La Gaceta, 16/11/2001
Al final de su vida (murió en 1995), Ciorán confesaba a sus amigos que se daba por vencido; que no sabía qué responderse ante la propia insistencia de concentrar sus ideas en nuevos libros. No creía en la fama de la gloriola parisién. Ya se estaban esfumando las estelas de Sartre y de Camus. Se indignaba de la descarada entronización televisiva de falsos valores como los atroces «nuevos filósofos». Se sabía marginal. Marginal, pero con una callada legión de lectores que recibían su pensar íntimo y asistemático que lo ubicaba en la familia de Montaigne, de Pascal, de Marco Aurelio, de Bataille, de Guenón, de Daumal. (Esos autores que se leían fraternalmente, «de igual a igual».) Creía más en Lichtenberg que en Hegel. Sabía que no pudo alcanzar la barbarie genial de Nietzsche. Sabía que era un filósofo de cámara (pero no de boudoir, o cortesano, o de la moda literaria). Era uno de los últimos delicados; como escribió de Borges: alguien que no merecía la grosería de su siglo.
Su personalidad se evidencia en el libro póstumo Cuadernos 1957‑1972 que publicó en Gallimard su compañera de los últimos años y que la editorial Tusquets tradujo en forma abreviada.
Toda la obra de Ciorán es más bien fragmentaria e intimista; estos Cuadernos surgen de notas aisladas tomadas al azar de sus caminatas. Nunca pensó en recogerlas en libro, y cesan en 1972, más de dos décadas antes de su muerte. Gallimard las publicó (más de mil páginas), en el convencimiento de que Ciorán tiene una extensa grey mundial de admiradores, de adeptos.
Son notas más libres que las de un diario de escritor. Y el autor, el tan libre Ciorán, aparece aún más suelto de atuendos literarios o de intenciones de «pensador público». A su vez, estas tan heterogéneas anotaciones son el testimonio cabal del filósofo en tiempos de decadencia. De algún modo, entre líneas, va apareciendo la marginalidad del exiliado rumano que se propone una absoluta libertad de pensar más allá de las convenciones académicas y editoriales de esos años.
En estos Cuadernos está la cantera de las oposiciones y obsesiones reiterativas de Ciorán. Surgen de los años en que su pensar fragmentario se margina de esa «filosofía pública» que se desbarranca en el totalitarismo globalizante del actual «pensamiento único», verdadero desbarrancamiento goebbeliano de un liberalismo que naufraga en un imperialismo tecnológico‑financiero con su razón de mercado, las democracias bobas y la cretinización audiovisual. De sus notas más amargas emerge Ciorán que se sabe testigo del fracaso de la cultura occidental.
Recuerdo a Ciorán antes de su muerte: se sabía en el fin de una época y ya sin tiempo para ingresar y acomodarse en la que nacía. Estaba «caído del tiempo», como él escribiría. Sus años finales fueron los de un budista independiente y obstinadamente irreligioso.
Todo era ilusión, todo había sido ilusión. No lo habrían rescatado del escepticismo final, de la amerture, ni los añorados dioses (como a Hólderlin), ni la locura (como a Nietzsche).
Su aproximación al budismo es laica, interior (algo similar al de Heidegger, en su último lustro de vida). Ciorán fue un Viajero de Oriente que nunca se decidió a emprender el viaje. Sabía que en Oriente se había posibilitado lo que no se logró en el arrogante Occidente: la unión de sabiduría con santidad. Una espiritualidad integrada. Escribe en los Cuadernos que comentamos: «Después de haber frecuentado el budismo es difícil volver a las dulzainas cristianas (Meister Eckhart exceptuado)».Y agrega: «El budismo siempre me tentó, pero siempre lo rechacé a último momento. Amo más la búsqueda de la liberación que la Liberación misma». Ciorán, hijo de pastor como Nietzsche, no puede vencer un último reflejo judeocristiano: la noción y el sentimiento de que todo se juega en el esquema o itinerario caída original salvación.
Siempre su agudeza de observación. Ciorán destaca con originalidad que ni Shakespeare ni Cervantes tienen trazas de judeocristianismo. Son paganos, vitales, independientes, terrenales. Eso se repite en Alemania, que dio los genios literarios más cercanos: Holderin, Goethe y Nietzsche son paganos.
Los Cuadernos son una acumulación libre y ocasional que va de lo mínimo a lo grave. Ciorán es implacable con la mezquindad del medio literario francés. Hay en él algo de resentimiento. Dice de Sartre que pudo imitar a Heidegger pero no a Céline. Lo llama «el falsificador de Heidegger». Le molesta la fama de Sartre, su prepotencia creativa. Le parece que Camus tiene una difusión exagerada, francesa, para la moda internacional. Su desapego ante el francesismo literario se concentra en Valery, que «representa el fetichismo de la inteligencia. Ese brillo que no vale nada y que jamás sustituye a la emoción. El poeta que medita sobre el lenguaje prueba que ha sido abandonado por la poesía». Recuerda que Julien Gracq decía de Valéry: Coloso del pensamiento para álbum.
No abunda en detalles do su vida personal. Señala repetidamente su marginalidad, su insomnio, el castigo de ser inflexible. Puede decir cosas de este tenor: No soy pesimista, amo este mundo horrible. Como uno de sus temas centrales comenta en varias ocasiones el tema del suicidio como un apoyo secreto v tal vez perverso para soportar la vida, la mala vida. «Es el acto más honorable que un hombre pueda ejecutar. Quiérase o no, el suicidio es siempre una promoción: un imbécil que se da muerte deja de ser un imbécil». En El aciago demiurgo, Ciorán despliega una reacción antológica sobre el suicidio como instrumento vital para no encadenarnos a La tentación de existir. Extiende lo que Nietzsche dijo: La idea del suicidio nos ayuda a soportar noches que serían imposibles.
El 12 de enero de 1959 anota lacónicamente la muerte de un personaje inefable que marcó a Ciorán por su elegante independencia y sutileza: Susana Soca. A ella dedicará un poema en prosa (poema de filósofo) muchos años después en Ejercicios de Admiración, «Ella no era de aquí…». La evoca con una especie de epitafio de Borges a Susana Soca: Dioses que moran más allá del ruego/ La abandonaron a ese tigre, el Fuego.
Ciorán gozaba y valoraba la extraña cultura periférica y europeo‑tardía de los argentinos. Escribe en los Cuadernos: «Que me dejen mi tango cotidiano. Llevo en mí una Argentina secreta». En el mundo iberoamericano veía la posibilidad de un renacimiento vital y cultural que ya Europa no podía asumir. Admiraba la grandeza de España y añoraba la barbaría rusa, en estos tiempos de blandura y decadencia.
La ausencia del que no quiso estar
En los Cuadernos, el filósofo desaparecido parece seguir hablando a sus amigos, a esos a los que se dirigió sin púlpito ni estrado, de igual a igual. Maravilloso Ciorán, contradictorio como todo hombre sincero, como un pensador que se siente verdaderamente a solas. Coherente en todos sus impulsos por privilegiar más bien la perplejidad y hasta la incoherencia.
Su frescura proviene de su fidelidad a la idea apenas intuida, con rocío de verdad primigenia, antes de ser procesada por la razón o la definición del pensar público. Toda su obra son asomos sinceros, desenmascaramientos, veladas sugerencias de nuevos caminos. Trató de conjugar el pensar con la infinita veleidad de lo humano. Por eso temió el sistema, lo académico, la presión de ese «pensamiento público» (filosófico o político) que ya había temido su admirado Kierkegaard. Sabía que la verdad no es más que ese asomo frágil, casi titubeante, tangencial, a punto de congelarse en palabras prestigiosas. Salvo personalidades de gran carácter (carácter hecho estilo) como Unamuno o Kierkegaard o Schopenhauer o Nietzsche, que pueden abordar los grandes temas sin perder la raíz del pensar personal, básico, genésico. Ciorán sabía que no había tenido la dimensión de los mencionados, pero sabía que los había igualado en sinceridad, con su modesto ejercicio de suscitadora provocación.