Diario 16, 16/02/1984
Cuando alguien muere, Lo esencial de toda una vida de algún modo, se hace presente en torno al difunto. El pasado abandona su rincón umbrío y es como un armario de familia en día de mudanza; de los cajones entreabiertos salen restos de vida antigua a la impúdica luz del día.
El cortejo
Esto pensaba cuando iba agregado al cortejo que, bajo un inesperado sol matinal, avanzaba por el íntimo cementerio de Montparnasse. Donde Wilde y Baudelaire y Abelardo y Eloisa, reposan para siempre (o hasta el probable hongo nuclear).
Pensé que aquél era un cortejo de cronopios y famas, absolutamente cortazinado. Aquella marea de cuatrocientas personas y periodistas contenía mucha parte de personajes de novelas. Amigos, enemigos desarmados por la muerte, profesores, representantes oficiales, las sucesivas viudas (que, como el champán, deberían llevar indicado el año y la década correspondiente). Viudas de pasión o de orden, jurídicas o afectivas, que de algún modo son el centro obligado de todo velorio. Entre tanta gente pensé que alguien tenía las manos de la Maga, la nariz de Travelar, el desamparo de Oliveari, las frustraciones de la atroz pianista Berthe Trepat.
En ese cortejo había mucho del mundo de Cortázar: gente de Francia y desarraigados porteños, bandoneonistas y amantes, políticos de izquierda y astutos editores de centroderecha y varios poetas herméticos de esos que no se animan a confesarse una sana vocación de sastres o peluqueros.
El cortejo se silenció cuando el féretro fue descendido en la misma tumba donde yace su último amor, Carol Dunlop; muerta también, de leucemia un año antes. Desde aquel momento los personajes, como vacíos, retornaban entre los árboles liberados de su creador.
Cuando en 1952 Cortázar se largó a París buscando horizontes, después de la larga intoxicación de populismo peronista como él decía; creyó que dejaba atrás una mala Argentina, una frustración. En realidad, poco se puede hacer con los signos y mapas que nos deja la patria aunque vivamos treinta años afuera y nos hagamos franceses como él hizo.
Cortázar en París empezó a escribir y a comprender la Argentina, (en Argentina había escrito dos libros de poemas más bien franceses). La nostalgia le ganó la pluma; de repente apareció una plaza de Chivilcoy, pueblito de la provincia de Buenos Aires, o la tristeza de una ráfaga de tangos, o el recuerdo de los personajes de un café de colegiales.
Se fabricó la cultura de los buenos escritores argentinos de su tiempo, más formados en lo europeo que lo hispanoamericano. Una cultura autodidacta, universal, enciclopédica, capaz de avanzar con soltura por los caminos más exóticos. Cortázar hizo propios el jazz, la música de Xenakis, la novelística inglesa, la alta lírica alemana, la pintura de Mondrian, etcétera. Se formó como un esteta, pero con el tiempo de un humanista del Renacimiento.
De aquel peronismo de bombo y malevos sindicales, le fue quedando, como a pocos en su generación, un sentimiento de comprensión que con el tiempo se impuso al desprecio inicial. Supo entender que en aquel confuso movimiento peronista, mandado por fascistas pero alentado por los desamparados, había una profunda fuerza de reivindicación popular, una voluntad de esencias revolucionarias.
El choque entre la realidad de aquella cultura universal y su origen argentino (ser argentino de ciudad es vivir la doble periferia de lo europeo y lo americano) se puso en evidencia cómo ninguna otra de sus obras, en “Rayuela”, tal vez el libro más juvenil y fresco de nuestra reciente literatura.
Vida intensa
Cortázar no da en su obra una respuesta final, conclusiva, «un mensaje». Nos deja, como otras grandes novelas, una sensación de movimiento, una invitación al riesgo, un sabor de vida intensa. La vida escapa, como siempre, por la puerta del misterio, pero al concluirse la lectura de “Rayuela”, nos sentimos inevitablemente llamados a participar de ella, como de una fascinante aventura ineludible. Este tal vez fue el mensaje que Cortázar no quiso o no pudo dar con una expresión conceptual. Prefirió el lenguaje entre poético y elusivamente fragmentario que en las primeras páginas de “Rayuela” ya lo ubican como uno de los mayores prosistas de nuestros tiempo.
Yo prefiero demorarme en “Rayuela” y más que en el texto en el espíritu que lo engendró. Creo que Cortázar siguió siendo como sus personajes, oscilando entre lo infantil y lo sublime, horrorizado de caer en lo solemne. Ese espíritu le oriento en sus últimos años hacia la política, cometiendo a veces grandes ingenuidades, pero se mantuvo, sin embargo, noblemente abierto al intento de hacer viable una América Latina donde la vida fuese posible. Se anotó sin retazos en todas las causas a las que su visión humanista lo acercaba. Fue revolucionario de corazón, no de razón (me imagino que la prosa de Lenin o de Marx no estaban entre sus libros de cabecera). Se jugó por Cuba (con suerte alternante) y ahora por Nicaragua, país al que veía torpemente presionado entre la invasión y la culta indiferencia de los foros diplomáticos internacionales.
Casi todo su tiempo final estuvo ocupado por el amor, el de la mencionada Carol Dunlop, que murió poco antes que él de leucemia, y por la entusiástica actividad política.
Amor y política
Aquel que había tenido horror de las masas peronistas de 1952 murió en París propiciando todos los movimientos populares de esta crítica América Latina de hoy. Y, sin embargo, nada de estas nobles actividades ocupan o desplazan el lugar del escritor Cortázar, que fue capaz de dejar algunas páginas inolvidables, y justamente tal vez las que tiene menos que ver con la política. Nunca permitió que las ideologías o las circunstancias maleasen su buena literatura. Esta es una de las mayores lecciones que nos deja. Cortázar fue como su rostro, en el que hasta el momento de su muerte hubo un rasgo de niño. Se negó a la adultez por lo que implica de acabado, de “perfeccionado”. Se prefirió adolescente, abierto y creador. Imperfecto, vivo. «Cuando alguien muere» es el título de un libro de Jules Romains. Habla de la aparentemente contradictoria sensación de vacío y de presencia que el muerto nos deja. En el caso de Julio Cortázar su vacío tiene el tamaño de un extraordinario, inolvidable universo imaginario.