La Nación, 09/07/1981
Según un famoso economista norteamericano, al margen de la clasificación tradicional de los países de acuerdo con sus posibilidades económicas y tecnológicas (desarrollados, «subdesarrollados; primero, segundo y tercer mundo) existen dos países de irritante excepcionalidad, casi habitantes de un mundo paralelo, de una cuarta dimensión: el Japón y la Argentina.
El Japón es un archipiélago roquizo, desprovisto de los principales recursos naturales, superpoblado, aislado en la extremidad de Asia y enfrentado a las distancias que impone el mayor océano. En contra de todas esas determinaciones negativas se erigió en pocas décadas en la tercera potencia mundial y es primero en muchos órdenes del comercio internacional y de la alta tecnología.
Con nada, todo.
La Argentina tiene recursos naturales variados, incluso petróleo. Hidroelectricidad, gas, una de las cuatro o cinco áreas fértiles más propicias y extensas del Globo, una población apta y alfabeta que demostró su capacidad en todos los niveles creativos. En contra de todas estas determinaciones positivas, está complicada económicamente con crisis industrial y financiera.
Con todo, nada. (O muy poco para lo que alcanzamos antaño.)
Esta ambigüedad de nuestro país es motivo de curiosas reacciones por parte de los viajeros que lo descubren. Recientemente pude recoger impresiones de visitantes calificados: un escritor invitado por la Feria del Libro, dos mujeres periodistas y un alto dirigente de la banca; todos franceses.
Los prejuicios
Todos llegan a nuestro país con ideas e imágenes preconcebidas en la gran bolsa de lugares comunes europeos; incluso aquellos que se creen libres de opiniones hechas.
A pesar de que están informados de que la Argentina es (o era) diferente del resto de América latina, la falsedad de décadas de folklore comercial, de gauchismo con boleadoras, pudo más que cualquier otra versión. Creen que en las afueras de Buenos Aires empezará un universo de guitarra y paisanos prestigiosos, tipo Don Segundo Sombra. Imaginan un edén agrario de domadores valientes y chinas de trencita. Un dulce atraso. Y a pesar de las fotos y los «tapes» de la Buenos Aires moderna, en el fondo de ellos persiste la imagen de gente vestida de blanco ‑como guajiros‑ que dormita en los umbrales de la calle Corrientes con grandes sombrerones de paja y los pies desnudos. (Inútil explicarles al despedirlos que todavía no hemos alcanzado esa imagen.)
La sorpresa
Los viajeros mencionados coincidieron en muchas impresiones.
El primer chasco que se llevaron fue el haber encontrado una verdadera Europa exterior. Un arrabal, desconocido del propio mundo. Esto es, que no entraban en lo exótico esperado sino en una atrayente forma de lo propio. Buenos Aires y las grandes ciudades del interior les dejaron la imagen de una civilización preferentemente urbana, culta y de tono manifiestamente europeo.
De esta primera sorpresa pasaron al segundo chasco: estos europeos exteriores, que somos nosotros, en muchos e importantes sentidos nos comportamos como los guajiros de la leyenda. Alcanzamos el mito no con nuestra exterioridad sino con nuestra conducta.
Ellos, que ya nos tuvieron por europeos y nos hablan con los sobreentendidos culturales con que hablan los europeos, necesariamente nos juzgan con el rigor que emplearían con sus propios gobernantes o con los de Grecia, Portugal o España. Pero no, por cierto, como encararían a gente de Nigeria, Bangladesh o Zaire.
Estas exigencias conllevan, el elogio, pero también muchas dificultades de relación.
Los comentarios cuando regresan nunca son indiferentes. La Argentina deja impresiones inexplicables. Ya no les resultará algo remoto sino más bien una posibilidad propia. Uno nota que siguen debatiéndose en preguntas, críticas, recomendaciones y elogios.
Nuestras particularidades políticas y económicas
Algunos terminan por quedar perplejos, tanto como nosotros, ante la incapacidad de alcanzar una forma estable de convivencia. La inteligencia de la Argentina aseguran que la comprobaron en todos los planos, desde el profesor hasta el famoso chofer de taxi. Es por eso que se inquietan ante nuestro irracionalismo político. Todos me hicieron notar que les parece evidente la escisión entre la capacidad privada y el resultado público, entre el individuo y el conjunto. Más bien les parece que la creatividad individual choca con la esfera pública. Las dos periodistas hablaron de subdesarrollo político y de autodestructividad. Los viajeros, cada uno en su especialidad, quedaron impresionados por la calidad argentina (el escritor, por la formación e información de sus colegas; las periodistas una de ellas pertenece a la redacción de uno de los principales diarios del mundo), por la importancia y calidad de nuestros periódicos; el banquero, por la capacidad técnica y la ductibilidad de nuestros obreros e industriales.
Pero tuvieron una impresión mayúscula y exclamativa con los precios. El famoso bife cuesta tanto como en París. «Un whisky, trece dólares», comentó melancólicamente el escritor. La hotelería, cara y más bien triste.
Una de las periodistas me puso en apuros: «¿Cómo hacen los obreros para sobrevivir en un país donde los ricos se quejan de los precios?»
Y como remate una pregunta bastante ingeniosa: «¿Cómo hacen ustedes para vivir en un país donde los precios son como los de Tokio y los sueldos como los de Bolivia?»
Las maravillas argentinas
Creo que, sin duda, la mayor sorpresa provino del lado de la cultura argentina. Los teatros, cines, salas de concierto y libros de Buenos Aires.
Elogiaron sin excepción la gentileza del argentino para con el extranjero. Una de las periodistas había recorrido el territorio de las provincias en auto y contó infinidad de anécdotas acerca de la buena voluntad generalizada, inesperadas y repetidas gauchadas.
Se ayuda sin lucrar, con cierta elegante indiferencia. (Y eso debe venir de la España buena.)
A todos conmovió profundamente la realidad y la sensación del espacio argentino. Es una tierra de horizonte claro y abierto. Pero el espacio no es desierto o naturaleza salvaje sino invitación a la actividad humana, posibilidad. Esto marca a los europeos, cuyos espacios son cerrados, demasiado dominados por la acción humana de siglos. Encontrar áreas propicias para lo nuevo, tierras prístinas, los sorprende. Uno dijo haber sentido alivio ante esa conciencia de «mundo hecho» y repetido que muchas veces agobia en Europa.
Más allá de lo consabido, de lo meramente turístico, estos viajeros especiales buceaban bastante hondo y hasta en forma desconcertante. El escritor me dijo: «Tuve la sensación de que, a pesar de las fallas políticas e institucionales, ustedes son tremendamente democráticos. Una democracia profunda, real, cotidiana. Más de gesto que de teoría. No hay estamentos medievales e insalvables, como en Europa. Entre ustedes he notado que un obrero es tan señor como el que más. Las estructuras políticas y económicas de ustedes no saben alimentarse de esa fuerza extraordinaria…»
Ninguno de los viajeros se pudo explicar claramente el origen de tantas dificultades económicas y políticas. Les pasa como a nosotros.
Estábamos sentados con el escritor en un café de Saint Germain cuando me miró preocupado. Me dijo: «¿Qué les pasa? ¿De qué se trata? No me diga que tenía razón Clemenceau cuando afirmó que en la Argentina los hombres destruyen de día lo que la naturaleza produce durante la noche. ¡Ustedes son la gente más extraña de la Tierra!
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