La Nación, 20/07/1980
Recuerdo a Anatoli como un típico moscovita, avanzado cincuentón y burócrata. Melancólico, desilusionado, con ese escepticismo de funcionario antiguo y poco notable, agravado por su calidad de ciudadano capitalino (claro que sin alcanzar los extremos patológicos del «hombre que está solo y espera»).
Tal vez reparé en él porque en 1968, cuando lo conocí en Moscú, al anotarme el número de teléfono en su tarjeta, la lapicera a bolilla ‑incorregiblemente soviética‑ derramó sobre el papel un denso manchón azul‑negro. Me dijo sarcásticamente: «Por suerte que los cálculos de la bomba atómica los hicimos con los bics importados. De no haber sido así todavía tendríamos a los científicos lavándose las manos con piedra pómez».
Aunque todos los rusos son empleados públicos ‑ya que el Estado ocupa casi todas las iniciativas‑, algunos son más públicos que el resto. Anatoli se desempeñaba en un Instituto de Historia (oficialista) y en una revista de envidiable tirada especializada en la materia. De vez en cuando, cada 4 o 5 años, tenía la posibilidad de viajar a algún congreso de la especialidad.
No le gustaba reconocerse como funcionario oficial. (En casi todo el mundo la gente más bien tiende a no jactarse de su oficialismo profesional, gesto que es realmente alentador en estos tiempos de burocratismo creciente.)
Anatoli disimulaba un pasado stalinista que prefería no comentar. Proponía, durante sus copiosas comidas, un futuro de concordia cultural y política, detrás del cual se adivinaba su nostalgia y pasión por los difíciles viajes a Europa y un innegable amor por Beethoven. «Beethoven nos une. ¡Para él no hay fronteras!», decía, exaltándose de humanismo ruso. (Había días en que era ruso. Otras veces estaba demasiado soviético.) Yo lo veía cada uno o dos meses e íbamos a comer, al Praga, al Aragbi, al Pekín.
A veces, después del abundante vodka y antes del demorado pollo «a la Kiev», se ponía sardónico: «Ayer lanzamos una base espacial mientras hacía una cola de dos horas para comprar tres naranjas».
Le incomodaba la ineficiencia del Estado en las cosas menores, cotidianas (las únicas con las cuales él trataba). Pero si le hubiese dicho la palabra «disidente» se habría ofendido. Los disidentes no son populares, ni estimados por el hombre común. Saben que existen pero no los quieren..
A los rusos les pasa con su patria soviética y con su revolución algo parecido a lo de los españoles con el catolicismo: sea ateo o fiel, no le gustará que le hablen mal de algo vinculado definitivamente a su historia patria.
El dios del Estado, que «todo lo ve y todo lo sabe», con los años se transforma en algo que tiene una imprescindibilidad y pesadez que pueden hacer recordar la Institución matrimonial. Como todo monoteísmo extremoso el dios (en este caso el Estado) termina por ser más temido que amado.
Anatoli padecía un ancestral temor por el mundo exterior y por la «infiltración corruptora» de ideas y costumbres. (Es sabido que Stalin consideraba como infecciosos graves a aquellos que habían vivido mucho en Occidente, incluso los prisioneros de guerra.)
En aquellos tiempos de mi residencia en Moscú, Anatoli se preocupaba seriamente por lo que él consideraba una verdadera derrota cultural y una agresión contra la cultura soviética: los jeans de contrabando discos de los Beatles, melenas largas, hippismo con flores, sospechosos signos pacifistas, la pasión por las películas europeas («¡eso no es cultura, es pornografía!», decía Anatoli) y la moda unisex. «¡Si vas de noche por los alrededores del Bolshoi verás bandadas de homosexuales! Los americanos están corrompiendo a la juventud soviética. ¡Un escándalo! Uno no puede pasar por allí con su mujer.» (Cuando decía «mi mujer» uno debía representarse indistintamente a Luva, la aislante, o a Oiga, la legítima.)
Sus alegrías de entonces fueron la compra de un auto Mosvich, tipo Fiat, y la obtención de un nuevo departamento de dos ambientes y buena luz, que consolidó externamente, como un arbotante, su matrimonio siempre jaqueado por adulterios sin tacto.
Más conservador que nunca
Nos encontramos en Roma, a diez años de la etapa moscovita. Anatoli había viajado para un congreso de historia contemporánea. Fuimos a cenar a una trattoria del Trasteveré.
Lo encontré más conservador que nunca. Gordo, semicalvo y vital (aun en el pesimismo). Luva y Oiga estaban bien. La legítima y la otra ahora habían empatado en cuanto a problemas domésticos y hacían coro de protesta ante sus nuevas fugas eróticas. Después de la primera botella de vino, su conversación me demostró que sus preocupaciones domésticas y nacionales habían sido sepultadas por una amenazada visión del panorama internacional: las cosas se pusieron negras para nosotros. ¿Viste lo de China?, nos soplaron la dama ¡Lo que empezó con un acercamiento en la mesa de ping‑pong terminó en una alianza! Es algo así como si a ustedes se les hubiera pasado al comunismo toda Europa occidental. ¿Qué dirían?» Anatoli, como muchos soviéticos, tenía la costumbre de hablar a «los de Occidente» como si fueran de un mismo país con capital en Washington.)
«Estamos pésimo», dijo. Veía «maniobras occidentales» en los cuatro horizontes. «Nuestra Industria no podría soportar una guerra. Y ustedes que siguen hablando de «cortina de hierro», ¡ojalá fuera al menos de manteca! ¿Te crees que los polacos o los húngaros son comunistas? ¿Que irían a la guerra por nosotros? Ustedes creen que las tropas del Pacto de Varsovia están allí para atacar a Europa, no. ¡Estamos defendiéndonos!
Se había transformado en un «hombre negro», como dicen los rusos. Traté de aliviar su visión sombría y hablé de la distensión y de una política de síntesis constructiva y acercamiento progresivo. Pero Anatoli, que ya iba ‑y me arrastraba‑ hacia la segunda botella de Chianti, no estaba dispuesto a zalamerías geopolíticas.
«¡Aparte de lo de China, lo de los árabes! Nos jugamos en Egipto, con Nasser. Gastamos una fortuna en técnicos y armas. Después lo de Somalia. El dinero del petróleo, la mayor masa financiera de todos los tiempos, en lugar de financiar revoluciones socialistas y crear Estados sociales, se alió aI capitalismo de Occidente. Se compraron fábricas y hoteles por toda Europa. Son socios de Occidente, aunque tengan todavía la prepotencia del socio rico. ¡Ese fue el chiste del señor Kissinger! Y los americanos que nos hablan de algún paisete del Caribe o de África. ¡Migajas. Consuelo, de perdedor!»
Cuando sacó el tema del Papa preferí pedir la cuenta y pagar.
Al volver a mi casa, a lo largo del Lungotevere, pensé que uno no termina de creer en las lágrimas del lobo la pesar del famoso y humanista «hermano lobo»).
¿Cómo emocionarse porque el lobo llora de indigestión después de haberse comido a Caperucita y a la abuela? Sin embargo…