La Nación, 30/10/2001
El episodio de las abolidas torres gemelas pone en evidencia los conflictos ocultos que no vemos en tiempos de ilusión y bonanza. En el último decenio dos autores cobraron fama transacadémica con dos artículos breves, Francis Fukuyama y Samuel Huntington. Las ideas concisas y optimistas de Fukuyama (Sus predecesores argentinos de más de 20 años fueron García Venturini y José Luis de Imaz) corrieron como una bocanada de aire fresco cuando se empezaban a levantar agobiantes sospechas sobre el curso de la sociedad mundial. Como sabemos, vaticinó que habíamos pasado el umbral de la armonía universal soñada desde Dante hasta Juan Bautista Alberdi y el Presidente Wilson. Por fin un mundo donde se cambiaban los sobresaltos de la grandeza y del heroísmo por la placentera mediocridad. No más carisma. No más gloriosos redentores de países o de clases oprimidas. Naser, Perón, De Gaulle, Jomeini, Guevara, Mao o Evita. El paraíso gris estaba a nuestro lado y no lo habíamos querido ver: mercados abiertos y democracias municipales a cargo de administradores quinquenales, algo como entre escandinavo y suizo. Fukuyama pensó que inaugurábamos un mundo donde las distinciones, particularidades y tradiciones no darían más bien vergüenza. Se abría un mundo laico, bidimensional, preferentemente municipal, donde la mayor pasión que nos quedaría sería el buen sentido y donde la verdad no fuese lo que votasen la mayoría de concejales o diputados. (El mismo Fukuyama anotó hacia el final de su famoso artículo “Todo será bastante aburrido”). Pero la travesura humana continuó. ¿Por qué seguimos haciendo Historia para desesperación de Fukuyama y de mucha gente bienintencionada?: Porque nos aburrimos y porque sufrimos. La Historia, con su manto escarlata, nos fascina. Casi cuando el politólogo Fukuyama ponía el punto final de su texto, Bush padre lanzaba la teleguerra del Golfo. Después fue Kosovo, el bombardeo de Yugoslavia en nombre del bien, la ejecución idiota de las estatuas milenarias de un Buda donde los talibanes veían el mal, la demolición de Palestina, etc.
Lo cierto es que estamos y seguimos en un mundo con Historia, donde el humanismo imperial se vuelve tan homicida como la revolución justiciera que a falta de armas mayores termina en la canallada del terrorismo. La ceguera de lo Absoluto oscurece los dioses más nobles, pone cuchillos ensangrentados en las manos de Cristo y de Mahoma.
Fukuyama había inventado una ilusión para la polis occidental. Se había olvidado los datos de las Naciones Unidas. Las tres cuartas partes de la humanidad no duerme entre las sábanas ni sueña con la carta de crédito. Su optimismo de la globalización feliz cayó en el estrépito de las torres abolidas de Manhattan y arrastró desde Cavallo a Vargas Llosa y desde Popper a von Hayek. Cayó en lo político y en lo económico un forzado sueño de abstracta armonía mundial hollywoodense: la catástrofe del 11 de septiembre parece más programada por un Spielberg siniestro, ebrio de efectos especiales, que por místicos barbados de una religión que detesta la imagen y el espectáculo.
Se puede decir que Fukuyama sintetizó el sueño de fugar de la Historia desde el lado liberal y democrático, con el mismo entusiasmo de aquellos marxistas-leninistas que creyeron que su revolución inauguraba un nuevo ciclo humano y que todo lo anterior a 1917 sería pre-historia.
El hombre existe en su cultura
También en la última década y en un artículo memorable, Samuel Huntington advirtió que se inauguraba una nueva etapa de historia: la del choque de las civilizaciones que no pueden aceptar el barniz del mercantilismo globalizante. Pasaríamos de los universalismos ilusorios y superficiales, del occidentalismo de aeropuerto, subcultura audiovisual, comida para animales de granja y de una libertad de mercados teórica y hasta hipócrita por asimétrica, a una realidad de hombres y pueblos vinculados por lazos profundos de costumbres, orgullo histórico, religión, y diferentes voluntades y representaciones de calidad de vida.
Ya nos va pareciendo un delirio que salteños y samoyedos, andaluces y australianos, neoyorquinos y venecianos, berlineses y napolitanos estén ya unificados por el detalle de la democracia electoral y los mercados abiertos y el Internet. El disparate se desmorona con las torres gemelas. Se estaba confundiendo con demasiado entusiasmo el barniz referido con el mito de la sociedad universal lógicamente cantado por el apátrida V.S. Naipaul, asombrosamente laureado. Los hombres no son iguales, ni piensan igual ni quieren ser iguales, y menos aún igualados por el sistema mercantil mundializado. Además tienen dioses diversos y gozan con distintas cosas: unos dormirse entre las dunas del desierto de Marsa Matruk; otros sentarse en la cafetería de Lexington y 52 Street. (Ambos gozan, por unos días, cuando se conocen, si por azar se visitan en sus mundos remotos). Uno pertenece a una cultura que pide el velo y la discreción de la mujer en público, el otro cree normal que la subcultura mercantil audiovisual use el desnudo femenino para vender desde aspirina hasta un automóvil. Mejor que se saluden y se vuelvan; que no traten de predicarse y salvarse mutuamente. Salvo para los imperialistas, los hombres pueden vivir en la diversidad.
Mucho antes de lo que está pasando, Huntington escribió en su libro principal: “El problema para Occidente no es el fundamentalismo islámico. Es el Islam, una civilización diferente cuya gente está convencida de la superioridad de su cultura a la vez que está obsesionada por la inferioridad de su poder”.
Lo que está antes del terrorismo actual tiene más de 1400 años de antigüedad y es un largo combate de culturas. Y para Huntington todo se agrava cuando el Occidente anglosajón está convencido de la universalidad de su cultura y cree que su poder superior, a pesar de la decadencia moral, lo obliga a extenderla como panacea universal. Las asimetrías y la continua irritación por el tema palestino empezaron a consolidar el absolutismo islámico incluso entre los países más moderados.
El combate entre el místico descalzo y el guerrero electrónico puede ser muy terrible. El que tiene armamento superior históricamente siempre quiso la guerra oficial. Al débil siempre le quedó la oscuridad, la punta del cuchillo (o cimitarra). La cruzada es diurna y mediática, pero la Jihad es nocturna y secular. El místico suicida no suele tener nada aquí, abajo, busca la eternidad. Hay que evitar la peligrosa confrontación de ellos con quienes apuestan más por la vida que por los espacios de la muerte.