La Gaceta, 02/04/1989
Hace unas semanas, en una inclemente noche de domingo con garúa y viento hostil, nos encontramos con el filósofo rumano Emile Ciorán después de dos años.
Apareció en el lugar convenido, en una esquina de la rue Jacob, con el equipo de sus largas caminatas en ese París lluvioso, de calles solitarias donde relumbran los charcos: un loden y un sombrero de lana impermeable, de cazador sin fusil. (Es en esas calles de sus caminatas solitarias donde encuentra las frases que elogiaron desde Saint John Perse hasta Michaux como el francés ensayístico tal vez más perfecto de nuestro siglo.
Siempre me impresionó Ciorán como el hombre que vive la serena paradoja de ser el marginal con éxito. El excluido del pensamiento público, de la moda y hasta de la edición, que después de toda una vida se transforma en una figura mundial.
Ninguna angustia, ninguna postergación, ni siquiera los años de oscuridad y pobreza sin cuento que pasó en el París de la ocupación parecen haberlo herido: tiene una mirada clara y franca, se ríe, habla con entusiasmo y energía, protesta. Siempre parece un robinsón que hubiese encontrado otro náufrago momentáneamente, antes de retornar a la isla.
Incorregible
Pese a mis sinceros elogios me dice que lo único nuevo de estos dos años es que está definitivamente viejo (78). Como insisto y hasta le demuestro su agilidad o poco menos, acaba con el tema rotundamente: «Desde 1945 vivo en el último piso de casas sin ascensor. Es el único secreto. La crueldad de la pobreza es tal que hasta inventa la longevidad».
Es incorregible: me confirma lo que yo había leído: rechazó un importante premio (con un cheque de cincuenta mil dólares) para el cual lo había propuesto la academia de Francia “Esa es ya mi norma”, me dice. No es una “conducta”, ni una jactancia como la de Sartre cuando rechazó el Premio Nobel. Sartre como me lo comentara otras veces, es para Ciorán alguien execrable. «Lo veía siempre sentado cómodamente en el Flore durante la ocupación alemana, cuando yo no tenía ni para pagarme el café. Siempre rodeado de libros y papeles, fumando sin parar, comiendo sándwiches de fiambre. Preparaba esa gran campaña publicitaria, heroicamente antifascista, que lanzaría después de 1945. Enfrente, en la brasserie, los oficiales alemanes de jerarquía tenían sus reuniones. Bebían la mejor cerveza de París. Me dice:
«Los franceses vivieron estupendamente bajo la ocupación. Casi todo el mundo era colaboracionista. Ahora mienten descaradamente e inventan, con el piadoso olvido mundial, una historia de horrores y heroísmos que no tuvieron. Se omitía discretamente lo que se sabía que estaba pasando en otras partes con los judíos. En Francia eso también empezó, pero más tardíamente. Sólo los comunistas militantes iniciaron la rebelión contra los alemanes y recién entonces cambiaron las cosas que sólo se pusieron muy duras a partir de 1943. Jean Moulin fue el verdadero jefe. Hasta de Gaulle, el derechista, tuvo que respetarlo. Pero ¡Sartre! Vivía cómodamente en pantuflas. Su amiga, Simone de Beauvoir surgía como una joven escritora talentosa: en plena ocupación apareció fotografiada recibiendo un premio literario en Niza o por ahí. Era una jeune fille rangée…”
Años de terror
“¿Y usted, cómo lo pasó?» Y Ciorán:
«Yo no quería volver nunca más a Rumania. Estaba en París desde 1937. Mi terror era ser deportado. Tenía terribles y delicados diálogos con el agregado militar rumano en París que me citaba periódicamente y que trataba de beneficiarme con la gloria de las arenas, sugiriéndome enrolarme en el ejército hitlerista rumano. Y alargaba la rosa sin despertar sospechas mientras iban perdiendo la guerra. Hasta que la perdieron del todo.»
Ciorán casi no come carne ni bebe más que un vaso de vino. Conoce restaurantes que elogia efusivamente porque la comida es mala y por lo tanto la falta de clientes permite hablar. Eran las ocho de la noche, temprano para un restaurante en domingo, y me llevó a un local desolado, sin un solo cliente. No obstante eso habló con el maître para lograr el permiso de instalarnos en el piso superior, donde la situación era francamente desértica y sin perspectiva de cambio. «Aquí se está bien», dijo.
Vitupera a Hitler por haber arruinado la gran posibilidad de Europa. Porque a su juicio el centro de todas las posibilidades era Alemania. Allí estaban todos los fermentos. Niega casi con entusiasmo mis elogios de la Europa actual, comunitaria. La considera sumida en la decadencia. «Alemania es hoy un país perdido». Estima que el centro de esa decadencia es cultural. En cierto modo salva a España donde es conocido y apreciado, en buena parte por los trabajos de Fernando Savater. Ve en la latinidad la mayor fuerza: España e Italia le parecen las dos columnas para redimir a Europa de un eficientismo materialista que desembocó en los mayores y más impensados peligros (nucleares, ecológicos, droga, etc.) Reitera su desprecio por Estados Unidos, cuya torpeza aparte de cultural le parece centrada en una manifiesta incapacidad política. Me sentí impulsado a hablarle de Iberoamérica a raíz de una frase de su libro La tentación de Existir donde afirma: «El futuro pertenece a las barriadas periféricas del globo. ¿América Latina? ¿Australia? Parece que es por este lado por donde debe esperarse el relevo. Relevo caricaturesco».
Borges, América.
Caricaturesco porque sería la periferia cultural de Europa la que tendría que ocupar un espacio en decadencia. Reitera Ciorán su admiración por Borges (no así por Antonio Porchia, cuyos extraordinarios aforismos le parecen algo construidos).
Ciorán, Borges, Nabokov, Kundera, Ionesco, Eliáde; todas figuras mayores de la cultura europea contemporánea, son productos de una periferia donde se rescató lo olvidado en el centro. Un proceso similar al ocurrido en Grecia posclásica.
Me pregunta insistentemente sobre mi país y América. Es difícil ser optimista a los pocos días del levantamiento de un regimiento de Buenos Aires. «Los españoles están preparando la celebración de 1992 y nosotros no tendremos más que andrajos para ir a la fiesta. No tenemos qué ponernos…”, le digo. Ciorán elogia la fuerza de nuestra literatura, su poder de fantasía y de creación de lenguaje. «Son los dientes del perro muerto. Encontrarnos en el imaginaire el espacio de libertad y de ser que se nos cierra en la vida real», le digo. Ante su horror ante la «decadencia manifiesta» cuya prueba más acabada para Ciorán es la de Francia, busca intuitivamente respuestas, posibilidades para un mundo devorado por el monstruo tecnológico que creó. En este sentido probablemente hace extensiva a América Latina lo que hace años elogió refiriéndose a la historia de España : «El mérito de España es proponer un tipo de evolución insólita, un destino genial e inacabado (se diría qué se trata de un Rimbaud encarnado en una colectividad)».
Prueba de fuerza
Mientras toma a pequeños sorbos su única copa de vino tinto, refuta mi observación que todavía no hay nada de peso, nada que realmente cuenta en el pensamiento de España y menos aún en el de América. Para Ciorán esto es prueba de fuerza, no disminución. «La costumbre del razonamiento y de la especulación es índice de una insuficiencia vital y de un deterioro de la afectividad». Trato de refutarlo recordándole sus anteriores elogios de Alemania y sobre todo la figura de Nietzsche. Pero se mantiene en sus trece: los filósofos han sido siempre enfermos. Alemania los mantuvo encerrados en las universidades. «¿Nietzsche?: basta ver cómo lo desconocieron los alemanes, se pagó la edición de todos sus libros, terminó loco…»
Casi con cierta pánica alegría se descarga cono a el mundo de la Europa actual, el mundo de las naciones «desarrolladas» Señala la atroz separación del hombre y el Cosmos, la violencia y el rechazo de la naturaleza y del mundo animal. «Recuerdo cuando era chico, en Rumania, había animales… Uno crecía sabiendo cosas de los animales. Se contaban anécdotas de ellos… Me dice: «Europa es un desastre, no se equivoque. Los viejos no pueden ni siquiera morir y los jóvenes no encuentran trabajo ni lugar. Francia, Alemania, serán pronto países de viejos, ni se reproducen. Nadie quiere esta vida y todos la siguen repitiendo y fabricando. Es la ruina. La única fuerza espiritual que queda más o menos en pie es la de la latinidad europea… La destrucción del mundo por vía de la tecnología incontrolada es algo que por siga ahora escapó de nuestras manos. La neurosis es general. El fin será calamitoso, créame. Será mucho más grave de lo que pensamos: habrá canibalismo por las calles…» (le recordé el texto de una conferencia pronunciada en esos mismos días en Canarias por Ernesto Sábato donde describía esos mismos signos, aunque referidos a la nación japonesa, el símbolo de la transculturación en pos del eficientismo económico).
Antifilósofo en acción
La indudable atracción que ejerce Ciorán es la de haber sido siempre un antifilósofo en acción. Aquel «pensamiento público» que preocupaba a Kierkegaard se ha ido extenuando en el juego universitario (modal) y en el uso ideológico‑político. La palabra pública está desmonetizada, sin respaldo. Como Heidegger o Bachelard, Ciorán encuentra en la poética la expresión más libre. Un espacio pata filosofar sin querer construir filosofías.
Cuando abordo el tema me dice: «Quiero ser tratado como un escritor, no como filósofo. Esta última palabra hoy carece de contenido. Los supuestos filósofos no son más que pieza de una maquinaria que se arrastra en el desierto. Finkielkraut, Habermas, Derrida, Morin, no son más que fabricantes de falsos prestigios. En realidad se ganan la vida vendiendo libros a los pobres estudiantes y a otros profesores…»
Ya en el libro El Aciago Demiurgo decía que «se debe filosofar como si la filosofía no existiese. Estamos en un tiempo de formas rotas, de creación al revés». Es como si Ciorán estuviese convencido de que el ritmo actual impone más desideologizar que seguir construyendo las ideologías nacidas de un sistema especulativo‑racionalista muerto.
De algún modo vincula la Filosofía (con mayúscula) a la arrogancia del hombre que se apropia y extermina el mundo, como un torpe Sansón que terminará sepultado por el peso de sus columnas. Para negar esta «afirmatividad» del hombre de acción que subyace en la filosofía occidental, me repite uno de sus famosos aforismos : No existe ningún medio para demostrar que es preferible ser a no ser. Si la filosofía no logró llegar a esta conclusión, su inutilidad es manifiesta.
Un pensar nuevo
Se impone un pensar nuevo, que surja de las ruinas como el pensar primigenio de los presocráticos surgió de una inocencia poética.
El pensar de la arrogancia totalitaria, cuyo mayor exponente pudo haber sido Hegel, nos llevó al estado actual. Es un pensar, laico que olvida que surgió de la soberbia de la mitología judeocristiana que afirmó que «el hombre es imagen y semejanza» de Dios. Esto dio derecho a todo. En la última involución, incluso el derecho de matar a Dios.
El propósito de Ciorán no es el de descalificar al hombre sino el de descalificar su arrogancia crecida históricamente en la cultura de occidente, hasta convertirlo en pleno siglo XX en el asesino masivo más tenido (pero todavía no buscado): genocida, destructor del orden natural planetario. «El hombre, ese exterminador, odia todo lo que se mueve: pronto se hablará del último piojo.»
Corno Borges o Nabokov, y como los mayores poetas de nuestro tiempo, en su fascinante escritura se encuentra una sabiduría no buscada, sino mas bien segregada o encontrada. Esto (como en Borges) no es producto de la erudición sino del raro don de penetrar, a través de algún dato cultural o de algún problema religioso o filosófico, hacia una nueva posibilidad de interpretación. Son solitarios que prefieren recorrer sendas perdidas, a contracultura.
(Cuando Ciorán se enoja porque se le recuerda el rechazó que le dedican los filósofos «serios», contesta: «De toda gran filosofía, de todo gran sistema, no quedan más que unas pocas líneas de verdad, como las de los poetas o de los presocráticos, lo demás es cháchara».)
Apenas garúa. Caminamos Lentamente por las calles que sólo desafían los turistas que tienen que ver Paris. Vamos en dirección a la rue de l’Odeón donde Ciorán realizará el último ejercicio de ese día: subir raudamente los seis pisos sin ascensor.
Me regala su último libro, recién aparecido en Francia, Confesiones y Anatemas. (En la dedicatoria pone que se trata de «conclusiones de una larga derrota»).
En mi cuarto de hotel leo sus aforismos. Gime el viento en ráfagas violentas. Ciorán, que escribió que es un cirio en extinción, me parece la única luz viva en un universo de decadencia. El incorregible escéptico en realidad sólo parece vivir a la espera duna redención que los hombres en última instancia merecerían, a pesar de todo. Sus obras son un alegato en negativo.
Marco con la uña en el borde de la página este aforismo del breve libro: “Cada vez que el futuro me parece concebible, tengo toda la impresión de haber sido visitado por la Gracia”.