Expreso, Lima, 10/02/1999 (pag 066)
Cuando el Canciller Di Tella bajó del avión en Lima, el 11 de agosto pasado, no pensaba que ese viaje de cortesía protocolar, como estaba programado, se transformaría en una dramática carrera contra la catástrofe. Eran tan apacibles los propósitos del Canciller que hasta había imaginado una escapada con su señora hacia esa América Profunda del Machu Pichu. Tal vez sentía que su cultura, refinadamente oxoniana, reclamaba como un verdadero imperativo espiritual ese homenaje a los dioses perdidos.
Horas antes de la llegada del Canciller, en base a las laboriosas informaciones de nuestros agregados, comprendimos que el cuadro de la tensa situación entre Perú y Ecuador en la zona del Cenepa, se había agravado hasta el alerta rojo. Era un hecho nuevo: el paso del peligro al estallido.
Los asesores inmediatos del Canciller traían una visión menos extremista. Me tocó vivir la situación que Harold Nicholson en su libro «La Diplomacia» considera la más difícil para un diplomático: dar malas noticias, incomodar con lo dramático. Tuve que argumentar enérgicamente contra la actitud confiada de mis colegas. Los datos obtenidos por la Embajada sobre las posiciones militares, eran irrefutables. Toda la flota del Perú estaba concentrada entorno a Paita. No se trataría ya de escaramuzas de frontera.
Nos urgía trasladarnos al Palacio Pizarro para la programada entrevista con el Presidente Fujimori. El encuentro arrancó con la amabilidad de lo meramente protocolar, pero fue virando hacia lo grave. El Presidente nos confió que en algunos puntos las tropas estaban a menos de cien metros de distancia. Un sólo disparo, un insulto, encendería el imprevisible polvorín, la atroz caja de Pandora. Tropas ecuatorianas se habían situado en zona que si bien no había sido demarcada, Perú y los juristas de los países garantes (Brasil, Argentina, Estados Unidos y Chile) consideraban peruana.
El diálogo con el Presidente se prolongaba. Sabíamos que tanto en Ecuador, como en Perú, había un firme «partido de la guerra» con intereses a veces espúreos, pero también con la convicción de lo sentimental‑patriótico. Después de tres enfrentamientos graves a lo largo de más de cuarenta años, ambos nacionalismos se habían exacerbado. La «razón militar» prevalecía.
Nuestro Canciller y sus asesores veíamos desmoronarse los tres arduos años de las últimas negociaciones. Justo en el umbral de la paz fundada en derecho. Veíamos que ya no se trataría de una guerra selvática y fronteriza sino de una guerra total que costaría muchas vidas humanas, y un enorme dispendio de millones de dólares en armamento. Sería de Enorme desprestigio para nuestra América, en puertas de la gran crisis que hoy nos sacude. Y una derrota de la diplomacia de los garantes después de los últimos años de esfuerzos.
Todo esto flotaba entorno a la mesa del Presidente Fujimori. Entonces surgió la corazonada argentina.
‑ ¿Por qué no intentar lo último…? Podríamos empezar mañana mismo ‑ofreció al Canciller Di Tella.
‑ Mañana, pero a las ocho ‑ironizó significativamente el Presidente Fujimori. El Embajador Chiaradia y los especialistas de Torre Tagle iniciaron esa misma tarde los trabajos previos.
Desde allí la visita del Canciller se transformó en un frenético ir y venir de documentos y llamados. El partido de la guerra presionaba. Los titulares de los diarios limeños llamaban a la «dignidad de las armas».
La recepción a las autoridades peruanas que ofreció en nuestra Embajada el Canciller Di Tella se transformó en un cotilleo digno del Congreso de Viena. Ir y venir de funcionarios ante la mirada perpleja de setecientos invitados. Dos salas de la Embajada se transformaron en mesa de deliberaciones terminales.
Se hizo un puente telefónico con el Hilton de Quito donde el Presidente Mahuad festejaba su flamante investidura. Por suerte estaban sus asesores principales en la materia. En otro celular y en contacto permanente con el Canciller del Perú, Ferrero Costa, estaba el Presidente Fujimori. El Canciller Di Tella iba y venía entre los celulares y los bocetos de solución. Argumentaba contra las airadas negativas de las partes. Sacaba de la manga alternativas. Sobre los mapas y expedientes algún circulo de champagne derramado pero sobre todo, vasos de jugo de naranja. Mientras los colegas peruanos deliberaban, Di Tella se distraía hojeando artículos sobre estrategia continental de la biblioteca de la Embajada.
Los invitados se iban, comprendiendo que algo pasaba de importante como para semejante y disparatado ir y venir digno de «El Congreso se divierte».
Urgía ir al aeropuerto: a las once debía partir el Canciller. Allí se habilitó una gran sala y se restableció contacto con los Presidentes. En una despareja hoja de agenda Di Tella marcó en comunicación con el Presidente Mahuad, los ajustes que este le dictaba sobre lo que sería la «Zona de Control y Vigilancia» que posibilitaría a las pocas horas separar las fuerzas tan peligrosamente enfrentadas.
Se demoró la salida del avión de línea una hora con la excusa de cargar combustible. Los viajeros que protestaban no sabían que esa incomodidad era también precio por una paz imprescindible.
Los Presidentes desde sus celulares a través del Canciller argentino acordaron las líneas básicas de la zona de distensión. Pese a las oposiciones de último momento del «partido de la guerra», se convino precisar la exacta posición geográfica de la zona.
Di Tella, extenuado después de ese sobresalto de treinta y seis horas me dijo al pie del avión con su ironía de siempre:
6¿Por qué no piensa algo para mi próxima visita a Lima?‑.
El resto sería fácil. Tanto en Perú como en Ecuador el «partido de la guerra» quedó destruido. En el amanecer de esa larga y fructífera noche, el Presidente Fujimori con una determinación de verdadero estadista viajó solo y de urgencia, convencido ya de poder consolidar la paz, hacia Brasilia y Buenos Aires. De nuestra Capital pasaría a Asunción y sería en el cuarto de hotel del Presidente Menem donde Fujimori y Mahuad consolidarían ese bosquejo de paz basado en aquel croquis de la hoja de agenda del Canciller Di Tella, con vestigios de champagne derramado y azúcar impalpable de pisco limeño.
La corazonada había triunfado. El Presidente Fujimori calificaría de «providencial» la visita del Canciller argentino a Lima.