A los 500 años del choque de dos mundos. Balance y prospectivas, Buenos Aires : Ediciones del Sol, CEHASS, pp.197-208, 1991
No han sido muchos los viajes excepcionales que enriquecen la aventura humana. Fueron pocos los viajes descomunales,.aquellos donde la realidad alcanza o supera lo imaginable. El mas reciente de éstos es el disparo de los astronautas hacia la Luna. Los más antiguos, tal vez el primero de la especie humana ocurrió en tiempo de las glaciaciones, cuando las tribus de Asia pasaron por el estrecho de Behring, también hacia el continente americano.
Anotemos a algunos de esos pocos grandes viajeros (estirpe de cainitas): los mongoles, Marco Polo, los bárbaros con Atila a la cabeza, Alejandro, el doctor Livingstone, los navegantes vikingos (que como suecos que eran descubrieron varias veces América sin darse cuenta o sin importarles. En todo caso no registraron debidamente el récord).
La Corona de España ocupa un lugar primerísimo en esta pasión descomunal. Cristóbal Colón fue el instrumento desencadenador. Su nombre señala el inicio del ciclo más impresionante de viajes: Magallanes-Elcano, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Cortés, Ayolas, Ponce de León, etc. Creadores todos de la mejor y más sostenida aventura de expansión territorial. Pero la dimensión de esta aventura no es solamente política y geográfica. El viaje de Colón que comenzó siendo un hecho físico, se transformó en un episodio metafísico, en una guerra de dioses.
Tal vez ningún otro viaje haya cambiado tanto el mundo. Como en la Divina Comedla y en la homérica Odisea, en el viaje del Descubrimiento el mundo de lo real y el mundo del misterio, de la religión y de la ideología, se entrelazan dejándonos una resultante hondamente significativa y perturbadora por las consecuencias culturales, por la necesaria crisis que crean. (En oposición a Dante está Vene con su deliciosa superficialidad infantil: el viaje de los cosmonautas norteamericanos parece mezcla de hazaña deportiva y tecnológica. Volvieron tan informáticos, técnico e ingenieriles como el día en que los dispararon en su cohete.)
12 DE OCTUBRE DE 1942: .DESCUBRIMIENTO DE EUROPA
La llegada de los europeos fue motivo de doble perplejidad. Durante muchos años la subestimación del indígena y el racialismo consecuente postergaron que se tome en cuenta la versión de los vencidos. Imaginemos una interpretación de los hechos teniendo en cuenta ese asombro mutuo.
Los vieron llegar en bote bajo el solazo de la mañana de octubre. A lo lejos, esos extraños palacios flotantes en las frescas aguas caribeñas. Lo que más pudo sorprenderlos eran las barbas rojizas o renegridas, el color anómalo de los ojos, la blancura irritante de la piel y la insistencia en tanta ropa, coraza y sombrero (los locales no podían saber que la ropa, más que vestidura era investidura).
Ninguno de los dos bandos, ni los desnudos ni los foráneos revestidos, podía comprender que ese acto inauguraría un ciclo decisivo en la historia de ese planeta que ambos habitaban ignorándose. Colón y su gente estaban convencidos qué habían llegado a las Indias Orientales y que aquella gente no eran más que extravagantes recolectores de especias o, tal vez, una colonia penitenciaria del Gran Khan, cuya presumible crueldad era atribuida desde los tiempos de Marco Polo.
Para los locales, los recienvenidos no eran otra cose que los asombrosos dioses venidos del mar en cumplimiento de profecías tan antiguas como la de Kukulkan, Quetzaltcoatl; Viracocha. Con una facilidad que les costaría el genocidio y la dependencia ‑‑hasta nuestros días‑ les otorgaron categoría divina y aceptaron su mandato con resignado pesimismo.
Desde los primeros días habían comenzado a distinguir las jerarquías de los dioses: el jefe, alto y rubio de ojos azules, los capitanes y un resto de gente marinera, seguramente dioses menores, juguetones, toqueteadores y proclives a los objetos de metal amarillo.
El jefe parecía un dios malhumorado, caviloso, ceñudo, con muchos desconcertantes detalles de mero mortal. Era curioso que aquellas deidades pudieran estar mortificadas por el dolor de muelas, el lumbago oceánico o curiosas nostalgias de amor y terruño.
Habrán notado que el jefe, el llamado Colón, hablaba con un acento o musicalidad distinta de la mayoría de los dioses menores. No podían saber qué se trataba de un genovés que aprendió español para la aventura de América y que su parla era una mezcla bastarda muy similar al porteño de Buenos Aires (al de la Boca de los inmigrantes xeneizes) que cuatro siglos después invadiría los tangos con palabras como bacán, pibe, mofar, pelandrún y otras.
En aquellos años de la Conquista, cuando nacía el moderno Occidente, el genovés, el francés, inglés o el alemán eran parlas de provincia. Sólo en español se podía hacer carrera y moverse en la banca. Era como el latín, para los humanistas de antes o el inglés de los comerciantes de hoy.
La bondadosa naturaleza de los dioses venidos del mar se puso pronto en evidencia: el jefe ordenó que se repartiesen algunos bonetes colorados y cascabeles.
Los locales pagarían estos alegres chirimbolos durante siglos.
Nada puede haber más trágico que ver a los dieses transformarse no solo en hombres, sino en torturadores, en exterminadores de una comunidad.
Los europeos y los americanos protagonizaron en aquellos primeros meses de encuentro uno de los más trágicos malentendidos de la Historia.
Haber entendido que los barbados venían cumpliendo profecías desarmó ‑en el plano psicológico y metafísico‑‑‑ la convicción necesaria para resistir un invasor militar.
El «malentendido» de raíz religiosa fue motivo de uno de los genocidios mayores de la Historia: según el estudioso Ángel Rosenblat en 1492 había en la isla Hispaniola unos 250 000 indios. En 1535 sólo quedaban 500. Según ese investigador la población indígena de América pasó del 100% en 1492 al 5,9% según datos estimados a 1942.
Los llamados «indios» en algo estaban adelantados en cuatro siglos a las costumbres de sus conquistadores: iban desnudos como suecos en Ibiza.
Los recién llegados desconocían esa saludable naturalidad. En Europa no se veían cuerpos desnudos desde la conversión de Constantino al cristianismo. Desde entonces la túnica vaporosa, los baños de vapor y las playas quedaban deshabitados. La desnudez ingresa como signo evidente de pecado. Pasa a ser característica de brujas y endemoniados. Sólo en los burdeles medievales podría tener cabida semejante aberración.
Por lo tanto, no es difícil imaginar el estupor de los descubridores. Las crónicas fueron bastante discretas. (Seguramente temieron un úkase papal condenando el Nuevo Mundo a ser clausurarlo por demonismo y pornografía.) Salvo en algún italiano como Michel de Cúneo, hubo más bien un silencio cómplice en torno a esa delicia evidente de bellos cuerpos desnudos, en inocente disponibilidad. Era un hecho que hasta hacía soportable la escasez de piezas de oro y de piedras preciosas.
La raza de los taínos, los locales que habitaban aquellas islas, era una de las mas bellas y mejor proporcionadas de América.
El itálico Michel de Cúneo tuvo la sinceridad de narrar cómo sedujo o violó (nunca se sabe bien) a una taina en su camarote de a bordo. Su narración tiene matices sadomasoquistas: la bella se resiste, él recurre a un látigo y al final, hay una reconciliación erótico‑dialéctica y ella muestra cualidades y una sabiduría sexual que excede todo lo que el Joven de Cúneo podría haber imaginado.
Colón, político y sabedor de que escribía a una corte católica e intolerante, es muy prudente pero no deja de destacar claras lente su emoción ante los cuerpos: «Ellos andan todos desnudos, como su madre los parió; y también las mujeres, aunque no vi mas que una, harto moza… Todos de buena estatura, gente muy hermosa. Los cabellos crespos, salvo corredíos y gruesos como sedas de caballo.»
La condena católica de esta desnudez masiva no pudo cumplirse: la incipiente industria textil catalana aún tardaría siglos para vestir a aquellos pueblos que, además, caerían en un ciclo de explotación a indigencia económica total.
En mis novelas Daimón y Los perros del Paraíso traté ‑de precisar (a veces con lenguaje irreal e impreciso ya que el novelista trata de acceder a lo verdadero por el inexacto camino de la poética o de la imaginación surreal) este choque frontal entre dos conceptos distintos del cuerpo: el judeo‑cristiano y el del paganismo americano.
El oro y las perlas dejaron de ser la única atracción, desde entonces en adelante los invasores encontrarían un gran consuelo. El otro oro fueron los cuerpos.
Mucho se ha escrito sobre los móviles políticos, económicos sobre todo religiosos ‑misionarios‑‑ de la Conquista. Durante siglos la crónica oficial y académica acalló el móvil erótico con todo lo que tenía de destape y de salvaje libertad para gente que no veía desliada a una mujer ni en la noche de bodas. (Los frailes confesores aconsejaban para esa ceremonia el uso de un «sayal liviano, si es posible de lino, con un adecuado agujero». Además los esposos tenían que controlar con férrea energía esa débil separación entre procreación y lascivia, porque la misma noche de bodas, noche de sacramento, podría transformarse en pecaminosa ordalía de lujuria.)
Esto explica que centenares de los que se embarcaban hacia América en realidad venían huyendo de una España cuyo epicentro de frustración era la represión sexual.
Más que el lugar del oro, América fue el lugar de la libertad sexual. Todas las clases sociales de España (incluidos los eclesiásticos) pronto supieron de esta atracción, del «oro secreto».
Anotó Las Casas en el libro I, cap. CLX: «Se vio a los desorejados y gente vil de Castilla, desterrados por homicidas, tomar a los reyes y señores por vasallos para los más bajos y viles trabajos. Sus mujeres, hijas y hermanas eran tomadas por fuerza o por grado.».
El obispo Landa, que contempló estos hechos con franciscana tolerancia, escribió en el capítulo XXXII de su famosa Relación: «Las mujeres locales eran apreciadas por lo buenas, y tenían razón, porque antes de que conocieran nuestra nación, España, lo eran a maravilla; según los viejos hoy lo lloran. De esta bondad de las mujeres traeré un ejemplo: el capitán Alonso López de Avila, cuñado de Montejo, prendió una moza india, bien dispuesta y gentil mujer. Vista había prometido a su marido, temiendo no ser matada en guerra, no conocer otro hombre más que él. No bastaron con ella los medios de persuasión para que no se quitase la vida por no quedar ensuciada por otro varón. Por lo cual la dieron a los perros.»
La hicieron devorar por los temidos mastines cebados en carne americana.
Estos perros ayudaban mucho a cuidar la nueva moral. El cronista Oviedo escribió una breve biografía dedicada a uno de esos moralistas, particularmente aplicado, que respondía al nombre de Becerrillo: «Era ferocísimo defensor de la fe católica y de la moral sexual, descuartizó más de doscientos indios por idólatras, sodomitas y por delitos abominables, habiéndose vuelto con los años muy goloso de carne humana.»
LA NUEVA RAZA
Más que conquista, violación. El grupo ibérico actuó como un verdadero banco de esperma que reparó ‑por vía erótica y genital‑‑ el genocidio imperial.
De todos los imperios e imperialismos de la Europa moderna, sólo el español tuvo esta cualidad.
Ni los británicos en África, ni los holandeses y franceses en Asia y Malasia, crearon con tanta dedicación una etnia. No fueron capaces de esta acción demográfica compensadora.
Desde la arrogancia luterana despreciaron al negro, al asiático, al indígena. El desprecio incluyó el alma y el cuerpo.
A diferencia de esta conducta, puede afirmarse que los españoles sólo despreciaron las almas.
No supieron despreciar los cuerpos al punto de no permitirse entrar en contacto con ellos. Incluso, en muchos casos, el amor se produjeron matrimonios entre caballeros e indígenas de alta cuna. Este hecho hubiera sido inimaginable para los ingleses en África, por ejemplo.
El conquistador era el mismo un marginal, a veces un negro, como los Pizarro y tantos otros y de esa incapacidad de llevar el desprecio hacia el otro al punto de lograr la inhibición sexual, surgió ese pueblo nuevo, mestizo, bastardón, pero con estilo propio que hoy, es ya una nueva realidad cultural y étnica: los latinoamericanos.
Con el tiempo, los conquistadores terminarán al lado de los conquistados, en una sola familia social y cultural.
Como suele ocurrir en las múltiples vueltas de la Historia, los enemigos de la primera hora quedan reunidos, a la vuelta de los decenios, por una realidad que se separó de los propósitos y designios imperiales.
Del exterminio militar se pasa al repoblamiento.
El viaje de la Conquista culmina en viaje erótico.
En América fracasan las laboriosas clasificaciones del conde Gobineau y, más aún, los sórdidos códigos raciales del doctor Rosenberg. Hablar de raza, refiriéndose a los hombres de América, es demencial. Hasta hace poco el 12 de octubre se lo festejaba como “Día de la Raza”, debería hablarse del Día de las razas. Porque América son todas las razas del mundo. Es mestiza y multicolor (si nos dijeran que en el interior del Mato Grosso se descubrieron hombres azules, no nos extrañaríamos tanto como el doctor de Mahieu que habiendo encontrado en el Paraguay indígenas rubiones ‑y con ojos azules intentó deducir que eran descendientes incontaminados de una migración vikinga. Bastaban cuatro españoles de ojos azules y algunas docenas de indias para fundar una estirpe como aquélla, sin necesidad de buscarse improbable migraciones que nadie pudo probar).
El mestizaje es general América, como bien lo afirmó Alejo Carpentier, es un continente mestizo. Y el más curioso mestizaje es el que se da entre las distintas gamas de blanco, copio ocurre en Argentina y Uruguay, donde muchos arrogantes creen necesario apartarse de la condición de mestizos.
Los lugares comunes ocuparon todos los espacios. La versión de los vencedores creó una especie de silencio obsesivo que llegó hasta el final del franquismo.
El relato eclesiástico de la Conquista se construyó dejando grotescas lagunas y contradicciones. Las Casas quedó coleo un quijote con sotana, anegado por una sistemática y continuadora tarea de contra inteligencia (como se diría el lenguaje técnico‑político de hoy).
Lo cierto es que hoy hay que descubrir el Descubrimiento. Este no fue un hecho unilateral, con un solo protagonista válido enfrentado a una raza descalificada de «hombres sin cualidades». Fue un descubrimiento mutuo que terminó en drama y en una nueva síntesis étnica y cultural.
El invento de la noción de «leyenda negra» ha sido un arma inquisitorial para crear un «silencio negro». Los escritores de América nos revelamos contra este silencio y progresivamente la realidad del encuentro entre ambos mundos surge como esas ciudades sepultadas que los arqueólogos logran poner en valor.
Este aporte de datos y de interpretaciones libres, no presionadas por el clero ni las academias, es de gran utilidad ya que en ningún caso se trata de fundar nuevos rencores y racialismos al revés, y menos aún de intentar una «imposible venganza contra el pasado», como diría Heidegger.
Los americanos creemos que decir toda la verdad es un exorcismo necesario. El diablo del pasado debe ser exorcizado paró que la realidad espiritual y cultural hispanoamericana pueda correr por cauces libres y claros.
En América, España descubre. Pero también se descubre. En los hechos de la Conquista se desnuda, o más aun, se pone en carne viva. Todas sus cualidades, deformidades, contradicciones y dones se evidencian en la situación límite de la Conquista. Es una verdadera transmutación de valores: un criador de puercos se revela como estratega genial, un cura que quería ser obispo termina enfrentado al juicio todopoderoso de la Iglesia, casi merece el martirio de los santos, un señor feudal, circunspecto y grave como es Ponce de León –a quien imagino un bradomín feo, católico Y sentimental‑ deja de lado toda imagen de sensatez y los propósitos económicos «serios» y se pone a buscar la fuente eterna juventud!
Debajo de la España forzadamente judeocristiana resurge una fuerza pagana y una fantasía creadora inusitadas.
Una raza de condotieros, con aquella virtud de la que hablara Maquiavelo, desborda los cauces marcados por la Corona y Ia Iglesia.
En estos hombres apasionados, capaces del coraje, del orgullo y del delirio, se encuentra la raíz por la cual el hecho de la Conquista, a pesar de la condena que merece por tanta crueldad y, desprecio hacia las civilizaciones locales, sigue siendo un expediente abierto, lleno de episodios humanos asombrosos y admirables.
El orden de valores, jerarquías y, prestigios del que se valía en España quedaba transmutado en el yunque de pruebas de América.
El verdadero coraje y la verdadera imaginación revolucionaban el orden establecido en la metrópoli.
EL VIAJE TERRESTRE: LAS GRANDES MARCHAS
Con una inconsciencia sólo comparable a su tenacidad y coraje, los iberos no vacilaron en adentrarse en el continente inaugurando esa serie de viajes terrestres todavía más peligrosos que el cruce de la Mar Océana.
Los locales los observaban desde la manigua, desde los cerros. Se veía que ese signo en cruz que llevaban por delante concitaba sus fuerzas: con el tiempo supieron que, curiosamente, se trataba de un instrumento de tortura donde el dios‑hombre se había dejado crucificar. Sabrían por experiencia que seguramente se trataba de una religión dualista porque ni la proclamada caridad ni el mandato de amor les impedía ejecutar matanzas como las de Cajamarca y México. “A Dios rogando y con el mazo dando.”
Tal ver los locales pronto comprendieron que ya nada podía detener a aquellos obstinados que desconocían la queja y el desánimo aún en las más atroces circunstancias. Esa fuerza de ir siempre “P´alante” es el secreto de los imperios triunfantes. La duda no es solamente signo de decadencia, es directamente el fin:
Aquellos invasores eran tan indeclinablemente optimistas que aun oliendo el acre olor de la sangre de las matanzas, no dudaban estar haciendo el bien. Al eliminar a un oponente sentían estar aliviando al mundo de un error. Ellos, que eran los grandes portadores de la culpa judeo-cristiana, supieron protagonizar, sin culpa ni duda el crimen histórico. Casi sin excepción se desconoce conquistador que haya perdido el sueño ó haya muerto con lamentos de arrepentido.
Católicos sí, pero de cristianos nada.
Eran capaces de ofrecer batalla trescientos contra solemnes ejércitos de cincuenta mil. Asaltaban ciudades amuralladas. Se curaban heridas de flecha con un hierro al rojo vivo ni después emparejaban el estropicio con cera y sebo animal. Marchaban por desiertos lunares como los de Perú o la Puna, calcinados por el sol y. sin quitarse yelmo ni coraza. Con poca queja bebían sus orines o los de las mulas.
Algunos hirvieron o asaron sus botas (y ésta sí que es una verdadera proeza alimentaria). Otros aprendieron a comer pájaros crudos, gusanos, manojos de hormigas. Al atravesar los esteros dormían colgados del ramaje, como monos.
Se dieron a la fascinación y al peligro de América. Vivieron todas las fantasías posibles: en un día pasaron de virrey a prisioneros harapientos.
Descubrieron cataratas cuya belleza los llevaba a orar de rodillas o a recordar versos olvidados. Se extasiaron ante pájaros de plumaje ducal y espléndidos mantos de orquídeas bajando de los palmares.
Los protagonistas de la aventura eran superhombres Nietzscheanos: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que podía cruzar a pie desde Vancouver hasta Asunción del Paraguay. Irala, Balboa, Alvarado, Orellana, el delirante y demoníaco Lope de Aguirre.
Eran hombres de naufragio e inmediato desafío. Vivían la guerra como fiesta y la paz cómo aventura y campo de placer. En estos católicos, América hizo reaparecer un sepultado linaje de romanos.
Los locales comprendieron que estaban vencidos antes de las batallas. Para ellos había llegado el tenido sol negro, el tiempo del fin de un ciclo.
Era el tiempo del toro sobre la tierra. Los cóndores se refugiaron en la altura. Hace cinco siglos que inmóviles miran hacia el llano.
EL VIAJE FANTÁSTICO Y METAFISICO
Como se anotó antes, igual que la Odisea y la Comedia, el viaje de América mezcló lo real y lo fantástico, lo geográfico y lo metafísico, en un todo indivisible.
Pizarro extendía, creaba, el Imperio, pero al mismo tiempo buscaba la Ciudad de los Césares, el reino de El dorado. El encuentro de tierras paradisíacas y de lugares mágicos los empezó a alentar tanto como el oro y las perlas. Iban también movidos por el deseo de un mundo donde vigiesen otras categorías y una topografía fantástica (un accesible más allá con un código diferente del terrenal).
En la compleja personalidad y cultura de Cristóbal Colón se puede encontrar una síntesis de estas curiosas ambiciones cosmológicas y, escatológicas de la época. Por supuesto que no es fácil adentrarse en ese personaje donde el aventurero y el santo, el embaucador y el visionario, el navegante genial y el conductor chapucero se dan al mismo tiempo. Si se lo estudia aceptando sus contradicciones, sin exigirle coherencia, se puede tener una idea cercana de la doble dimensión que contenía el viaje de América, que creaba un Imperio pero se buscaban nuevos reinos, reinos secretos o imaginarios.
El inmodesto Colón buscaba nada menos que el Paraíso Terrenal. No tuvo empacho en afirmar que era de la raza de Isaías y que era el vocado para el retorno a aquella, tierra fértil, fácil y sin muerte (sobre todo) de la que fueran expulsados Adán y Eva después del famoso robo de frutas.
En octubre de 1492 descubrió tierras que atribuyó al Gran Khan, en 1498, llegado a la península de Paria, en su tercer viaje, no duda de estar ingresando en el Paraíso Terrenal. Es el momento en que lo fantástico se hace real y lo real metafísico. Escribe el almirante a la reina Isabel: «La navegación ya no transcurre en el plano meramente horizontal, como pueden creerlo los pilotos y la marinería. Estamos ascendiendo por el sendero del mar. La estrella deI Norte se alza, al anochecer, cinco grados. Hallé temperancia suavísima y se ven en la costa árboles verdes y hermosos como en las huertas de Valencia. La gente que se va viendo tiene linda estatura y son más blancos que los antes vistos. Sus cabellos son largos y lisos… Nos alzamos porque la Tierra no es redonda. Estamos en el extremo del mundo, debajo de la línea equinoccial, el lugar del planeta más próximo al cielo.»
Y más aún: después de hablar de los cuatro ríos del Paraíso, que afirma haber encontrado, le comunica a la reina con tono científico una desopilante topografía del Paraíso Terrenal: «Como he dicho antes, el mundo no es redondo, siglo que tiene forma de pera, muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón que allí tiene más alto. O como quien tiene una pelota muy redonda y en ella hubiesen ni puesto una teta de mujer y que la parte del pezón fuese la más alta, cerca del cielo, y por debajo de él fuese la línea equinoccial. Todo esto que digo, en el fin del Oriente. Y llamo fin del Oriente adonde acaban toda tierra e islas del mundo…»
Con este texto Colón inaugura, el surrealismo de las letras hispano(italo)americanas. ¡Imaginar una pelota, luego, encima de ella, una teta cortada con su correspondiente pezón!
Su convicción de haber sido el elegido para retornar al Paraíso Terrenal, clausurado desde los días de la lujuria de Adán, fue tan clara y definida que le comunicó al papa Alejandro VI este ingreso que podía conllevar incalculables consecuencias teológicas. Le escribe: «Creo lo que creyeron y creen los sabios y santos teólogos, que estos parajes son los del Paraíso Terrenal.»
La visión cultural, la escatología judeocristiana, la desesperación y el impulso hacia lo grande y lo excepcional se mezclan cono en el viaje de Dante a través del inundo y del ultramundo hacia el final paradisíaco (la más angustiosa y permanente ambición humana).
Esta componente enriquece y da profundidad al viaje de España hacia América. A pesar del horror, de los horrores, permanece viva esta cuerda humanísima, esta quijotesca afirmación simultánea de razón y sinrazón, de cálculo y delirio.
España desembarcó toda una cultura, una cosmovisión que entró en guerra con las cosmovisiones locales. Pero España no supo detenerse: viajó y siguió de largo sin saber integrar la cultura de esa América profunda.
Fue el único mestizaje que no se permitió.
Es tarea actual de la cultura hispanoamericana saber rescatar y sintetizar ese choque de cosmovisiones.
Ahora que se inician los preparativos para la efeméride de 1992, el quinto centenario del Descubrimiento, los escritores y pensadores de España y América deberíamos tener presente este desafío paró evitar que el 12 de octubre de 1992 sea una vacua «celebración» (palabra insoportablemente frívola cuando hay tanto drama y un genocidio de por medio).
En vez de celebrar deberíamos trabajar por una conmemoración crítica y atenta de los lechos.