Antonio Requeni, La Prensa, 25/04/1993
Estamos en la residencia de la embajada argentina en Praga. La mansión es propiedad familiar del presidente de la república checa, el dramaturgo Vaclav Havel, que la alquila desde hace años a la representación diplomática. El embajador es también escritor, nada menos que uno de nuestros mejores novelistas, Abel Posse, recientemente distinguido con el premio del Concurso Extremadura ’92 convocado por la Comisión Española del V Centenario y dotado con 150.000 dólares.
La actividad diplomática ha llevado al novelista a residir en ciudades como Moscú, Lima, Venecia, París, Tel Aviv, y en esta hermosísima capital, cuna del mítico Golem, de otros inventores de mitos poéticos como Rilke y Kafka y creadores de inmortales melodías como Smetana y Dvorak. Afuera cae la nieve. La temperatura es de 10 grados bajo cero. Adentro, en el hogar encendido, los leños chisporrotean.
La novela moderna
Abel Posse, despojado de su condición de embajador y vestido por dentro con el hábito literario, que es el que íntimamente prefiere, charla con este viejo amigo periodista para quien la literatura constituye, también, una secreta pasión. Ambos coinciden en algunas preocupaciones y el novelista desgrana sus lúcidos y a veces polémicos juicios.
¿No te parece que después de Proust, Kafka y Joyce se advierte una suerte de agotamiento en la narrativa europea?
Agregaría algunos nombres indispensables -contesta Posse- para señalar el último momento de gran creatividad europea: Hermann Broch, Musil, Genet, Céline Italo Calvino y Nabokov. En realidad, todos ellos culminaron su obra antes o inmediatamente después de la segunda guerra. Luego se produce el gran silencio. En Europa ni hay sombra de Joyces o Kafkas. La experiencia joyceana no dejó consecuencias creativas (es un universo agotado en sí mismo, un unicum, que no logra romper el cerrojo de la novela francesa del siglo XIX. Es un deconstrucción de lo real que se reconstruye a la manera cubista. Pero todo sigue «sin saltar la barrera», en torno de la anodina cotidianidad del señor Bloom).
La verdadera revolución, después de los novelistas norteamericanos de entreguerras, la producen los latinoamericanos. Restablecen el «principio de fantasía»; liberan la narratividad con la poética, rompen el lenguaje no a la manera de los surrealistas, sino armonizando el plano consciente con el onírico. Es un revolucionario retorno a la libertad cervantina.
Lezama Lima, Carpentier, Rulfo, Borges, Guimaraes Rosa, Arguedas, Molina, García Márquez, son nombres como para afirmar que estamos viviendo un nuevo siglo de oro, que seguramente se inició con Darío y los poetas, Neruda, Huidbro, Vallejo . . . No hay nada comparable en ninguna literatura de nuestro tiempo.
¿Cuál será la razón de esa inesperada irrupción de la narrativa latinoamericana en la literatura mundial? ¿Se trata de una moda o hay razones profundas para que ese fenómeno se haya producido?
Creo que es difícil explicar por qué, en una región o país, se produce un gran momento literario (la novela francesa del siglo XIX, la novelística rusa de fin de siglo; las narrativas norteamericana y alemana de entreguerras, la lírica alemana del siglo pasado . . .) Sábato, en uno de sus lúcidos ensayos, habla de «zona de quiebra». Lo cierto es que en nuestra América, continente adolescente, la literatura parece acompañar la fantasía y la febrilidad de toda gran adolescencia (esperemos que no sea eterna).
No creo en modas. La literatura latinoamericana de este siglo (incluyendo a Pessoa y Guimaraes Rosa) es la expresión del continente espiritual más vivo dentro de las literaturas occidentales. Ante el fracaso de la política (después de Bolívar) y ante la carencia de un pensamiento filosófico con lenguaje propio; en América latina fue el gran nexo de unión, el ágora silencioso, el fundamento del renacimiento actual de nuestra gran comunidad cultural, sin expresiones políticas y económicas unitivas (todavía).
Mientras que las ideologías nos descalificaban, la literatura nos revelaba y rebelaba. Nos hicieron creer-desde los «modelos»- que América latina era un cero a la izquierda (ni siquiera computaban que Brasil es la octava potencia industrial del mundo o que la Argentina en 1929 estaba delante de Canadá, Italia y el mismo Japón en el juego -siempre epidérmico y frívolo- de las estadísticas que hoy se adoran).
El largo atardecer
Acabas de recibir un premio importante en Espada con tu última novela «El largo atardecer del caminante«. ¿En qué medida son predominantes en esta novela el factor histórico y el factor imaginativo?
La historia (oficial) siempre es el pretexto para una trasgresión, para una nueva interpretación de los hechos. En nuestra América los escritores nos hemos vengado de la versión oficial de la conquista y de la colonización, que duró hasta este siglo. Hemos recobrado la historiografía desde la imaginación. Hemos decodificado escrituras ocultas. Al supuesto cientificismo de los académicos e historiadores hemos respondido desde otra metafísica: la de la fantasía.
Mi novela cuenta la increíble odisea de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el más descomunal peatón civil de la historia; caminó ocho mil kilómetros descubriendo en solitario gran parte de los Estados Unidos (sólo Henry Miller se ocupó de él. Estados Unidos no quiere ser descubierto por un andaluz católico que llevaba de asistente a un negro).
En ésta y otras novelas tuyas encuentro una inclinación a interpretar la voz o la versión de los vencidos. ¿»El largo atardecer» está en esa línea?
Sí, en la medida que Cabeza de Vaca, el protagonista, llega a la costa de América como náufrago desnudo y como conquistador de cruz y coraza. Este accidente, su desnudez, le permitió ceder a la tentación de sobrevivir como indio. Se mezcla, aprende artes de sobrevivencia y brujería (se hace curandero o terapeuta, como se quiera). Ese personaje increíble, anticonquistador por excelencia, se da cuenta de la existencia de otros dioses y de una relación con la naturaleza muy diferente de la que propone la pervertida concepción judeocristiana que exportaba el catolicismo imperial, el catolicismo militar, oficial.
A través de esa experiencia emerge la voz de los vencidos y los expulsados dioses de América, que por suerte todavía rondan y en parte nos rescatan de la hecatombe civilizatoria…
Escritor marginal
¿Cómo ves desde Europa tu posición de escritor en la Argentina?
Soy un escritor marginal y tal vez un poco marginalizado. Muchos no me conocen. Por suerte tengo un pequeño público fiel y mis obras, por sus particularidades literarias, son muy estudiadas en el plano universitario, no sólo en la Argentina. Esas particularidades de mi forma de narrar explican que existan ya 16 traducciones de mis libros, pero es en la Argentina donde me va menos bien. No vivo en el país, resultará tal vez extraño que sea diplomático . . . Como diría Ortega, «Los tontos de izquierda y de derecha» me hacen el favor de no adoptarme. Yo creo en el lector inteligente, en la cocreación con el lector, formando una unidad subversiva, silente; en el callado universo de la lectura. Me consuelo pensando en la exclusión de Borges, de Arlt, de Lugones, de Mondolfo . . . Las exclusiones, seguramente, forman parte de la «sociología de la literatura».
En lo referente a mi obra, me veo como más americano que argentino. Mis temas son atípicos. Mi estilo también. He pretendido innovar en la forma de narrar la historia de América. En Los perros del paraíso y en Daimón intenté un estilo entre barroco y conceptual, entre porteño y subtropical. Si quieres, me siento muy cercano, guardando las distancias, de ese gran solitario que es Enrique Molina.
Ultima novela
¿Podrías decir algo de la novela que estás escribiendo actualmente?
Tal vez sea mi mayor intento literario. Ojalá tenga ángel y viva. Me divierto mucho escribiéndola. Es la conquista como invasión cultural. Son los jesuitas yendo hacia el Paraguay (los imagino perplejos ante los místicos guaraníes con sus drogas, con su paraíso hecho de baile, con el dios del cosmos, hermanados con yaguaretés y monos . . .) Es un poco la historia de toda la cultura de Occidente a través de la iglesia y la peripecia de unos jóvenes tiroleses que se forman en Roma y son enviados al Mato Grosso. Cosas de la iglesia . . . Se llamará Los heraldos negros, en homenaje a Vallejo. Desde las barrancas del Paraná los guaraníes verían a los jesuitas entrando con las balsas como triangulitos negros sobre el eterno verde tropical . . .