ABC, 30/12/1990
Uno más uno, 12/01/1991
La Historia se burla de los analistas políticos y de los diplomáticos casi con la misma saña que emplea Dios para desconcertar a los teólogos. Recientemente, en un artículo publicado en Le Monde, el famoso sovietólogo Michel Tatu explicaba y se justificaba ante sus lectores afirmando que no era tarea de los analistas prever el proceso que se vive en los países del Este. Había un dejo de fracaso entre líneas. Algo similar a la frustración del protagonista de El Desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati: después de atisbar durante toda una vida los menores movimientos de la frontera, los tártaros invaden el día de su retiro. Es sabido que la historia elige sus testigos y que parece excluir a los demasiados voluntarios y profesionales. En ninguna cancillería se sospechó la magnitud y la rapidez de lo que estaba pasando. Parecería que la gente estaba acostumbrada ya a sólo creer en las guerras o en las resoluciones de los organismos internacionales. Una vez más la historia nos demuestra su naturaleza gatuna: se aparece y desaparece cuando se le antoja. Los políticos y los teóricos quedan chicos frente a su poder: ante los recientes sucesos de Alemania (tenemos que empezar a acostumbrarnos a escribir una sola palabra) parecían actores sin libreto, improvisando como podían en la escena.
Este sorpresivo proceso no deja de tener su lado incómodo mundo ya parecía definitivamente instalado, como diría Ortega, en el amenazador pero añoso equilibrio de los dos gigantes (una amenaza de muchos años se transforma también en costumbre, por peligrosa que fuere). El mundo había aprendido a seguir su curso mientras ellos forcejeaban sin que ya pudiéramos saber si se trataba de furia o de juego. De repente un gigante murió de infarto y el otro se quedó sólo, como un cíclope acosado por la intuición desilusionante de que más que una victoria se trataba de la derrota del otro por su propia enfermedad.
Lo cierto es que el mundo se descompensó por causa de una mutación incontenible que no necesitó problemas, negociadores ni fusiles, salvo en el lamentable caso de Rumania. ¿Qué politólogo hubiera imaginado que al imperio soviético le esperaba un final gandhiano?
Lo que ocurre tiene tanta fuerza y determinación popular que parece irreversible aunque los arsenales nucleares sigan estando y los pactos sigan vigentes.
Sin dudas las palabras perestroika y glasnost no son ajenas a esta gigantesca mutación. Pero sospecho que el señor Gorbachov debe experimentar lo que sintió (muy brevemente) ese ciudadano japonés que a las ocho en punto de la mañana del 6 de agosto de 1945, en una ciudad llamada Hiroshima, apretó el botón del baño y oyó un estrépito inaudito y la caída del sol sobre la tierra. Toda noción de causa‑efecto quedó desarticulada en su instante final de conciencia.
En el Este se abren las ventanas y portones del colegio interno. Se pasa de su vida asegurada y ordenada en un sistema de teocracia laica, a los primeros pasos en ese espacio fascinante pero peligroso donde Kierkegaard señalaba «el vértigo de la libertad».
Lo cierto es que los alemanes, de quienes el vulgo suele tener preferentemente una imagen de reiteradas violencias, se visitan amablemente una vez removido el kolosal mamparo que habían edificado. Los del oeste, los primos ricos, les regalan a los visitantes una flor y cien marcos al asomarse a los bordes de la fiesta consumista. Los del este, más modestamente, les ofrecen algunos paisajes wagnerianos todavía no tocados por el progreso y las mejores y más baratas salchichas, las de la región de Leipzig.
Con estas serenas cordialidades lograron en pocas semanas lo que el Führer no logró pese a la atrocidad, la histeria y sesenta malones de muertos: consolidar Das Grosse Deutschland como la primer potencia europea (incluida Rusia). Porque el resurgimiento de la Gran Alemania como una sola nación es la resultante más notable del actual proceso político y geopolítico en curso. Aunque todavía y durante bastante tiempo no figure en los papeles, el Reich ya se alza como una realidad, con Berlín como capital, en medio de una Europa que tiene que reciclar todos sus conceptos comunitarios pensados por diplomáticos que no creen en sorpresas.’
No caben dudas de que Alemania, por propia gravitación, retomará su espacio de potencia central, capaz de integrar y financiar como protagonista principal el largo proceso de asimilación de ese Este que viene del frío.
No menos fascinante, aunque todavía apenas sugerido, es el posible acercamiento de los países (o mejor: de las culturas) que conformaron el antiguo Imperio Austro‑Húngaro. Me refiero a Hungría, Checoslovaquia y probablemente regiones de Polonia y de Rumania. Tal vez conformen en el futuro un espacio vinculado por cierto estilo y una tradición cultural de raíz germánica.
Es probable que los historiadores futuros ubiquen a Polonia como el epicentro político (Solidarnosc, la Iglesia) que desencadenó la actual revolución. País agrario, bucólico, de tardío pero entusiasta catolicismo, parece condenado al eterno retorno cíclico de Vico: terminadas sus luchas contra los zares ‑blancos o rojos‑ se vega nuevamente obligado a ubicarse frente al poderío teutónico. Polonia padeció el destino de ser el suburbio de tres grandes imperios, el ruso‑‑soviético, el austro‑húngaro y el Reich. Cada sobresalto histórico cambió sus fronteras o la transformó en campo de batallas. Fue injustamente relegada a ser exportadora tradicional de sacerdotes, melancolías chopinianas, hortalizas y servicio doméstico para toda la Europa de los grandes.
Se abre una nueva perspectiva de importancia incuestionable. Se evidencia que la Europa del Mercado Común era una respuesta parcial y temporaria, un momento inicial de la reconstitución del poderío y de la cultura europeos después del colapso de la segunda guerra mundial. El eclipse de las superpotencias tal vez esté en la clave de este fascinante proceso. Europa occidental con la Comunidad ya se había liberado de la hegemonía anglosajona. Faltaba el Este y eso se produjo en el fascinante y realmente histórico 1989 (tal vez esta cifra quedará como 1789, 1848 o 1945).
La Europa que penó de Gaulle hace treinta años causando escándalo en rusos y norteamericanos, está en vías de ser la verdadera forma del futuro. Una Europa de naciones diversas pero unida por una cultura múltiple, milenaria y de genial creatividad. Una Europa del Atlántico al Ural.
Ante estos grandes movimientos que parecen más geológicos que políticos, un verdadero desplazamiento de continentes, los esquemas de interpretación habituales quedaron superados. Se puede imaginar toda una diplomacia destinada a moderar el peso de Alemania, como centro de gravedad. Es probable que Inglaterra se afirme en su Commonwealth para fortalecer su influencia y que algo parecido haga Francia con su destartalada África negra.
Visto el panorama desde lejos, resulta obvio que España deba ocupar el gran lugar histórico que le corresponde en el concierto europeo. (1492 fue en realidad un episodio ibérico y americano pero también el gran nacimiento de una Europa que hasta entonces había estado sujeta por la barrera del eurocentrismo. El Descubrimiento la proyectó como cultura/civilización a escala global. Fue un hecho políticamente español, pero culturalmente europeo.)
El verdadero peso y significación de España en la Gran Europa que surge dependerá de su capacidad para reconocer y poner en valor el verdadero espacio geopolítico y geocultural que nace de su historia y que es Iberoamérica. En esta época de resurgimiento de culturas frente a la política de las ideologías y de los intereses económicos de superficie, seria de gran importancia que España comprenda ‑más allá de la retórica- su gran proyección transatlántica.
La concepción excluyentemente comunitaria es hoy necesariamente mini‑europeísta. España es el corazón de un gran continente mercantil-cultural. El provincianismo y el explicable entusiasmo mercantil-comunitario han quedado superados por la nueva realidad.
Hoy la política provinciana no basta. Es tiempo de estadistas.
Argentina y nuestra América
Esta nueva realidad conlleva necesariamente consecuencias para Argentina y para toda nuestra América. Desde un punto de vista económico y de cooperación tecnológica continental, es harto probable que los esfuerzos de las naciones industrializadas sean dedicados a los países del Este. Es explicable pues tratan de consolidar el paso de la otra mitad de Europa a una economía de mercado que significará el fin del llamado sistema socialista soviético. Hay que comprender que así sea. Es la gran jugada política de nuestro tiempo y probablemente el fin de un largo, peligroso y costosísimo ciclo de confrontación.
En este tiempo de resurgimientos nacionales y culturales, donde las divisiones político‑ideológicas han sido superadas por movimientos de fondo, deberíamos comprender que nuestro destino está inexorablemente unido a la necesidad de integración regional. Proceso que deberá empeñar toda una generación, tal como ocurrió en Europa desde la firma de los Tratados de Roma. Desde un punto de vista hemisférico esta integración regional deberá centrarse en la relación Brasil‑Argentina. Las culturas son el gran el elemento unitivo de nuestro tiempo. América Latina es una cultura, un estilo, una idiosincrasia y una gran voluntad de vida, de ser, que todavía no acertó con su expresión política y su justo modelo de convivencia y desarrollo. Nuestra cercanía idiomática es una gran riqueza. Habitamos un de unos 400 millones de seres. Tenemos un potencial geográfico y humano evidente. Somos capaces del arte, de la ciencia, de la tecnología. La exitosa y autónoma aventura de Argentina en el orden de la energía nuclear (la tecnología de punta de nuestra época) es la prueba rotunda de esa capacidad. Lo mismo supo demostrar Brasil en su industria pesada y su tecnología sofisticada. Hoy Brasil es la séptima potencia industrial del mundo.
Nos falta la voluntad de nacer (y de nacer sin muletas). Ya no hay fórmulas ni modelos de importación. En cierto modo estamos desamparados, como repentinos huérfanos enfrentados a tener que poner en valor un enorme caudal de riquezas hasta ahora descuidadas o administradas en relación a expectativas ya sin vigencia. Ya no queda la utopía de izquierda de agregarnos a un difunto sistema socialista mundial, ni somos aceptados como pares o socios de un capitalismo que empeña sus capitales en objetivos más urgentes.
Por cierto que plasmar un centro de poder local sin una clase dirigente imaginativa y decidida y anonadados por un enorme endeudamiento exterior, no es cosa fácil. Estamos todavía en el centro de la decadencia, intentando salvar nuestras provincias sin comprender que la única salida es la proyección nacional/continentalista.
Estamos en el momento histórico justo para ese nacimiento demorado desde el fracaso de Bolívar. Nos falta una sola cosa: creer en la realidad y en la fuerza de nosotros mismos.