La Nación, 10/04/1989
La xiristocracia es una forma particularmente nociva de la política. Es una enfermedad que puede afectar tanto a las democracias como a las tiranías. Ni Platón ni Aristóteles, que definieron otras patologías políticas (como la demagogia, degeneración de la democracia, o la oligarquía, perversión de la aristocracia) se ocuparon de esta enfermedad sutil que a veces, como en la Argentina, puede parecer endémica.
Xiristocracia es el gobierno de los mediocres. Xiristós (tó xiristós) quiere decir en griego «lo malo», por extensión, incapaz, lo mediocre, lo feo.
Si se acepta el neologismo, serían los mediocres encaramados en el poder, más allá de la legalidad o ilegalidad del mismo. Cuando los gobernantes o la llamada clase política no están a la altura de la inteligencia, las posibilidades, tradiciones o legítimas aspiraciones de sus connacionales se cae en xiristocracia.
Desde hace años, muchos tenemos en la Argentina la seguridad de ser afectados por este pernicioso síndrome. Ya no nos resulta aplicable eso de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Desde el más humilde obrero hasta él empresario, pasando por la clase media estoica, somos los protagonistas de una eterna guerra nunca declarada, pero cotidiana, hecha de tarifazos, carestías, trampas financieras, apagones rentados por el usuario, sádicos trámites burocráticos, inestabilidad de valores, inseguridad. Los xiristócratas son nuestros verdugos.
Vivimos en democracia. Pero también es cierto que el día se nos llenó de dictadores privados: el del mostrador del trámite, el del colectivo, el de la patota suburbana. Inscribir un hijo en un colegio, exportar clavos o reclamar por una factura (oficial) sobrevaluada nos pone ante el sufrimiento, una violencia privada y cobarde que los xiristócratas, desde sus alturas fingen desconocer.
País ansioso
Quien retorne al país después de muchos años, como es mi caso, sentirá que nuestro mayor mal es el hastío colectivo que se origina seguramente ante el muro de incapacidad impune. Uno tiene la sensación de que el país está ansioso, como un caballo de carrera atado por error a un carro de verdulero. Esto creo que se nota más en los jóvenes. Hay una especie de indiferencia e indefinición de quien parece estar haciendo tiempo, esperando que nos llegue por fin la convocatoria y la posibilidad de demostrar las capacidades individuales sin tener que irse, para eso, a otro país. Se mira con un enorme bostezo el festín político audiovisual en que vivimos, donde jamás se mueven ideas de fondo, donde nunca se arriesga ni talento ni fantasía.
Sufrimos porque no nos resignamos a ser un país de usureros en una Nación donde todavía gozamos la sombra de esos creadores que entre 1890 y 1920 levantaron, en una América agreste y olvidada del mundo, esa potencia vital que en la década de 1920/30 ocuparía el puesto financiero que hoy corresponde a Italia.
Parecemos un pueblo que está a la espera de una convocatoria a la altura de su voluntad de grandeza. Y nadie nos convoca: tos xiristócratas pretenden seguir demorándonos en el chisme.
Cuando se llamó a los argentinos para algo grande, han ido sin calcular, respondiendo con inusual nobleza. Esto lo pudimos comprobar recientemente en dos hechos cercanos (más allá de las manipulaciones que hayan podido motivar a los dirigentes): la Guerra de las Malvinas y el Plan Austral. En ambos casos se respondió sin retaceos. Hay aquí un sentido de lo grande, de lo importante y de que nos corresponde un destino que dista mucho de la mediocridad. Es justo entonces que nos sintamos indiferentes ante quienes quieren conformarnos a un futuro de prestamistas melancólicos.
Hay un resto de salud en nuestro escepticismo: es una señal inequívoca de que pese a todo está viva, nuestra mejor fibra.
Esto es lo que no comprende el xiristócrata, que está por debajo de las expectativas de su eventual clientela. A él sólo le preocupa lo electoral y ocupar el puesto, no el poder (el poder es posibilidad de amor y creación; la voluntad de poder es una de las fuerzas más nobles de la condición humana). Nunca como una fiesta plena, una orgía creativa.
Con los años se va sumiendo en cierta aflicción característica: es la que corresponde al que sabe que dejó pasar el tranvía de la historia, dedicado a trucos electorales, preservando la famosa «imagen», que no es más que eso, imagen, juego de luces y sombras carente de contenido real, estricta apariencia. Ni San Martín, ni Sarmiento, ni Alberdi se preocuparon por la imagen. Cuando les tocó el poder lo jugaron con toda grandeza, se quemaron hasta desaparecer en la pobreza, la vituperación o el olvido. Pero sabiendo que «habían sido lo que debían ser».
Cultura y poder
En pocas partes hay una lejanía tan evidente entre la inteligencia, generosidad y fantasía media del pueblo, con la capacidad e información del mundo de los gobernantes como ocurre en la Argentina.
Es una terrible paradoja que esto nos ocurra en los umbrales del siglo XXI, cuando los fundadores de la Nación, en el siglo XIX fueron notables por su cultura e imaginación. (La falta de imaginación, de fantasía, es de gravísimas consecuencias en el campo político, porque veda la creatividad e incluso la posibilidad de imaginar los sufrimientos y necesidades del otro, de nuestro compatriota.)
La Argentina que fue se puede afirmar que se creó desde la cultura. Sarmiento, Mitre, Avellaneda, Alberdi, fueron hombres de una cultura excepcional.
Sarmiento, como al pasar y como sin proponérselo, fue el prosista más fuerte y revolucionario que dio la literatura hispanoamericana de su siglo. Mitre era un lector incansable (basta recorrer su biblioteca), fue un historiador minucioso y un hombre de letras capaz de traducir a Dante. (¿Habrá algún dirigente actual que haya leído a Dante, aunque fuere en la traducción de Mitre?)
Bolívar desde un perdido poblado de los Andes peruanos escribe a su librero de Londres encargándole libros de filosofía, historia y «esos poetas nuevos, Shelley y Keats».
Porque no subestimaron la cultura pudieron imaginar un mundo libre y crearlo a golpe de fantasía, desafiando todas las dificultades y todos los desiertos.
Estamos ante una nueva etapa de nuestra vida política. La queja y el desánimo son justos, pero son sentimientos negativos a los cuales los argentinos solemos apegarnos con cierta delectación autodestructiva.
Democracia no es solamente un ejercicio electoral. Significa más que nada participación. Hoy, participar es salir de la queja y rodear a los candidatos del nuevo ciclo con nuestros reclamos y preocupaciones. Los conductores muchas veces se hacen, pueden surgir como el producto de una situación límite, y esto es lo que vive nuestra Argentina. Debemos exigirles que respondan como estadistas y no como administradores de una tierra devastada donde lo único que quedaría por «administrar» sería un Estado desastroso y una empresa privada desanimada. Ese Estado ‑tradicional refugio de la xiristocracia‑ debe ser redimensionado y transformado en instrumento de poder y de autoridad, elementos imprescindibles para poner en funcionamiento un país que vive el destructivo anarquismo del sálvese quién pueda generalizado. (Democracia no es sinónimo de debilidad.) Todos sabemos nuestros males. Todos nos hemos quejado hasta el hartazgo. Pero todos sabemos también que las fuerzas básicas están vivas, ya no dudamos de que la Argentina es una máquina maravillosa que no acertamos ‑todavía‑ a poner en marcha.