hayworth, mientras Mao templaba su espada en los desiertos. Vencidos los invasores japoneses en la guerra mundial, sus huestes bajaron hacia la China de Chiang con su mandato de sangre y fuego. Los señores de la guerra, vencidos ya por su propia corrupción, se exiliaban en California o en París. Finalmente, Chiang Kai Shek fue expulsado hacia su último reducto, Taiwan.
Mao entró en Pekín y, en 1949, proclamó la República Popular China y la «liberación» de Shanghai. En la torre del Cathay, cincuenta altos funcionarios y oficiales de Chiang, aterrorizados y con sus familias y alimentos, se atrincheraron creyendo que podrían sobornar a esos vencedores, bárbaros, que venían de la miseria interior, de la miseria normal de la China de siempre.
China fue cauterizada de todos sus vicios y quemadas fueron las llagas de su corrupción. Los fusilamientos se hacían al aire libre, como cortes de pelo. El lenocinio se transformó en severo convento. El marxismo y la dictadura del proletariado fueron los instrumentos para sanear el pantano. Mao inventó movilizaciones, purgas y sucesivas revoluciones en la revolución. Uno tras otro fracasaron sus violentos idealismos: el Gran Salto, las Mil Flores y la misma Revolución Cultural. Se hicieron feroces campañas contra los perros, las moscas, los drogadictos, los comerciantes. Se cambió el curso de los ríos llevando el fango a lomo de hombre (los hombres no merecen vivir si no aceptan ser instrumentos de la purificación, del renacimiento).
Pero esos hombres anónimos, sin rostro, no podían conformarse con las simplezas del materialismo dialéctico. Tenían mucha historia, mucha existencia, mucha muerte y nunca traicionaron sus dioses ancestrales. Cuando Deng Xiao Ping propuso aquello de «Un país, dos sistemas», el realismo vitalista de los chinos inventó la actual revolución productiva y consumista.
Se afirma la llovizna que moja la estatua de Mao. Una gaviota parece querer posarse, pero sigue vuelo. Mao está en esta costa, al pie del Cathay y del viejo Bund. Ya no hay concesiones extranjeras y China es una potencia que busca el primer puesto del poder mundial. Pero el poder financiero occidental parece haber retornado sigilosamente. Más allá de la estatua llovida de Mao con su lunar de bronce, en la otra orilla del río Amarillo crece algo tan espectacular como Manhattan.
Hyatt, Nec, Mitshubishi, HSBC, Banco de Santander, Siemens, los apellidos del poder de siempre. Cuatrocientas de las setecientas empresas más importantes del mundo producen y comercian con China. Desde la ventana del Cathay, Mao me parece exiliado. Es como si Chiang y el nuevo Bund-Manhattan hubiesen retornado con el nuevo rostro de aquellas mismas multinacionales de 1927.
Mao y Chiang siguen enfrentados en una dialéctica que se eterniza como el ying y el yang. La Old Jazz Band del bar sigue sonando después de treinta años de silencio. Corsi e ricorsi.
El Partido Comunista mantiene el poder férreo y el orden público. Gracias a ese orden, que garantiza incluso bajas remuneraciones que son la fiesta del productor internacional, el capitalismo mundial realiza en China y desde China los más grandes negocios de nuestro tiempo. Nadie puede saber cuál será el desenlace de esta contradicción inédita. Tal vez los chinos lo expliquen con una sonrisa desde su sabiduría milenaria.