La Gaceta, 19/08/1991
Se suceden en toda Iberoamérica las ediciones de obras de Emilio Ciorán. Es interesante explicarse la atracción de este heterodoxo irreductible que se expresa con el lenguaje ensayístico más refinado y sintético de nuestro tiempo.
Autor elusivo, que rechaza con furor la tradición sistematizadora de la filosofía, es a la vez un aporte refrescante en ese universo de «ideas serias» que como la Justine de Sade sólo parecen nacer para ser violadas en un eterno juego (sadomasoquista) entre Poder y Razón.
Ciorán pone en crisis ese pensar serio de los «bien pensantes» tradicionales. Es un aguafiestas, tiene el mal gusto de recordar en el centro de esa Europa triunfalista, industrial, tecnológica, democrática y liberal; la lamentable y no decreciente situación de degeneración de la condición humana. El protagonista del «triunfo» viene a ser, para Ciorán, una especie de perverso contrahecho.
El hombre es producto de su cultura, de sus sucesivas elecciones. Y bien podría ser lícito y explicable denunciar y despreciar al producto de esta cultura más bien genocida. Estamos en un siglo de holocaustos cumplidos y en ejecución: el de los judíos y polacos, el callado e hipócrita que se lleva a cabo en África negra y que empieza a extenderse a América Latina; y sobre todo el holocausto de cien especies diarias de animales y plantas, hermanos de la creación, que desaparecen en un inédito proceso de asesinato de la Tierra misma. (Somos la primera generación de la historia que pudo pasar del suicidio y del asesinato militar a la posibilidad de extinción de toda la vida en la Tierra, sea por el poderío nuclear o por la acción del «pacífico» exterminio del progreso industrial‑tecnológico‑comercial.)
En efecto, la cultura liberal, con su falsa jactancia en torno de una democracia formal, del tipo de la que defiende con senil entusiasmo Popper ‑u Octavio Paz en nuestra América‑, es la nueva expresión de un silencio genocida, de un nuevo fascismo de rostro alegre. (Las proyecciones estadísticas de las Naciones Unidas para la primera década del milenio entrante demuestran un horroroso panorama de amenaza: mil millones de personas en la opulencia y la alimentación y cinco mil millones en el hambre y la enfermedad.)
El optimismo de haber encontrado la panacea del bienestar definitivo, o el «fin de la historia» del osado e irresponsable Fukuyama, es una increíble patraña.
Hombres como Ciorán destruyen dicha patraña, denuncian la hipócrita convención del «discurso oficial dominante» y obligan a todo hombre pensante, filósofo profesional o no, a comprender que todo debe ser dicho y refundado; que pese al increíble desarrollo de la tecnología, el mundo sigue siendo campo de muerte e injusticia para los más. Por lo tanto su obra resulta extraordinariamente fresca y estimulante al desembarazarnos de la convención filosófica optimista que pretende haber alcanzado objetivos de valor, fórmulas políticas adecuadas.
Restituye a la filosofía su centro ineludible: el pensar libre e independiente del hombre que ensaya aproximarse a la esencia de lo verdadero y de lo justo. Significa un retorno a la conducta de Montaigne o de Pascal. Consiste en retomar la extraordinaria libertad poética del pensar filosófico, clave de la libertad de Nietzsche. Cuando el pensador se desembaraza de la herencia convencional obligatoria y, desnudo y solo, recompone el mosaico del pensar anterior a su servicio, al servicio de su desesperada búsqueda.
Occidente llegó al cul de sac de una filosofía sin sabiduría y sin fe. Al deponer, prescindir o despreciar la dimensión sagrada, los dos pensamientos dominantes de este siglo se transformaron en genocidas, sea el marxismo institucionalizado hoy fenecido, o sea el actual capitalismo estalinista, implacable. Dije estalinista porque opta por sus fines sir reparar en el costo humano de sus medios. Es la fórmula que hoy se está recomendando E imponiendo desde los grande centros internacionales del poder.
La esencia humanista del pensamiento occidental queda burlada en todas sus expresiones: desde la mala aplicación política que se efectuó a lo largo de este siglo de horrores y electrónica, o ya en esas estériles aulas universitarias donde la filosofía es uno de esos resecos monstruos del pleistoceno que estudiaba Ameghino a la hora de la siesta.
La popularidad universal de Ciorán, la simpatía y el interés que despiertan sus obras tiene una curiosa clave: no le creemos a Ciorán su amertume, su eterna amenaza de suicidio, su burla sarcástica. Sentimos en Ciorán más bien al gran despechado. A uno de esos seres alzados como Pascal ante el absolutismo católico de su tiempo. Su furia es noble y santa, Es la furia del santo. Sansón destruyó el templo porque creía en el Templo. Desde esta comprensión transversal, el lector se va haciendo cómplice de Ciorán. El negador en el fondo construye una red de valores positivos en el silencio de cada lectura. Nos lleva a lo fresco y lo saludable de desmontar la patraña, de deconstruir el atroz aparato genocida de la sociedad industrial‑tecnológica‑tecnolátrica.
Pone jaque él centro de la arrogancia de la filosofía pública de nuestro tiempo que pretende acaparar con exclusividad los espacios legítimos de la conciencia. Es por esto que ya en su primer libro pudo escribir esta frase: «La conciencia ha ‑convertido al animal en hombre y al hombre en demonio, pero todavía no ha transformado a nadie en Dios».
(Es una frase de inolvidable raíz hólderliniana: «El hombre es un mendigo cuando piensa y un dios cuando sueña».)
La gran tarea de Ciorán es combatir solidariamente contra la arrogancia de ese pensar público, esa conciencia obligatoria y reglamentarista que al fin de cuentas sólo nos sirve para dar certificado de buena conducta a los sucesivos desastres de esta mala historia que vivimos. El tema se reitera desde su primer libro «En las cimas de la desesperación», que acaba de editar Tusquets, hasta la reedición en Taurus (la cuarta en lengua castellana!) de una de sus obras centrales: «Precis de Décomposition» que Fernando Savater traduce como «Breviario de podredumbre». El pensamiento de Ciorán se expresa reiterativamente, en una búsqueda constante de argumentos y nuevas vías de acceso, con la intención de desmontar la podredumbre cubierta con una máscara de salud y robustez. Ciorán, el incrédulo que oculta su fe en tiempos de impudor, puede explicar así su actitud: “El verdadero precursor no es quien, propone un sistema cuando nadie lo quiere, sino quien precipita el Caos, y es su agente turiferario». El escepticismo es un ejercicio de fascinación». «La historia no es más que un desfile de falsos absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos».
El efecto de la proliferación de libros de Ciorán entre nosotros no puede tener otro efecto que saludable. Tenemos en Iberoamérica un pensar cohibido. Es como la fuerzo de un atleta en eterna preparación pero tímido en el momento de lanzarse al ruedo. El maravilloso espíritu de Unamuno no parece haber tenido seguidores. Ante la angustia de nuestro entorno, particularmente en la Latinoamérica del cólera. «el pensar parece todavía cobijado, anonadado o suspendido por la autoridad colonial europeo universitaria. (Todavía creemos que para pensar en serio hay que tener título habilitante, como un pedicuro o el dentista.)
Así como la poética, y en particular la novelística, han sabido crear un lenguaje propio, en el orden filosófico nuestra palabra está dominada por un superyó académico, castrador. Hombres como Ciorán tienen la cualidad de erigirse en libertadores.