La Nación, 28/02/1989
Una de las observaciones que puede hacer quien después de mucho haya retornado a la Argentina, es la de un generoso incremento en el uso del bombo.
Esto es un hecho que contradice lo que podía suponer quien hubiese pensado que la restauración democrática, que es sustancialmente el retorno al diálogo, sería el comienzo del fin de la presencia del bombo en la vida política argentina.
Por el contrario, el bombo fue ganando espacios insospechados y hasta amenaza con volverse endémico. (Algunos periodistas de calificativo fácil a veces hablan de la «presencia de los bombos tradicionales”.)
Señalan las estadísticas locales que es el instrumento musical (?) más vendido después de la guitarra que es su opuesto dialéctico: el vehículo tradicional de nuestras bucólicas melancolías.
Cuesta calificarlo como instrumento musical. Está en el borde, casi al punto de exclusión de esa refinada familia de objetos donde hay apellidos como Steinway o Stradivarius.
Es el único instrumento que no exige aprendizaje alguno. Es para analfabetos musicales, niños, y hasta lelos. Cualquiera puede deleitarse con su son inmediatamente después de haberlo comprado. (No se conoce ningún Scaramuzza del bombo.)
El bombo (del latín bombos, ruido) tiene un desempeño modesto, marginal, en el conjunto orquestal. Logra su apogeo en Wagner y en algunas sublimes exaltaciones beethovenianas.
Con el auge mundial del jazz fue incluido como centro de la batería, pero más bien con la tarea de peón: sostener los platillos, y los varios tambores. Se le agregó un pedal con martillo. Se estimó que no merecía la precisión de la mano. Esta debió ser la mayor desilusión de su vida.
Lo cierto es que en cualquier orquesta es el antípoda del piano, de los bronces finos, de los violines. (Cuando el «encargado» del bombo falta, el régisseur no se hace mayores problemas, hasta puede sustituirlo con alguna sobrina solterona.)
Sueños de solista
Sin embargo es necesario en la orquesta. No se puede omitir su lugar en algunos tutti famosos. Pero lo grave es cuando puede abrigar sueños de solita. Me resulta imposible imaginar un Concierto para Bombo y Orquesta; pero estoy seguro de que si en algún lugar se escribe, será en la Argentina.
Sin querer herir susceptibilidades, hay que decir que antes de ingresar en las grandes sinfónicas como estable, el bombo tenía hecha una larga carrera militar. Diríamos, en la suboficialidad musical del ejército. Pero aquí tampoco ocupó el lugar marcial del tambor ni el puesto del trombón en la charanga. (Si con alguien podría hacer buenas migas, pese a todo, sería con el trombón, que seguro lo esnobea por eso del bronce.)
En el desierto, las legiones usaban el sonido profundo del bombo, por carencia de metales para hacer campanas. Al tambor le tocó señalar el paso de la infantería en el avance, al clarín el heroico toque de carga de caballería. Durante siglos, incluso en los ejércitos de nuestra Independencia, se usó el bombo para la triste tarea de convocar a los vencidos a reorganizarse en la retaguardia. (Muy probablemente venga de aquí la famosa frase de «ir al bombo».)
Bombo y política
Tal vez todos estos hechos fueron haciendo del bombo un resentido, un marginal dentro de la vida social de la orquesta. Max Weber fue uno de los que destacaron la importancia del resentimiento en la vida política y social.
Lo cierto es que el bombo decidió afiliarse. Dejó atrás las murgas de carnaval y la cancha ‑su modesto hábitat de otrora‑ y entró de lleno en la política.
Sin pensar mal se podría aceptar que tal vez se agregó, en un comienzo, a la fiesta de un populismo, en la tradición del candombe y del carnaval de comité. Pero después, con los años, se fue volviendo fascista. Dejó de ser el gordo divertido e inocentón de la farra y pasó a ser no un medio para festejar sino más bien el instrumento para acallar a los otros. Descubrió que su vozarrón era ideal para tapar, para pasar por arriba las palabras.
Sartre alguna vez definió al fascismo diciendo que era esencialmente el desprecio del otro. El bombo es ya entre nosotros el medio guarango de «tapar al que razona». Es el instrumento del antidiálogo.
De una afiliación originaria pasó a otras. El radicalismo y otros partidos de derecha, centro e izquierda, ya lo aceptan. Al principio habrá sido con vergüenza, después ya pretendieron sentirlo como algo natural. Muchos doctores y personas que postulan la razón y la eficiencia hoy suben al palco del orador y se sienten honrados por la cortina atronadora de bombos. (Si hubiera, por ejemplo, una triple fila de violinistas húngaros acompañando las cancioncitas partidarias, se considerarían fracasados, echarían sin miramientos al jefe de la campaña.)
Símbolo
Lo cierto es que el bombo niveló hacia abajo. Lo que no pudo conseguir en la orquesta lo consiguió en la política. Es casi el símbolo de toda la desdicha política de nuestro país: el irresistido pero resistible ascenso de los mediocres.
Hoy el bombo se volvió pluralista, transpartidario, interclasista.
Es que los políticos y el estilo escenográfico de la expresión política argentina parecen haber renunciado a toda originalidad. Todos los políticos ‑incluso los pálidos intelectuales que privilegian el populismo, careciendo del indispensable physique du rol parecen soñar con un único arquetipo. Aspiran a plazas de Mayo repletas y afónicas donde sus apellidos tengan la honra de ser ritmados por una barahúnda de bombos.
Tal vez estábamos predestinados a esta costumbre: basta ver el perfil de la provincia de Buenos Aires a la altura de la bahía de Samborombón.
Pero hay algo que suena mal en la sinfónica política argentina.
Con fondo de bombos no puede haber debate serio sobre los angustiosos temas que nos deben convocar a todos, sin exclusión, casi para una tarea de salvación pública.
Una democracia multiplicadora de bombos suena peligrosamente mal. Es como si el lelo de la orquesta hubiese logrado finalmente, a fuerza de gritos, dominar a los violines, la nobleza de los bronces y hasta la sutileza solitaria del piano.
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