Expreso, 05/05/1991
Pocos como Jorge Luis Borges han podido llenar tantas páginas con sus comentarios sobre otros autores. Sus prólogos son antológicos y en no pocos casos superaban al texto auspiciado. Un hombre con tantas críticas no podía ser arbitrario e individual en sus juicios. El también escritor argentino Abel Posse recuerda, en este texto, algunas de sus conversaciones con Borges sobre la literatura española y americana, y varios de sus sorprendentes fallos. Posiblemente, para muchos lectores sea más importante el arte de esgrima verbal puesto por el maestro argentino, que la objetividad o justicia de sus apreciaciones. En cualquier caso, siempre será una excusa válida decir que quien dijo esto no fue Borges, sino el otro…
Luis Borges estaba muy lejos de ser un erudito. No pretendía serlo. Era, un gran artista de la palabra, uno de los pocos creadores de lenguaje. Todo dato cultural, a veces parcial o simplemente extraído de una enciclopedia; era útil para su fabulación. Era un creador. Tomaba las ideas ‑filosóficas, teológicas o literarias‑ y las procesaba extrayendo de ellas contenidos inesperados. Le servían sólo como un mero trampolín para segregar su propia y sorprendente sabiduría y, sobre todo, para desplegar su lenguaje. Los críticos europeos han mitificado la supuesta erudición y sabiduría de Borges. Hablando ton él, sorprendía tanto lo que había leído y su interpretación originalísima de los textos como lo que ignoraba. (Era un territorio maravilloso, pero con lagunas tan grandes como las de Nicaragua.)
De su visión general sobre la literatura española citaré. Textualmente algunos párrafos que considero harto indicativos. Me dijo: La literatura española, trataré de decirlo en forma cortés, empieza espléndidamente con los romances, que son realmente lindísimos. Luego surgen escritores admirables como Fray Luis de León, que para mí sigue siendo el mejor poeta castellano. Y San Juan de la Cruz… Y así llegamos a El quijote, que es un libro verdaderamente inagotable, sobretodo en la segunda parte. Pero después ocurre algo que ya se nota en dos hombres de genio como lo son Quevedo y Góngora: todo se torna rígido. Uno tiene la impresión de que no hay caras sino máscaras. La culminación de este fenómeno se da en Baltasar Gracián, donde ya no se siente ninguna pasión ni sensibilidad. Es un mero juego deformas, como el cubismo o la literatura de Joyoe. Luego tenemos el siglo XVIII, muy pobre, y el movimiento romántico, donde España sirve para inspirar a todo el mundo menos a los españoles. Solamente queda Bécquer, una réplica débil del primer Heme.
Digamos que esta fue la posición básica de Borges frente a una literatura que siempre leyó con ojos prevenidos.
Esa imagen de acartonamiento prevalecería en el juicio de Borges.
En relación con los autores contemporáneos, su juicio era accidental o inexistente, porque los había leído poco. Tenía en alta estima la poesía de Jorge Guillén, y esto es perfectamente explicable por la altura de su lírica. Gran gourmet de lo idiomático, exaltó como extraordinario escritor y una figura no estrictamente literaria a Saavedra Fajardo. Recuerdo que estábamos en su viejo departamento de la calle Maipú y me llevó hasta su cuarto, pequeño, monacal, con una cama de una plaza adosada a la pared (Borges dejó sin usar, como estaba, el cuarto principal desde que su madre murió) y con una biblioteca‑vitrina donde al tanteo tomó el librazo de Saavedra Fajardo, heredado de su padre, y me citó una frase memorable cuando Saavedra habla de los escoceses: “El Tribunal de sus iras y sus venganzas es la espada”.
En el mismo sentido, consideraba a Gómez de la Serna la mayor aparición estilística en la literatura española. Gómez de la Serna fue un extraordinario literato y quedará en las letras. Buenos Aires le hizo mal. Pienso que podría haber sido un gran poeta, aparte del excelente prosista que es. Las Greguerías le anularon muchas posibilidades: si uno se acostumbra a pensar en norma tan atomizada termina atomizado. Al final se disgregó en greguerías…
Recuerdo que a raíz de Gómez de la Serna le hablé de una curiosa personalidad de la literatura argentina, Macedonio Fernández, que los críticos argentinos exaltan y hasta elevan a la categoría de maestro de Borges. Borges me dijo que tenía afecto y buen recuerdo por el talento humorístico y las ocurrencias de Macedonio, pero que éste era un talento limitado y pura mente oral. Dijo: Macedonio no quedará en la literatura. A Macedonio sólo lo pueden apreciar quienes le oyeron contar las cosas… Lo consideraba una personalidad excepcional. Un escritor que no había alcanzado a dominar la expresión, ni en la poesía ni en la prosa. Que intentó enunciar vagas teorías sobre la novela sin saber escribir ninguna obra que pueda ser considerada como tal. (Me dijo algo así como esa mala costumbre de la arrogancia argentina) Macedonio nunca pretendió ser escritor. Lo inventaron escritor quienes no lo conocieron. Tal vez debe su fama a ese nombre tan curioso, Macedonio…, y ya que hablamos de él quisiera citar una frase que suscribo totalmente. Decía que los españoles y los hispanoamericanos deberíamos llamarnos la familia de Cervantes. Seria difícil encontrar la misma unanimidad si hablásemos de la familia de Quevedo.
Las opiniones de Borges sobre la generación del 98 eran bastante desconcertantes. Lo que más me sorprendió fue cuando dijo que Valle‑Inclán era un gran guarango (obsceno). Una vulgaridad. Le pregunté si realmente era posible que no le encontrase valor literario y me dijo que no, que no lo tenía. Me parece de mal gusto y pienso que como persona debió de ser bastante desagradable.
Indagando un poco, comprendí que no tenía un conocimiento profundo de la obra de Valle y que la violencia y la fuerza del gran gallego excedían las posibilidades de tolerancia de Borges.
No pude menos que decirle que Valle‑Inclán había sido, era, el mayor creador de lenguaje de la España de este siglo. Me pareció que Borges tomó nota de mi defensa como algo más bien arbitrario.
Creo que aquí se mezclaba una noción de gusto que Borges solía imponer en sus juicios y preferencias. La formación francesa e inglesa quizá le velaba el ingreso en el estilo de Valle. Era, creo, un rechazo epidérmico e inicial que se fue transformando en definitivo.
Tal vez tentando por el otro cuerno, le acerqué la prosa de Azorín, indirecta, sugerente, precisa, refinada y sin desborde alguno que pueda aproximarlo al volcán Valle‑Inclán. También lo desechó casi sin más trámite: No me gusta. Evaristo Carriego decía que Azorín escribía estilo pan rallado». ¿Quería decir esto porque escribía sin unidad?
¿Y Baroja?, le pregunté. Lo recuerdo con afecto. Se le quiere más a él que a su obra, y eso no es bueno para un escritor. Es al revés de lo que pasa con Shakespeare. Todos recordamos Hamlet y casi no nos interesa el hombre que lo escribió.
¿Y Galdós? Me dijo: Nunca me interesó, aunque leí Misericordia con placer. En general no me interesa esa novela que se inicia en Flaubert y según la cual, cuando uno entra en una habitación tiene que describir todos los muebles que ve…
Pensé en aquella ocasión que si Borges, como otros argentinos de su generación, hubiese leído a Galdós en francés, éste ocuparía un puesto no inferior al de Balzac en su escala de valores.
La influencia de la literatura francesa desde finales de siglo tuvo mucho de oposición a la cultura / incultura del siglo XX español. A Borges le gustaba contar una anécdota de su admirado Lugones, quien aconsejó así al joven novelista Manuel Gálvez: ¿Para qué lee usted literatura española? Es como si leyese literatura búlgara. Lea la gran literatura y olvídese de esas piezas de museo de literatura española, búlgara, etcétera».
Borges pasaba de la exaltada ponderación de El quijote y de Quevedo a una especie de sospecha y desconocimiento generalizado de todo el resto.
Cuando le nombré a Calderón me dijo: Calderón era un payador, o si se quiere, una superstición de los alemanes.
Algunas ventajas reconocía: por ejemplo, la grandeza de Gracilazo, pero descontándole la formación italiana y la influencia de Petrarca. Pero Gracilazo es más fuerte y más grande.
En una conversación anterior, calificó a García Lorca de gitano profesional. Le dije que eso era tremendamente injusto. (Borges, para ubicar un buen chiste, una boutade, podía ir mucho más lejos de lo propuesto. Seguramente para él Lorca era un publicitario poeta que había visitado Buenos Aires y con quien no había congeniado.) Me dijo: Nunca me interesó García Lorca, pero no me gustaría que alguien crea que tengo algo contra los andaluces: Yo hubiera querido ser andaluz. Nunca hubiera querido ser catalán… ¿Tampoco le interesó el teatro de Lorca? Tampoco. Vi Yerma y no me gustó; peor me pareció mala.
Después, como recapitulando: Mire, yo creo que le dimos más a España que España a Hispanoamérica, a partir de Darío… Le retruqué que había que andar con cuidado con ese tipo de afirmaciones, porque los creadores de la gran prosa hispanoamericana (entre los que él se contaba) han creado su lenguaje a partir de extraordinaria poesía española. Borges lo negó: No creo, más bien pienso que tienen influencias de los franceses. Dije que eso tal vez podía pasar en las letras argentinas, nacidas del cosmopolitismo, pero que no era el caso, por ejemplo, de los maestros cubanos como Lezama Lima, Carpentier o Severo Sarduy. No puedo decirle nada porque no los he leído, me dijo. Y a propósito de García Loma y para demostrarle que no tengo nada contra los poetas españoles, me gustaría rescatar a alguien que todos tienen por un erudito pero que también era un gran poeta injustamente olvidado: me refiero a Marcelino Menéndez y Pelayo. Mire este verso: La náyade en el agua de la fuente…
Borges tampoco conocía la obra de Cela, el último Nóbel español. Seguramente La colmena o La mazurca le habrían parecido obras violentas, un poco guarangas, como las de Valle‑Inclán.
Pero no. Ya es tarde como para alegar contra esos juicios nacidos de la valleinclanesca arbitrariedad de Jorge Luis Borges (esas siempre sugestivas arbitrariedades de Borges), que murió convencido de que en la literatura española prevalecen las máscaras sobre las personas.