La Nación, 05/05/1993
¿Podríamos imaginar al canciller Kohl o Mitterrand, Major o Felipe Gonzáles, exultantes, jactándose por haber liberado del trabajo a diecisiete millones de personas (de toda la Comunidad Europea)?.
No. Porque los sin trabajo y se llaman desocupados, o parados, pero no «becarios».
Hemos creado una sociedad en la que los triunfos son los castigos: un desocupado o un jubilado nunca se sentirá como un liberado del yugo, sino como un fracasado. La sociedad de la automatización y de la computadora los excluye, pero no los libera ni los privilegia, los transforma más bien en neuróticos.
Y a veces en enfermos sociales y hasta físicos (se comprobó que la jubilación es un trauma tal como para propiciar el desarrollo de ciertos cánceres).
Ningún estadista logró convencer a ningún desocupado o jubilado para que se sienta como feliz sobrante de mano de obra, como una especia de elegido del triunfo industrial ‑ tecnológico.
Y si se piensa bien, este fracaso es exclusivamente un problema cultural. La subcultura del triunfalismo, de la competitividad eterna y del exitismo, según el frívolo modelo televisivo de la vida (el gran modelo hoy vigente), no se compagina con la cultura del ocio, de saber usar el tiempo.
Hemos aportado con increíble parcialidad una cultura del hacer y del tener que casi desconoce el destino natural del simplemente estar, y de estar en paz y gozar la existencia desnuda.
Los desocupados de las grandes potencias industriales no es que sientan el privilegio de poder dedicarse a las artes, la música, la contemplación religiosa o la praxis del bien. No es que, llegada esta primavera en el fatigado hemisferio norte, formen alegres bandadas de ciclistas o merodeen por los hospitales para enrolarse en obras de caridad o se anoten en cuerpos internacionales de paz para ejercer oponer a prueba su superación espiritual. Nada de eso.
Víctimas
Son seres más bien amenazadores que vagan por las oficinas de empleo con un diario bajo el brazo. Llena bares miserables, se atosigan de cerveza. como es sabido, muchos se enrola en el delito, la droga, la pornografía sin alegría. Son víctimas del triunfo industrial.
Ni sombra en ellos de ocio refinado, de conciencia de premio. La jubilación y la desocupación son como el insomnio.
Inútil decirle al insomne que aproveche esas horas quietas leyendo 0 escuchando música. no contestará rencorosamente que sólo quiere dormir.
Los jubilados y desocupados, por despecho, se transforman en adoradores del yugo del trabajo. Aunque tengan la posibilidad de sobrevivir y buenos títulos como para conformarse con cualquier cosa, sólo querrán un conchabo.
La sociedad de la máquina‑robot y de la computadora los echan de su mecanismo. Pero esto, lejos de salvarlos, los transforma en neuróticos.
Recientemente, una delegación de industriales norteamericanas visitó a China y ante una máquina textil atendida por veinte operarios observó ‑seguramente con el tono didáctico‑ seguramente con el tono didáctico‑salvacionista de la ingenuidad yanqui‑ que en su país una máquina similar ocupaba a cinco personas. El funcionario chino respondió con el escepticismo y la cortesía que sólo pueden dar los siglos: «Tal vez los otros quince anden por las cárceles o por los asilos de recuperación».
La paradoja
El premio se transforma en castigo. Esta es la paradoja. Este estrepitoso fracaso cultural de la sociedad triunfante origina una especie de resentimiento impaciente por parte de los «ubicados» ante estos externos forzados.
De aquí la incalificable falta de amor y atención ante los jubilados en casi todas las sociedades primermundistas. En el jubilado y el desocupado se vengan de sí mismos.
El éxito de la sociedad de la computadora y de la robótica sería producir cada vez más becados. Cada vez más jóvenes jubilados y más jóvenes exentos del aburrimiento laboral.
Una mensualidad mínima segura y todo el tiempo para uno: Bach, erotismo refinado, leer por fin a Borges, pulsiones místicas, ciclismo, terminar el Quijote, pesca, sana comida de refectorio municipal. ¡Y todo el tiempo para uno! Pero no.
No saber vivir el triunfo de la sociedad equivale a una derrota tácita.
Al aplicar una economía de geométrica cirugía laboral se termina como en esta Europa. En los aeropuertos, autopistas, estaciones de servicio, establecimientos, hoteles, hay un silencio sepulcral. Uno tiene que moverse como el señor Hulot buscando a quien pueda darnos una información, ubicar la valija perdida o hacer funcionar el parquímetro atascado.
Hay mamparos de cristal, como en un eterno invernadero o un acuario sin peces. Afuera, en zapatillas y con latas de cerveza. Lowenbráu en los bolsillos, merodean los miles de desocupados y los melancólicos jubilados hartos de jugar al ajedrez.
El único contenido de la vida era el hacer y nadie sabe ya estar. Es la victoria a lo Pirro de esta sociedad de paradojas donde el sofisticado ejecutivo de Nueva York o de Francfort se fuga a la desesperada con la secretaria hacia la playa más salvaje y subdesarrollada que le pueda ofrecer el catálogo del Club Mediterranée.
Su idea del Paraíso no es otra que ese subdesarrollo que combate durante los restantes 350 días del año.