Diario 16, 31/10/1982
Los pormenores y peripecias de esta saga ‑saga de un solo volumen son harto conocidas: los terribles Buendía, Aurelianos y José Arcadios, la maldición genética del rabo de cerdo, Pilar Ternera, los rencorosos muertos invadiendo las horas de los vivos, las sucesivas llegadas a Macondo de los gitanos vendedores de progreso. La novela ha tenido el premio mayor: la admiración de millares de lectores de todo el mundo. No viene al caso disminuirla a reseñas.
Si hubiera que definirla habría que decir que es un epos no heroico y un universo novelesco abierto, por tanto indefinible. Un protoplasma de lenguaje de tal fuerza centrípeta que el resto de los libros de García Márquez y el mismo autor con sus bigotazos y su anecdotario, terminan invaginados en esa gran madre. Unamuno decía que Cervantes había terminado siendo el hijo del Quijote, un hijo pobre y melancólico. Nadie puede ser padre de su madre, y esto es lo que le ocurre a García Márquez que aparece en persona, recién nacido, en las últimas páginas de Cien años, fugado hacia París, tal vez para erigirse en el talentoso cronista final de un ciclo que termina con Macondo, devorada por el huracán y las hormigas. (En esto hay un profundo símbolo: todos los novelistas sudamericanos somos sobrevivientes de un desastre, cronistas exasperados de un mundo que no termina de morir ni de nacer. García Márquez lo dice en perfección en Cien años: «Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose en cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás.»)
Dentro de las letras hispanoamericanas, «Cien años de soledad» equivale a la definitiva consagración de un mundo irracional, rebelde, que prefiere, en el fondo, no saber ingresar en el llamado «mundo moderno». La rebeldía no es conceptual sino que, más íntima y profunda, se ejecuta a través del lenguaje y con la creación de un sistema imaginario autónomo, ajeno a las tradicionales presiones del colonialismo cultural. La novela, omitiendo felizmente las ideologías, se instituye como un aparato de rebeldía abierta y viviente. Más de una vez se dijo que Borges, el conservador, había sido un revolucionario en su obra. Es verdad. Modificó brillantemente las posibilidades elocutivas del español, pero siguió moviéndose, aunque traviesamente, dentro del bazar cultural europeo.
García Márquez fue más lejos: legitimó una forma hispanoamericana de ver y sentir el mundo. Consagró el universo de nuestra sinrazón, como reacción ante la lógica externa a nuestro estilo. Asienta el «principio de nuestra fantasía» como se podría decir parafraseando a Marcuse, en oposición al «principio de eficacia» del mundo de ellos, que se trata de imponer universalmente y en especial a través de la castración cultural.
Sus hermanos de esta aventura, de esta verdadera cruzada independentista, son Rulfo, Guimaraes Rosa, Lezama Lima, Sarduy y ya tantos otros que crean universos culturales autónomos (que curiosamente no se supo plasmar todavía en sistemas de pensamiento o en filosofías igualmente liberadas).
Hay en «Cien años de soledad» algo de la venganza del mundo subdesarrollado pero vivo, frente a la «pesadilla de aire acondicionado», que trata de imponer lo «civilizado». Venganza, porque ¿qué lleva a Gabriel, el sobreviviente que huye de Macondo en ruinas, a tratar con tanto amor a aquel surtidor de desgracias?
Es necesario aproximar García Márquez a Cervantes en el sentido de que éste también, cuando la conquista y sus terribles héroes se desvanecían ante los financistas hansiáticos y el triunfo de la piratería multinacional, alzó su obra genial como estandarte de la humanísima sinrazón de España.
Ambas obras, «Cien años de soledad» y «El Quijote», son piezas de una resistencia profunda y no desesperada frente a la prepotencia de la nada espiritual y la cosificación. Buena parte del mundo hispanoamericano se siente identificado con esta causa que no cree perdida.