La Nación, 24/06/1984
Desde 1961 la poeta argentina Silvia Baron Supervielle vive en París. Su vida está concentrada en torno de una ambición y una exigencia poética poco comunes. Con los años retornó al francés de sus ancestros pero conserva una óptica, una apertura a la naturaleza que sólo pueden otorgar los espacios americanos: sus intemperies, sus distancias inhumanas, un sentimiento de soledad primordial (este «rastro» americano puede seguirse en otros poetas de lengua francesa: Saint‑John Perse, Jules Supervielle, Lautréamont)
A Fenétres, Plaine Blanche y Espace de la Mer, sucede ahora Distance de Sable publicado por el Centro Nacional Letras de Francia.
Ya los títulos de sus libros nos orientan hacia ese predominio del espacio como revelación de un fundamento del ser, en el sentido en que lo definiera Nicola Abbagnano: la condicionante básica donde está apoyada y radica la existencia de los hombres. Es en torno de ese «fundamento» que se alza la poesía de Silvia Baron sin conceder espacio a ninguna retórica misticista ni a previsibles refugios metafísicos. Quizás, al igual que Rilke, intenta un acercamiento «laico» al misterio de la realidad. Poesía necesariamente difícil, pero no hermética y menos aún hermeticista. Exige al lector como cómplice de un itinerario sin fáciles refugios o gratificaciones espiritualistas. Las palabras se van despojando de lo consabido, no intentan aprehender ni repetir lo cotidiano. Más bien nos invitan a intuir. Se retorna de los versos con la sensación de haber estado al borde de una epifanía o de un conocimiento perdido o inefable. Se siente que más allá empezarían las falsas respuestas de la desesperación. La vida ‑el amor y el dolor, el placer y la pena‑ se pone a prueba sobre un fondo de realidad total, que incluye el macrocosmos y el microcosmos de nuestro hoy y aquí.
Al abandonar el libro, durante un instante, sentimos que el poeta ha sido como el astrólogo o el cosmólogo que nos arrebató de nuestro mundo de techos y calles para proyectarnos ‑recordarnos‑ el escándalo del espacio interestelar.
Una poética tan exigente inventa necesariamente un lenguaje exclusivo pero no excluyente. Las palabras, sin buscar centros racionalistas, se suceden, con efecto sugeridor. Señalan por acción tangencial ese rostro oculto de la realidad, el trasmundo posibilitador. El lenguaje más que significado se torna ritmo. Un ritmo sabia y cuidadosamente construido con aliteraciones y consonancias. El amor, el dolor, la muerte nuestra vida en fin, se deslizan sosegadamente dentro de esa determinación o espacio primordial aludido eludido con palabras que retornan con frecuencia: sombra, ríos, el mar, árbol, la noche, vientos, las mareas, amanecer. Hay un sabor taoísta en la poesía de Silvia Baron: se privilegia el espacio fundamentador en vez del fárrago de las consecuencias con sus previsibles efectos afectivos. Tal vez la poeta nos indica que es a partir de esa casa primera de la realidad, de ese ámbito primordial, donde la libertad (humana) deberá encontrar su guía y orientación para conjurar el absurdo de una libertad desligada de los mandatos básicos, por lo tanto imposible (aquello que Heidegger designa como «el abismo»).