La Nación, 25/05/2001
“Ya llegan los bárbaros.
De qué serviría que los senadores hicieron ahora leyes
Una vez que estén aquí, ellos harán la legislación.”
Constantino Kavafis
¿Cómo conmemorar este 25 de Mayo desde la realidad inédita de los meses que estamos viviendo? Es como sentir que el sueño se desbarrancó en pesadilla. Es conmemorar con nostalgia la fuente de coraje, de fantasía política y de voluntad de ser que crearon una gran Nación. ¿Somos el mismo país, el mismo pueblo que enfrentó entonces al desierto y las presiones dominadoras de los países centrales? Ellos, de la nada, crearon todo. Nosotros, con todo, parecemos acercarnos a la disolución, a la nada.
Voy con mi amigo Kilkenny rumbo a la Recoleta. Es observador de la OCDE y estará dos semanas en su querido Buenos Aires que tiene por la ciudad más fascinante y vital del mundo. Ahora está entre perplejo y furioso, como si malignamente le hubiesen destruido una ilusión. Vamos por Lavalle, por Callao. En el anochecer otoñal aparecen los fantasmones sin rostro de los cartoneros tanteando con triste profesionalidad las bolsas de basura. Hurgan por comida, por algo vendible (los chicos, por el juguete roto inesperado). Kilkenny, economista internacional, sabe que este bendito país está recogiendo la cosecha récord de su historia, que podría alimentar decenas de millones, aparte de los argentinos. Estamos ante la flagrante estupidez de la riqueza que no sabe alcanzar el objetivo del aristotélico bien común. Los torvos cartoneros operan en silencio. Van dejando una derrota de bolsas destripadas como si se tratase de un ensayo general de la Mazorca.
Con el dolor de todo turista comprendió enseguida que la crisis de la desocupación cedió su lugar al auge de la criminalidad. El otro récord reciente en su querida Argentina es que la ineptitud de los gobernantes superó a esa alarmante corrupción que llenara tantas páginas de prensa.
¿Y los políticos? Pregunta Kilkenny. Los políticos están encerrados en sus legislaturas con sus corbatas de seda, esperando a los bárbaros como un desenlace necesario, tal como en el poema de Kavafis. Entretanto, confían en poder defender airosamente sus dietas y se preparan para mantenerse en la cuadrera del 2003. Tal vez barrunten cómo fagocitar al Presidente antes. También los hombres de la Corte Suprema esperan en el catafalco de caoba antigua de su palacio. Allí todo es calma, lujo de tratados, voluptuosidad del té en sillones de cuero. No les llega el grito del taxista asesinado por el drogadicto, ni el estupor del padre de familia baleado cuando guardaba el coche. En los salones de bronces y caobas no se filtra la sangre de los policías muertos.
Casi no comentamos con Kilkenny la máxima inquietud de estas semanas: el Supremo Equilibrista ha tendido un cable entre dos rascacielos y la Nación entera sigue su odisea con el aliento cortado y las manos sudadas. Muchos miran hacia el suelo mientras él se bambolea en lo alto. Cruzamos los dedos. (¿Somos capaces los argentinos de haber llamado a Sansón para que reconstruyera el templo que él mismo destruyó? ¿Y si el equilibrista fracasa, y si cae? Unamuno decía que aunque Dios no quisiere existir, la fe de todos en su existencia terminaría por crearlo…)
Heridas secretas
Volvemos con Kilkenny por Guido y nos encontramos con la fila de emigrantes echados ante el adusto Consulado de España, a la vuelta de mi casa.
Se envuelven en ponchos y frazadas, último gesto gauchesco, para aguantar la larga noche y poder solicitar el urgente retorno de su sangre a la metrópoli. Matean, otros ya duermen en sillas plegables. A todos Argentina les dejó heridas secretas, vejaciones, falta de trabajo. Prefieren irse como ciudadanos de tercera a adueñarse y protagonizar este país de primera que no aprendieron a usar. Cuando la maravillosa máquina de vivir no se enciende, se transforma en la insoportable máquina de impedir… Corremos el riesgo de ser, como nación, una breve llamarada que duró del abuelo al nieto.
Kilkenny se exalta como si hubiese tenido una revelación súbita de nuestra alienación y destructivo sometimiento. Él, que hace algunos años creyó en la ola macroeconomicista, ahora parece el gaucho Cruz pasándose al bando contrario. Me habla del Mercosur, del empresariado argentino. ¡Ustedes tienen que reapropiarse de la Argentina! Tienen que retomar el comando de sus patrimonios y riquezas. Reconquistar el negocio del petróleo (son ustedes quienes debieron haber comprado Repsol y YPF ¡y no al revés!). La energía nuclear, los mares, los servicios. Fabricar aviones de todo tipo y modelos propios de autos con Brasil. Tender líneas férreas por todo el Continente. Poner en valor millones de hectáreas deshabitadas. Inundar el mundo con vuestra industria alimentaria. La industria aeroespacial, la alta tecnología. ¡Hacer, fabricar, inventar, construir! Entonces se acabará la cola en el Consulado y habrá ocupación para todos…
Era como si en las vísperas del 25 de Mayo el travieso espíritu fundador de Rodríguez Peña, en cuya calle estábamos, hubiese poseído a mi amigo, irlandés aporteñado, para lanzar su grito de convocatoria ante la generación de argentinos desteñidos que somos. (Rodríguez Peña perdió su fortuna, la mayor, pagando las armas de San Martín).
Desde el último decenio es como si los argentinos estuviésemos progresivamente despatriados, como si la casa de la Patria nos fuese ajena. Como si a partir de Malvinas hubiésemos encajado un golpe secreto, paralizador, que hiere nuestra autoestima, la voluntad de ser. Nuestra enfermedad cultural es anterior y más grave que la crisis económica y la complacencia ante la criminalidad. Tenemos que convocarnos como herederos y protagonistas de una gran Nación para sacudirnos de esta realidad de factoría sumisa, manejada desde afuera. Es una cuestión espiritual, moral y de orgulloso coraje. (Al fin de cuentas, la entrega decenal del economicismo terminó en mal negocio, en quiebra. Es hora del viraje.)
Kilkenny se refugia en una marquesina. Como en aquel 25 de Mayo, llueve. Pero entonces llovía sobre la pura nada del desierto, como un desafío. Ahora el agua moja la basura de las bolsas destripadas.