Antonio López Ortega, Imagen (Venezuela), 01/10/1987
Elías Canetti, en su memorable libro La lengua absuelta, nos remite a una primera imagen de infancia: aquélla del temor a perder la lengua, el habla. Canetti tiñe ese recuerdo remoto de un rojo intenso y es fiel a esa pulsión primeriza a la hora de escribir sus memorias. ¿Qué nos puede decir de la infancia, qué gravitación tiene en su obra? ¿Podríamos hablar de una imagen primera?
La infancia no se va nunca. La infancia es un centro, la casa, el patio secreto, la palmera al fondo. La infancia es el centro de todos los retornos y de todos los impulsos. La imaginería es la infancia; los sueños decisivos son la infancia; la patria es la infancia. Faulkner decía, por ejemplo, que el lugar donde uno crecía es la infancia. Y Machado. ¿Cómo decía Machado? « Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, de un huerto claro donde madura el limonero. » Ese huerto claro donde madura el limonero es el centro de la vida. Hay infancias con dolor e infancias con armonía. Pero siempre, tanto en el dolor como en la armonía, hay poesía. En la infancia más pobre está el chico que sube a la higuera, que trepa entre los árboles, que juega con los gatos; en la infancia más rica está el chico que se pierde en los salones, que se esconde bajo los pianos. Pero siempre persiste una unidad fundamental. Centro de toda poesía, epicentro secreto de la sexualidad, crisol de las opciones fundamentales de nuestra vida…
¿Qué nos puede decir de Córdoba, su ciudad natal?
De Córdoba casi nada. Mi familia es tucumana de parte de mi madre y porteña de parte de mi padre. Yo apenas viví dos años en Córdoba. El primer recuerdo que tengo es una casa donde yo jugaba en un jardín. Recuerdo también un auto. Recuerdo la noche en que me creí que existían los Reyes Magos.
La parroquia de Córdoba era en esa época una ciudad muy católica y habían lanzado tres destellos -cañas voladoras-, tres fuegos de artificio. Yo los vi y me dijeron: «¿ves?, esos son los Reyes Magos porque hoy es el seis de enero y es el día en que te traen los juguetes». El recuerdo de Córdoba son esas tres cosas… después no existe más. No volví a Córdoba, no tengo amigos cordobeses, ni siquiera colaboro en diarios de Córdoba.
¿Su familia se desplaza luego a Buenos Aires?
Sí, a Buenos Aires. Yo me crío en Buenos Aires. Soy un porteño total. Conozco esos barrios de los que habla Borges, barrios que son como claves, calles con empedrados. Mi infancia es Buenos Aires, son esos barrios. Después los estudios y la vida del artista cachorro en una ciudad que era admirable. Era, no lo es más. Era admirable en el sentido en que daba esa formación universal: la de Sábato, la de Cortázar, la de Borges, la de Mujica Láinez. Ahí había que saber todo. Había que leer a todo Dostoievsky, a todos los franceses. Había que leer filosofía. Era admirable toda esa pulsión cultural de verdaderas librerías que quedaban abiertas toda la noche y no de librerías que aún siguen abiertas pero ya con un efecto turístico, para vender best-sellers. Antes había un clima realmente extraordinario. Uno caminaba… la noche era larguísima. Era una ciudad admirable, poderoso centro cultural de nuestra América, con hombres que curioseaban desde el budismo hasta la poesía gauchesca. En ese Buenos Aires me crié y viví mis años de estudiante, mis años de erotismo. Ahí me hice escritor, supe que era escritor. Me fugaba de clases para ir a la biblioteca de La Prensa, casi como un personaje borgeano, para escribir una novela histórica. Pedía el libro de Mommsen -tenía trece años- y comencé a tomar datos para escribir una historia que pasaba en Roma imperial, una verdadera locura, pero en fin…
¿La iniciación bonaerense tuvo algún marco grupal o fue totalmente individual?
Toda formación es individual. El creador se defiende mucho y es sólo él el que tiene confianza en sí mismo. Luego busca sus pocos cómplices, porque en literatura todos nos quitan. Hay que ser un duro estratega para no dejarnos herir. No hay que pedirle opinión a nadie: hay que saber que uno vive una pasión. El más feo, el contrahecho, el Toulouse-Lautrec, si se enamora de alguien no pide opinión, se enamora y va, se juega por ese amor. La literatura es así. En esa soledad coincidía -en una librería, en un café- con amigos, con los primeros maestros, con escritores notables como Nalé Roxlo, quien me hace publicar por primera vez a los dieciocho años en el diario El Mundo, como Carlos Mastronardi -el amigo de Borges-, quien publica mi primer cuento. Y había un grupo de jóvenes que estaban interesados por todo… Tengo un buen recuerdo porque era un grupo exigente: había alguno que aprendía alemán para leer a los líricos alemanes, había otro que estudiaba francés para poder traducir a los escritores franceses. Era un grupo bastante pintoresco, pero activo, creador, y nunca snob ni cursi; era un grupo informado…
¿Esas primeras publicaciones -cuentos y poemas- han sido recogidas alguna vez en libro?
No, nunca. Tengo un gran respeto por la poesía. A veces pienso que cuando acabe con este ciclo de las novelas, con esta especie de gran exorcismo, voy a tener la paz… Los generales chinos, los políticos chinos -Mao Tse Tung es un ejemplo-, pensaban que lo único sensato en la vida era retirarse a escribir sus poemas, lo que es una forma de resumir el mundo…
Ahora bien, la escritura de sus novelas se desarrolla fuera de Argentina. Creo que desde Los bogavantes en adelante toda su obra novelística fue escrita a lo largo del ejercicio diplomático.
Sí. Escribí dos novelas adolescentes. Una de ellas recibió una mención en un concurso. Luego me fui a estudiar a Europa, a los veinticuatro años. Escribí Los bogavantes, La boca del tigre en Rusia, Daimón en Venecia y Los perros del Paraíso en París.
¿Cuándo comienza la pulsión por lo histórico?
En Perú. Yo era un escritor argentino, un escritor portuario, un escritor de la cultura de Buenos Aires (cultura culterana, de formación europeísta). América Latina era algo remoto. Incluso veíamos el interior del país con las claves de cierto turismo literario -tal como Borges veía a los poetas gauchescos. Escribí entonces mis primeras novelas –Los bogavantes, La boca del tigre– en esa cuerda que Gide llamaba el diálogo con los temas de nuestro tiempo. Luego llego a Perú, y tengo la revelación de esta América, del espanto, la belleza, la gracia, la violencia de América. La América de la tierra profunda me quedaría seguramente de mi parte tucumana, de mis primeros recuerdos de infancia cuando iba a la provincia de Tucumán, al norte de Argentina, región que es realmente América… Yo me formé como un escritor realmente marginal en Argentina porque salté la clave de todo: la de ser un escritor psicológico, con juegos puramente culturales (que en el caso de Borges se subliman pero en el caso de la mayoría no). En Perú sentí entonces el tema de América. Tuve las primeras ocurrencias de mi vinculación con el lenguaje, integrando lo surreal con el bajorreal histórico, que son los juegos míos. La ironía, el esperpento, el drama… juegos que químicamente articulados forman el estilo. Yo nací a eso, a ese estilo, en Perú, donde, aparte -debo decir-, existe uno de los barrocos más extensos y hermosos de América. Luego, cuando de Perú paso a vivir a Venecia, comprendo que Venecia, Perú y América Latina forman una unidad rarísima, unidad que da pie a una novela como Daimón.
Tomando en cuenta esa división ya muy manida entre la pulsión telúrica y la pulsión cosmopolita, se me ocurre pensar que una novela como Los perros del paraíso entraría sin dificultad dentro de la gran familia literaria de un Carpentier, de un Lezama Lima y hasta de un Severo Sarduy. A mí, francamente, me ha asombrado el esplendor verbal de esa novela. En tal sentido, el discurso novelístico de Los perros del paraíso es totalmente marginal dentro de la gran tradición narrativa de Argentina.
Así es. Yo soy un marginal de la literatura argentina. Me separé del todo de una línea literaria. Y los tres autores que nombró son mis tres grandes admirados. Yo admiro a Severo Sarduy como uno de los magos, de los grandes prestidigitadores; a Lezama como el supremo escritor de América; y a Carpentier como una gran figura literaria. La cosa cubana, no sé por qué… habrá sido por Venecia, Venecia es cubana. Yo escribo en esa línea: que cada palabra empiece a bailar, que cada palabra cobre un sentido festivo.
Nuestros narradores han admirado mucho la literatura sureña. Leer a Onetti, a Cortázar, ha sido como descubrir -por entre las fisuras de lo fantástico- la naturaleza profunda del ser urbano.
Lógico. Es la integración de los opuestos. Los argentinos no sueñan otra cosa que estar en las playas del Brasil. En cambio, para los brasileños el summun es estar en el Teatro “Colón ‘’, vestidos de smoking en la noche de gala, viendo a una gran pianista… Es así. Es la oposición. Hay un mundo psicológico americano (el mundo de Onetti por ejemplo) que es muy distinto al que puede dar el trópico o la América de la tierra. La literatura responde allí a una determinación urbana donde el laberinto de la ciudad sustituye a la selva. Pero no hay que olvidarse -y esto lo dijo Roberto Arlt- que es una misma selva. Arlt decía: yo soy como Horacio Quiroga, un autor de la selva también, pero mi selva es de cemento. Estamos en una sola selva. Esa oposición que se hicieron los críticos, y que mucha gente repitió en el periodismo, de un Buenos Aires alejado de América, es falsa. No, Buenos Aires es también América. Yo me alejé porque mi cuerda se inclinó hacia Perú, hacia la tierra. Y si hubiera estado en Buenos Aires, tal vez habría escrito sobre Salta… Hay que integrar esos opuestos. La literatura es una montaña de infinitas galeras. Todas concuerdan hacia la cima, ninguna se excluye. Es una tontería creer que hay un determinismo y una necesidad de opción entre un lenguaje de algún tipo o de otro. Un hombre puede estar en este momento, por ejemplo, escribiendo un ensayo sobre Nietzsche en el Caribe y es Lezama Lima. El Nietzsche que él va a interpretar, sin duda alguna, es absolutamente valedero. Igualmente, un profesor argentino de la Universidad de Buenos Aires, lleno de citas y manejando el alemán perfectamente, después de haber sido becado a Leipzig, hace también un ensayo sobre Nietzsche. Los dos van a coincidir si son talentosos.
¿Qué nos puede decir de ese gran homenaje a Vallejo que es Los heraldos negros, la novela que actualmente prepara?
Los heraldos negros es la tercera parte de esta trilogía del Descubrimiento que inaugura Los perros del paraíso y continúa Daimón -aunque se haya publicado antes. Tengo escrito más de la mitad del libro. La novela es la historia del máximo delirio europeo con América. Está el delirio del Imperio, de la Conquista; pero el mayor es haber querido crear la ciudad de Dios, agustiniana, en América, que fue el proyecto de los jesuitas al crear el imperio del Paraguay, imperio que ocupa un territorio más grande del que actualmente tiene Venezuela. Hay que hacerse una idea de esa magnitud en pleno siglo XVII. Ellos sabían que el imperio español había tocado las costas y las zonas de riqueza, pero no los bosques. Entonces penetraron los bosques. Y la materia de salvación iban a ser los indios, los tupí-guaraní, porque eran hombres no acabados -como se había decretado en los concilios. Eran casi hombres, pero no hombres del todo; podrían ser cristianos, pero cristianos como niños. Los jesuitas hacen entonces una labor increíble de fundación, de reino salvado, donde los hombres, ab sitio, con una educación y un modo de vida que va a ser socialista, van a alejarse del pecado, del demonismo de una sociedad brutal y violenta, van a crear el gran apartamiento que es el viejo mito de la Jerusalén de la tierra. Yo juego con esa oposición: la metafísica judeo-cristiana y la mística -para ellos desconocida- americana. Cuando viene un jesuita, que tiene un sentido pragmático, teológico y místico, y choca con esos místicos desaforados que son los tupí-guaraní, que bailan, que toman drogas para no salir del contacto con el cosmos, que buscan el paraíso y se trasladan, bueno, ese jesuita es superado por algo mucho más religioso de lo que él podía imaginar. Entonces ese juego, con esas claves de humorismo que yo suelo usar en mis novelas, va a posibilitarme -si tengo suerte; hay mucho de suerte en la literatura; Carpentier, por ejemplo, no tuvo suerte con La consagración de la primavera de hacer un libro que tenga cierto ángel, como creo yo que lo hay en Los perros del paraíso. Pero es difícil que el ángel venga; no viene siempre.
En diferentes intervenciones Ud. ha tendido a establecer una diferencia entre el español de España y el de América. ¿Existe -a su parecer- una sola tradición hispánica? Lezama Lima nos recordaba en su ensayo Imagen de América Latina que el conquistador nombra la realidad americana de acuerdo a las semejanzas que establece con su recuerdo del Viejo Mundo. Esta mecánica de la sustitución, ciertamente, está en la base de nuestra expresión. Pero también hay que reconocer que cualquier soneto de Quevedo, que la lujuria verbal de un Góngora, que los extravíos de la picaresca, nos pertenecen de la manera más legitima. El hecho de que una novela como Los perros del paraíso se haya planteado explorar nuestros orígenes en la Península Ibérica, en esa relación adolescente de los Reyes Católicos, es demostrativo de la necesidad de descubrir el pedazo de nuestro ser que se gestó del otro lado del océano. ¿Puede entonces hablarse de una sola tradición hispánica? ¿Es América otra manera del ser hispano?
No. Pero habitamos un solo continente verbal donde Larreta, argentino, es más español que Góngora, que era americano mucho antes de América. Ese maravilloso continente verbal no tiene que elegir el camino de las exclusiones ni de las oposiciones. No existiría Lezama Lima si Lezama Lima no fuera un conocedor de años y años del lenguaje español del Siglo de Oro. Ningún escritor latinoamericano de los que pretenden crear idiomas -entre los que modestamente trato de incluirme: aquellos que prefieren el hecho de creación de lenguaje a la narración comunicativa simple- deja de ser absolutamente español en esa sensibilidad de lo clásico, en ese gusto y conocimiento profundo del idioma. En este sentido, creo que no hay oposición. Pero creo que también es verdad que hay un español de España que se hace americano y un español de España que se recibe de América. Es una interrelación dialéctica de lenguaje muy profunda y muy constructiva. No hay que verla en una clave de exclusión ni de choque. Hay que verla más bien como una dialéctica suave, sin oposiciones bélicas, siempre tendiendo a una síntesis amable y creada por hombres de gran talento. Ya un hombre como Bernal Díaz del Castillo -que es para mí el más brillante de todos los cronistas, un genio de la literatura que todavía está un poco en la segunda de ascenso-, por ejemplo, nos trae desde España una frescura notable para hablar de América. Frescura que tenemos que aceptar totalmente, muy superior a la de los cronistas de raíz indígena. Bernal Díaz escribe mejor que Huamán Poma. De todas maneras, habitamos un solo continente verbal que tiene una gran importancia mundial, que está creando una literatura que ocupa un espacio de primer orden en la literatura universal. Ningún otro grupo literario -después de la gran novela norteamericana de los años 20 y de la novela alemana de Hesse, Mann, Carossa- ha sido tan intenso como el nuestro. Tenemos que estar orgullosos y habitar este continente de idioma siempre abierto como lo fue el latino. Nosotros somos latinos y el latín fue un idioma de imperio, un idioma que integraba las palabras de Britania, Egipto, Persia y procesaba todo en formas para ser dichas dentro del latín. Nosotros somos los nuevos latinos, formamos un imperio espiritual aunque no lo sepamos. Y en ese imperio espiritual que habitamos, el idioma se enriquece por las dos puntas, por las dos corrientes: la clásica-maravillosa española y la absolutamente fantaseosa y revitalizadora de América. En otras palabras, América le da al español una fantasía que no tenía. Esto es muy importante. Porque hay una estética de Góngora, pero no hay en Góngora la fantasía que tenía Lezama Lima.
Las influencias recíprocas ya se han visto. Nuestros modernistas, por ejemplo, influyeron mucho a la generación del 98: Unamuno, Machado…
Unamuno nunca pudo llegar a escribir como un modernista. Unamuno, que era poeta de la naturaleza, estaba más cerca de Gonzalo de Berceo que de la sensualidad del idioma. Ese hombre duro y maravilloso que era Unamuno no podía pasar a la sensualidad del idioma americano. Era un problema de cuerdas sensuales que no tenía. Pero sí Valle-Inclán…
Pasando a otro punto, ¿ qué visión nos daría de la novelística hispanoamericana actual? Sabemos que el llamado boom de los años 60 por lo menos confirmó la existencia de una tradición. Descubrimos, de pronto, que detrás de los telones ya existían un Rulfo, un Onetti, incluso un Felisberto Hernández. . .
Sí, mi visión es optimista, es viviente. Se está creando en la poesía de manera muy intensa y sigue creándose en la novela. Hay voces nuevas, fuertes. La imaginación está viva; el taller está andando. No hay nada que temer. No hay ningún ápice, ningún atisbo de decadencia. Es un gran taller febril, constructivo, que incluye naturalmente a nuestro querido Brasil, donde se da una novelística de primer orden. Pero, sobre todo, la base viviente es la poesía. La poesía está viva en América. Hay centros. Yo conocí hace unos años lo que era Perú poéticamente: una verdadera maravilla. Los poetas ocupaban un lugar extraordinario. También la poesía chilena… En todos lados están estos focos que son la gran usina del lenguaje, del sentimiento, del conocimiento del yo americano, de la verdadera visión de nuestro ser -la más refinada de toda que es la que construye el lírico…
Una pregunta de rigor -aunque ya Ud. haya nombrado algunos autores.
¿Qué lecturas han sido determinantes en su oficio de escritor?
Bueno, yo nací en una ciudad donde había que leerse de todo. Era así. Si yo estaba en un café y llegaba Mastronardi y decía que había que leer la traducción de un poeta taoísta, inmediatamente había que saber eso. Nos formábamos entonces por una enorme avidez de todas las corrientes. En mí lo que ya era determinante fue la línea trágica de la literatura a través de los rusos y después la línea de los escritores norteamericanos. Yo nunca fui muy amante de la literatura francesa. Estudié y viví en Francia muchos años. Pero, fundamentalmente, la idea de la novela para mí, en esta primera etapa de escritor, era la idea total de un análisis de la condición humana. Mucho después llegué a la convicción de que la novela era también un ente puramente literario. Llegué a comprender entonces a Borges y a Lezama Lima en dos cuerdas totalmente distintas: lo conceptual, lo culto, que es Borges, y la gran fiesta del lenguaje, que es Lezama. Entonces, en esa primera época fue más bien la novela rusa. Y es cuando yo me acerqué a Ernesto Sábato, que es el escritor que plasmó un poco esa línea en Argentina y en América de la novela de los temas sicológicos, de la condición humana, de la angustia de la existencia. Después, sí. Después es la literatura latinoamericana, la poesía en todas sus formas.
¿ Y qué nos podría decir de su lectura de autores venezolanos?
Los autores venezolanos para nosotros eran un poco remotos. Siempre habíamos creído que eran autores lejanos a nuestra existencia. No quisiera pecar -en el país que me ha dado el «Rómulo Gallegos»- de imprudente, de ser mal comprendido. Pero la verdad es que Venezuela no era la primera potencia literaria de América. Rómulo Gallegos sí. Era un hombre que se lo conocía como un gigante violento, un hombre de la tierra. Pero era como un planeta, un poco solitario. En la poesía nunca hemos conocido a los modernistas bien. Los raros de Venezuela tampoco los conocíamos. De manera que hubo un elemento de ignorancia porque era un poco retraída la literatura venezolana. Quizás esté arriesgando demasiado al decir esto pero quiero ser totalmente honesto. Y luego, ya más cerca, nosotros habíamos notado que en Venezuela no se había producido el gran escritor. Nosotros teníamos a don Arturo Uslar Pietri como un pionero de una línea, pero nunca habíamos pensado que toda esa enorme cultura y ese cúmulo de intereses humanos y literarios cuajara en una obra total. Con Miguel Otero Silva también teníamos un pequeño reparo. Miguel Otero nos parecía un escritor muy poderoso, muy honesto, pero literariamente, en Argentina, nunca era tenido. Esta es un poco la opinión argentina. Porque yo soy un lector totalmente desordenado; tengo grandes lagunas. Hablo, pues, por el medio literario en el que me forjé; medio que conozco a fondo. He sido amigo de Borges; soy amigo íntimo de Sábato, de Enrique Molina, de todos los escritores. Ninguno de ellos tenía nunca en primer plano la literatura venezolana, que yo recuerde. Lo digo con toda honestidad.
Por último, permítame hacerle una pregunta imprudente. A mí me llamó la atención esa dedicatoria a Iván en Los perros del paraíso. Al parecer, a él le debe el título de su novela. ¿Qué nos puede decir de eso?
Nada. Es un episodio muy personal y doloroso. Iván es mi hijo, que murió. Era un dios –mi hijo- y él me regaló el título de la novela. Los dioses a veces no se quedan mucho tiempo de este lado; los dioses se van del otro lado por opción. Y él fue un ser esplendente que en un momento determinado me regaló el titulo como los ángeles que visitan a Abraham en la Biblia y vuelven a su naturaleza poderosa donde los reencontraré.