La Nación, 18/03/1999
LIMA.- El príncipe Carlos vino, vio, bailó, ofendió. Inesperadamente, y aunque advirtió que no le correspondía referirse a temas políticos, nos recomendó paternalmente convivir con una democracia -o democracita- cercana (curiosa preocupación principesca de organizar en democracia a los empleados y ex empleados de su empresa familiar, la Falklands Co. Geste de Finesse).
Liquidaba con una banal recomendación, con una canchereada, lo que ya ingresó en un plano serio y hasta dramático. Y lo dijo en público, en el más inapropiado lugar y momento. Porque no tenía el propósito de hablarnos a nosotros sino de cumplir con el programa de la empresa que trata de levantar en Inglaterra su imagen, entre desprestigiada y malquerida. Deben de haber calculado que ante la opinión británica le convenía ese modesto toque de paladín shakesperiano. Además, la Argentina no es un país muy serio: valía la pena el riesgo.
Ofendió a los interlocutores, en especial a nuestro oxoniano canciller, que sabe perfectamente que en Europa no pasan ese tipo de cosas. Y al presidente anfitrión, que en Saint James jamás se hubiera permitido arruinar la copa de champagne acercándole a su burbujear esa palabreja, soberanía. (El príncipe tuvo suerte de que a la mesa no estuviese Roca, o Saavedra Lamas, o Namuncurá… El vicepresidente tuvo el tino, en declaraciones posteriores, de recoger el guante y responder con la energía del caso.)
En su Excursión a los indios ranqueles, el inefable Mansilla cuenta que en algunos de aquellos banquetes bárbaros, regados con sangre tibia y espumosa de yegua, había aprendido que el mayor peligro era decir a través del lenguaraz algo que pudiera ser mal entendido. Un simple error y se pasaba del solemne brindis entre civilizados y salvajes a la posibilidad de una espantosa degollina.
Después fue el tango, esa desafiante melancolía animada por un reflejo de cuchilleros y gente de coraje. El príncipe bailó con una buena voluntad que vale aún más cuando corre el riesgo de la osadía. El tango del príncipe no podía dejar de ser avalentinado. Observé que cuando el laberinto se le tornaba inaccesible, lo solucionaba con un giro final de rock-and-roll (cosa que yo había visto en los kelpers en un ya remoto viaje de estudiante a Londres: cuando más querían acercarse al misterio canyengue del tango, más sacaban la cadera afuera). Después, un poco de polo como para recordar aquellos años del pacto Julito Roca-Runciman. Champagne, petiseros de boina, capelinas encendidas por un sol de Renoir y la simpática Susana Giménez en el sitial de Dulce Liberal…
Y así, después de su breve estada de uso tan personal, el príncipe viajó hacia la pequeña democracia con la que sabemos convivir más que en hermandad, nuestro querido Uruguay. Luego, un paso final por la Argentina y retorno a Londres, a recibir el aplauso por su útil descortesía.
Post scriptum
Una semana antes habíamos presenciado en Buenos Aires un acto de usurpación. Mientras la dueña de una casita suburbana veraneaba, los cuidadores infieles se apoderaron de la vivienda. A su regreso se encontró la puerta encadenada. La televisión mostró a una señora gorda sentada en las valijas. Los vecinos, solidarios y enfurecidos, derribaron la puerta a patadas ante las cámaras y le devolvieron el hogar ocupado.
Un día después, ante un caso semejante, vimos por el mismo canal a una apacible señora, titulada defensor del pueblo, explicando en su despacho con aire acondicionado lo que debe hacerse en esos casos. Dijo que había que presentarse en la seccional del barrio y retirar y completar un formulario de denuncia. La funcionaria se expresaba con ese buen sentido equitativo y admirable que da la cultura democrática. El desesperado recurrente, sudado de haber estado gritando bajo la ventana de su propia casa, declaró que tenía el DNI justamente en el cajón de la mesita de luz. No podía identificarse para la denuncia. Le dijeron que volviese con una certificación que debía recabar en la provincia de Corrientes.