Ciro Bianchi Ross, Cuba Internacional
LOS BOGAVANTES Y LA BOCA DEL TIGRE LOS escribió en la URSS, Daimón, en Venecia, Los perros deL paraíso, en París, La reina de¡ Plata, en Israel… El novelista argentino Abel Posse escribe en aquellos lugares a los que lo lleva su profesión de diplomático. Cuando salió de su país, a los 24 años, para irse a estudiar a Europa, tenía escrito un puñado de cuentos y poemas y dos novelas de adolescencia, una de las cuales ganó mención en un concurso. Pero sus títulos universitarios no los mencionó siquiera en esta entrevista. Es muy riguroso en, su antología personal y aunque no se avergüenza ni abjura de nada que haya escrito, porque no tiene la pretensión de vivir el arte con mayúscula, cree que la zona más literaria de su obra hay que buscarla en sus novelas de carácter histórico, ése ciclo narrativo que comienzo con Los perros de¡ paraíso, que le valió el Premio Rómulo Gallegos 1987, prosigue con Daimón, aunque se publicara antes que el título precedente, y concluirá con Los heraldos negros.
Hasta esas novelas históricas, Abel Posse escribía en la línea de lo que André Gide llamaba «el diálogo con los temas de nuestro tiempo». Había recibido la influencia de los grandes novelistas rusos de¡ siglo XIX y también la de los norteamericanos de los años 20, estaba cerca de Ernesto Sábato, con quien mantiene una gran amistad, y la novela era para él un análisis total de lo condición humana. «Mucho después llegué a la convicción de que la novela era también un ente puramente literario», diría en una entrevista concedida el año pasado en Caracas. «Llegué a comprender entonces a Borges y a Lezama lima en dos cuerdas totalmente distintas: lo conceptual, lo culto, que es Borges, y la gran fiesta del lenguaje, que es Lezama». Entre una zona y otra de su obra, ocurre un hecho trascendental para él: viaja a Perú y allí descubre América latina, una tierra hasta entonces remota pare un escritor marcado por el hecho cultural de Buenos Aires ‑culterano, europeísta‑ que miraba incluso el interior de su país con las claves de cierto turismo literario, tal como había visto Borges a los poetas gauchescos.
«En Perú sentí entonces el tema de América», añadió en la entrevista aludida. «Tuve las primeras ocurrencias de mi vinculación con el lenguaje, integrando lo surreal con el bajorreal histórico, que son los juegos míos… juegos que químicamente articulados forman el estilo. Yo nací a eso, a ese estilo, en Perú… Luego, cuando de Perú paso a vivir a Venecia, comprendo que Venecia, Perú y América latina forman una unidad rarísima, unidad que da pie a una novela como Daimón».
‑El auge actual de la novela histórica en América latina obedece al deseo de buscar las causas de nuestras desgracias ‑me dijo. Teníamos una visión crítica de nuestro pasado colonial y esa actitud nos llevó necesariamente hacia la novela histórica y a indagar con ella en los orígenes de la fractura que diera lugar a un continente profundamente enfermo.
Los perros del paraíso se liga directamente al tema del drama americano. En el triángulo formado por Isabel la Católica, Fernando de Aragón y Cristóbal Colón, Posse busca los orígenes de un sueño grandioso e imperial que, a su juicio, está en la base de las actuales desdichas e definiciones latinoamericanos, y plasma en su novela un encuentro de civilizaciones que comenzó con el intercambio de regalos y terminó en un genocidio. Narra cómo los conquistadores, esas dignidades barbadas que creyeron ver algunos indígenas, saquearon el paraíso que antes los había impresionado. En el drama todos pierden, incluidos los colonizadores y, al final, sólo quedan esos perros vagabundos que andan por los caminos de América en espera de la recreación de¡ jardín arruinado.
Cree que la literatura latinoamericana ocupa un espacio de primer orden en las letras universales: ningún otro grupo literario tiene su intensidad, y asigna a esa literatura un lugar de vanguardia en la resistencia frente a la «invadiente subcultura de importación» que afecta las formas de sensibilidad y estilo latinoamericanos.
«Los abusadores de nuestra América se llevaron y se llevan mucho, pero todavía, como diablos desilusionados en su contrato fáustico, no han podido con nuestra alma. Los poetas y escritores son los designados para expresarla. Para decir quiénes realmente somos y dónde estamos en estos tiempos de interesada confusión», expresó en las palabras con las que agradeció el Premio Rómulo Gallegos.
Esta entrevista se realizó, durante dos sesiones, en La Habana, en los días que Abel Posse pasó aquí invitado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba a fin de participar en las jornadas de su IV Congreso.
‑Cuba me ha interesado siempre por su Revolución y su significación continental. Llevo años, siguiendo su proceso político y soy gran admirador de la literatura cubana, la más rica de todas las que se hacen en Hispanoamérica. Me entusiasman poetas como Elíseo Diego y Miguel Barnet, y, por supuesto, los monstruos de la prosa contemporánea cubana, un gigante como Lezama Lima, muy caribeño y, al mismo tiempo, muy español y muy americano también, y Alejo Carpentier, narrador de lenguaje majestuoso, hombre rigurosamente comprometido con su realidad histórica y todo un señor en la búsqueda de lo profundo americano, como lo demuestra en Los pasos perdidos… Comprenderá mi alegría de estar aquí.
Finalizada su misión en Israel como encargado de negocios, Posse se estableció en Buenos Aires y trabajó durante algunos años en la cancillería argentina. Cuando se le asignó otra misión diplomática, tuvo entonces rango de embajador. Acaba de aparecer su más reciente novela, La reina del Plata; Daimón se publicó hasta ahora en cinco países, y Los perros… que alcanzó ocho ediciones en español en cuatro años, se traduce a diez idiomas, lo que es significativo en la obra de un narrador que propone siempre un lectura ardua. ¿Y Los heraldos negros? Reproduzco lo que, con respecto a ella, manifestó su autor al venezolano Antonio López Ortega:
«Es la historia del máximo delirio europeo con América. Está el delirio del imperio, de la conquista, pero el mayor es haber querido crear la ciudad de Dios, agustiniana, en América, que fue el proyecto de los jesuitas al crear el imperio del Paraguay… Ellos sabían que el imperio español había tocado las castas y las zonas de riquezas pero no los bosques. Entonces penetraron los bosques. Y la materia de salvación iban a ser los indios, los tupí‑guaraní, porque eran hombres no acabados ‑como se había decretado en los concilios. Eran casi hombres, pero no hombres del todo; podrían ser cristianos, pero cristianos como niños. Los jesuitas hacen entonces una labor increíble de fundación, de reino salvado, donde los hombres, ab initio, con una educación y un modo de vida que va a ser socialista, van a alejarse del pecado, del demonismo de una sociedad brutal y violenta, van a crear el gran apartamiento que es el viejo mito de la Jerusalén de la tierra. Yo juego con esa oposición: la metafísica judeocristiana y la mística ‑para ellos desconocida americana. Cuando viene un jesuita, que tiene un sentido pragmático, teológico y místico, y choca con esos místicos desaforados que son los tupi-guaraní, que bailan, que toman drogas para no salir del contacto con el cosmos, que buscan el paraíso y se trasladan, bueno, ese jesuita es superado por algo mucho más religioso de lo que él podía imaginar. Entonces ese juego, con esas claves de humorismo que yo suelo usar en mis novelas, va a posibilitarme ‑si tengo suerte, hay mucho de suerte en la literatura.‑ hacer un libro que tenga cierto ángel, como creo yo que lo hay en Los perros del paraíso. Pero es difícil que el ángel venga, no viene siempre».
TODO ESCRITOR ES UN CORREDOR SOLITARIO
-¿Cómo busca los temas de sus novelas?
‑El tema puede nacer de una obsesión, de un pequeño gesto, de un matiz que se hace fijo, reiterativo y que se transforma en propuesta o hipótesis para una novela y que no muy coordinadamente se llena con imágenes y situaciones. Al comienzo, el proyecto es como una especie de cajón de sastre donde uno guarda palabras e ideas que permanecen ahí hasta que llega ese momento verdaderamente terrible en que se decide comenzar a escribir el libro. Entonces el fantasma empieza a habitarse y al final queda la obra que uno siente que vivió y siente que va a vivir también en el otro.
‑Me imagino que cada una de sus novelas de carácter histórico lo obliga a la búsqueda de los datos y materiales que requerirá para escribirla. ¿Los procura cuando tiene decidido el tema o son, por el contrario, datos y materiales ya conocidos los que le sugieren el tema de una novela?
‑Busco los materiales necesarios a veces q medida que avanzo en el libro. Hago juegos surrealistas que, en ocasiones, parten de hechos reales que asumo en su verdad o como un trampolín. Es un procedimiento muy complicado… Pienso que la historia de la conquista y colonización de América, tal como la contaron los vencedores, contiene una cuota mínima de verdad ‑yo, como novelista, no puedo hacer mi libro ateniéndome a unos pocos documentos y al mero testimonio de los triunfadores imperiales porque no nos dan una versión exacta de lo que ocurrió, verdad transdocumentaria que yo tengo que reconstruir.
‑¿Cómo, entonces?
‑Mediante una interpretación afectiva de los hechos, de los datos que quedan, como estilo, de aquellos civilizaciones precolombinas, a través de una arqueología o, mejor, de una arqueo antropología que me permite reconstruir una imagen del pasado que competa y a veces hasta cambia lo que podríamos llamar la versión colonial hispana o colonial, a secas. Aunque esa reconstrucción no sea exacta, se siente verdadera. Cuando leemos El siglo de las luces, por ejemplo, tenemos la sensación de que el mundo representado por Alejo Carpentier y la aventura de sus personajes son expresión aguda de la realidad histórico‑social de la fecha en que se inscribe la novela. Es así, pero eso no lo logró Carpentier con el calco de datos precisos, sino por el cúmulo de información heterogénea que tenía en su poder y un mecanismo de intuiciones que le permitieron hacer una recreación que refleja una realidad.
‑¿Cómo escribe usted?
‑En los buenos momentos, mucho y corrido. Se ha dicho, y es cierto, que un escritor tiene que aprender a forzar la mano; yo diría: a forzar la mano en el buen momento. En esos buenos momentos trato de acumular una masa de trabajo grande sobre la que vuelvo después con cuidado. Si el trabajo se hace propicio, escribo de día y de noche, en un momento yen todos los momentos. Todos los días y a mano. Enmiendo y paso en limpio en seguida, también a mano, para ver con mayor claridad cómo marcha la cosa. Cuando el libro. está hecho, lo mecanografío yo mismo y entrego la copia a mi mujer para que saque a máquina la que se remitirá al editor. Trato, en todo momento, de restarle solemnidad al acto de escribir, al papel que empleo, al bolígrafo, a la tipiadora… Si me pongo solemne, me trabo, me silencio a mí mismo porque, para crear, requiero la comodidad y el desparpajo del borracho.
‑¿Muestra esa versión final a los amigos antes de enviarla al editor? ¿Acepta sus propuestas de cambio si las hacen?
‑Con esa mafia secreta que son los escritores argentinos aprendí en mi juventud que nunca deben mostrarse los manuscritos. Fuera de mi mujer, el editor es mi primer lector. Uno sabe si la obra que escribió está bien o no. No vale la pena darle a leer a alguien lo que uno ha escrito para que lo elogie, y si ese alguien nos critica, es muy molesto… Nada es más terrible que lo desinflen a uno. Además, yo no necesito amigos, sino cómplices, y, en esto, prefiero seguir el ejemplo de Jorge Luis Borges que entregaba a unas señoritos sus textos para que los mecanografiaran y ellas afirmaban invariablemente que eran maravillosos.
‑¿Qué opinión tiene sobre su propia obra publicada
‑Borges decía que su aspiración era la de dejar sólo una página que mereciera ser rescatada. Yo aspiro a que se recuerde tan sólo una secuencia de alguna de mis novelas; eso quisiera.
‑¿Reasume toda su obra o hay libros que gustaría de dejar fuera de ella?
‑Nunca he tenido la pretensión de vivir el arte con mayúscula. Soy muy riguroso en mi antología personal. He escrito novelas que no nombro siquiera, pero no me avergüenzan. No reniego de los demonios ocultos, digamos, pero no le otorgo ningún privilegio. Ya le dije: no hay que solemnizar la literatura de ninguna manera, y en eso la lección de Julio Cortázar sigue siendo válida y admirable.
‑¿Y qué libros están en esa estricta selección personal?
‑Títulos como Daimón y los perros del paraíso, que me parecen la parte más cuidada, más literaria de mi obra.
‑Es decir, la zona de su narrativa que engarza con la historia.
‑Los demonios ocultos, Los bogavantes, La boca del tigre… abordan temas de actualidad, son libros escritos en la tradición de la novela ciudadana argentina, en la línea de Ernesto Sábato y Eduardo Mallen. Quizás en esa mismo cuerda se inscriba mi novela más reciente, La reina del Plata, pero no en el orden de la narrativa tradicional, sino como un juego con las ucronías, las diacronías y el simultaneismo.
‑¿Menciona a Mallen y a Sábato como influencias?
‑No, los mencioné más bien como una vinculación referencial a fin de demostrar que se trata de una novelística culta que se enfrenta a los temas de nuestro tiempo, no con un sabor ecuménico, sino con el universo de Buenos Aires, sus leyes, su estilo, sus vivencias… Un ámbito rico, pero limitado. Esa zona de la novela ciudadana se hizo secundaria en mi obra cuando me fui a vivir a Perú y me topé allí con la realidad de América latina en su forma más rica y dolorosa, al mismo tiempo, más evidente, y donde, con todo su peso, vivía o sobrevivía en la gran comunidad indígenas postergada en los Andes.
‑¿Cuáles son sus influencias, entonces?
‑Yo surgí como un escritor bonaerense, un novelista del microcosmos cultural portuario, volcado hacia Europa, como Borges, Sábato y Cortázar, y con un conocimiento bastante amplio de las literaturas extranjeras, incluso los exóticas. Uno estaba sentado en un café y de pronto entraba Carlos Mastronardi, el gran amigo de Borges, entusiasmado por la lectura de un poeta taoísta, nos contagiaba su alegría y uno salía a buscar ese libro… Quiero decir con esto que se leía de todo y se tenía una formación universal; había que saberlo todo… En Perú, como ya le dije, descubrí América y en mi paso al ciclo de novelas históricas me guiaron poetas y narradores latinoamericanos, y, en buena parte, cubanos ‑Lezama Lima, Carpentier…‑, en los que hallé lecciones de dominio del lenguaje, de integración de poesía y prosa y, en suma, de actividad creadora. Entre los europeos contemporáneos no puedo dejar de mencionar la influencia estética de Vladimir Nabokov quien, sobre todo en su novela Ada o el ardor, es el creador que mejor supo encender su obra con lo que llamaría el espíritu flaubertiano; la exigencia extrema de Flaubert la veo repetida sólo en Nobokov en lo que se refiere al mundo de las letras no latinoamericanas.
‑¿Cómo se inserta su obra en la actual novelística argentina?
‑Soy un escritor marginal. Borges y Cortázar fueron también escritores marginales; lo fue también Roberto Arlt. El destino de los escritores argentinos es la marginalidad, porque la argentina es una sociedad muy heterogénea, una sociedad golpeada en extremo. Eso hace que los escritores de mi país sean poco comunitarios. Un congreso como éste de los escritores y artistas cubanos, admirable en todos los sentidos, donde hemos visto a 500 delegados debatir la forma de cómo mejorar su realidad, resulta inconcebible en Argentina. Allá no podemos imaginar una reunión como ésta; allá el Estado nos da fama, a veces, con tal de que sigamos siendo inocuos y no tengamos vigencia alguna con relación a la escala del poder… Volviendo a su pregunta le diré que no escapo a eso regla general que es la marginalidad, aunque denote una inclinación más continental que portuaria. Me marca, desde luego, el hecho cultural de Buenos Aires, pero miro hacia América Latina, como hizo en su momento el poeta Enrique Molina. Una vez dije que, de no haber salido de mi país, tal vez hubiese terminado escribiendo sobre Salta. Pero no vamos a confundirnos, Buenos Aires también es América. Todo es selva; la selva de Horacio Quiroga y la selva de cemento de Roberto Arlt.
‑¿Cómo surge su vocación de escritor?
‑Fui escritor desde la infancia. Ya a los ocho o nueve años me procuraba en una panadería grandes hojas de papel de envolver y escribía en ellas las novelas que después vendía a mi abuelo. La primera vez que «hice la rata» en la escuela, esto es, que me ausenté sin motivo que lo justificara, fue para irme ala biblioteca del periódico La Prensa a fin de buscar datos para una supuesta novela histórica sobre la Roma imperial que quería escribir: tenía 13 años. A los 16 ó. 17, escribía tímidamente, y a los 18 ya me consideraba bastante escritor. Fue entonces cuando los poetas Conrado Nalé Roxlo y Carlos Mastronardi me llevaron a la Sociedad Argentina de Escritores y se publicaron mis primeras cosas en El Mundo, de Buenos Aires. que era entonces ‑fíjese, era‑ una ciudad fascinante, una verdadera y espléndida capital cultural. Había acceso a todos los grandes libros y a todos los libros raros y en los cafés lo mismo se hablaba de los metafísicos ingleses que de los místicos bizantinos o de la poesía china. Yo creo que si algo le falta a Cuba, donde tantos sueños se hicieron realidad, es eso, esa borrachera del libro del Buenos Aires de mi juventud en que había incluso librerías de turno en medio de la madrugada. Las noches eran larguísimas entonces y uno las caminaba y aprendía en un ambiente rico y cosmopolita, pero totalmente acriollado, un ambiente cuyo representante máximo será para siempre Jorge Luis Borges. Mágico Buenos Aires que dio los mejores momentos de la literatura argentina y que lamentablemente comenzó a perderse a raíz del fin del primer gobierno de Perón y fue cayendo sin remedio, de manera interrumpida, hasta hoy en que sólo queda la arrogancia de los porteños que se creen aún en otro mundo sin darse cuenta de que en otros lugares de América Latina se hicieron las cosas que ellos todavía se arrogan y ya no viven.
‑¿Ha conocido momentos de desaliento en su carrera de escritor?
‑Todo escritor es un corredor solitario. El aliento, a veces, es destructivo, y el desaliento es peor. Yo me construí un bastión con la ayuda de unos pocos cómplices que me apoyaron en mi soledad, un bastión del que, por supuesto, excluí a los críticos. Me imagino que Lezama Lima debe haber hecho otro tanto, y es que si uno no procede de esa forma será incapaz de escribir nada. Borges pasó por momentos terribles, años durante los cuales sólo se vendieron 10 ó 15 ejemplares de sus libros. Sin embargo, no desmayó. Muy próximo ya a su muerte, me dijo en Venecia que comenzaba a preocuparle lo mucho que se estaban vendiendo sus obras ya que se percataba de que las estaban adquiriendo gente que no las leería jamás. Yo pienso que es fundamental que un escritor crea en sí mismo y pienso además que mucho peor que tenerse en sobreestima, es subestimarse.
‑¿Qué importancia concede al Premio Rómulo Gallegos?
‑Lo acepté con inmensa alegría y lo quiero como lo que es, un galardón de nuestras letras. Por un azar le tocó a mi novela. Podría haberle tocado a los libros de Lisandro Otero, Alfredo Bryce Echenique.o Camilo José Cela, por sólo mencionar a los escritores más completos que optaron por el galardón. Pero el jurado se equivocó a mi favor y premió así mi novela preferida, el libro que más quiero entre todos los que llevo escritos, el que trabajé más cuidadosamente: me costó cuatro años de esfuerzo. Fue una inmensa alegría saber que había merecido el premio. Un escritor trabaja en y desde su soledad, sintiendo una cierta orgullosa desesperación por saber cómo se recibirá su obra, y tiene que agradecer de por vida un premio como ése.
‑¿No ha pensado en dedicarse exclusivamente a la literatura?
‑Tengo el temor de dedicarme sólo a la literatura. Soy como un gato que avanza por el mundo y rehuyo la relación frontal con las cosas. Llevo 23 años en la carrera diplomático y no pienso abandonarla, pero, claro, al hacer el balance de mi vida el escritor le gana al diplomático. Si paso un día sin escribir porque mis compromisos me obligan a asistir a una recepción o a ‑un brindis boladí, al día siguiente trabajo el doble pare recuperar el tiempo que perdí. El politeísmo es insalubre, pero es mi destino.
«Se habla a menudo de las ventajas de la carrera diplomática para un escritor: significa viajes, representatividad, una remuneración más o menos elevada, una vida más o menos cómoda… pero con frecuencia se olvidan sus desventajas. Tengo entendido que un diplomático no puede publicar una línea sin autorización de su embajador, sin contar que el hecho de representar a un gobierno lo obliga a morderse la lengua muchas veces.
«No es mi caso. Escribo en periódicos argentinos y españoles sobre temas políticos y literarios y opino libremente; no he tenido choques. Siempre he necesitado trabajar en otra cosa. Si me hice diplomático fue para no tener que pensar en la plata que podrían darme o no mis libros. La profesión que escogí me permite potenciarme. Me gusta, le veo sus lados positivos y en cuanto a los negativos… bueno, tengo una visión totalizadora del mundo y de la vida y eso me calma.
‑¿Cómo es Abel Posse, el hombre?
‑Me lo he jugado todo a la novela. Nunca recogí en libro mis cuentos ni mis poemas. Quizás, cuando con los heraldos negros concluyo mi ciclo narrativo, me ponga a escribir poemas… Mea Tsé‑Tung y otros políticos chinos pensaban que lo único inteligente era retirarse a escribir poesía, una formo de compendiar el mundo… En otro orden, me gustan el deporte, la naturaleza y, sobre todo, los viajes. Mi profesión, ya ve usted, me permite satisfacer ese deseo, lo único que, con los años, cada vez me cuesta más trabajo viajar y ahora mis mejores viajes son los que hago desde mi escritorio, con mis libros y papeles, con mi imaginación. Todo argentino es un poco borgeano. Para Borges, la perfección del mundo era una biblioteca. Yo, más de la calle y de la noche, pienso que la perfección es una infinita librería de viejos. Un escritor tiene pocas realizaciones y numerosas deudas consigo mismo, y son muchos sus fantasmas.