La Nación, 23/05/1997
Se vivía muy bien. Proteínas gratuitas y espacio abierto. Era casi un paraíso: se vivía en la mesa, se moría en la cama. La protección colonial era total. Teníamos doscientos años de quietud marginal. El mundo era una lejana historia de horrores distantes. Nos manteníamos preservados de los sobresaltos de la cultura y de los abismos metafísicos. Nuestro erotismo era sosegado y matrimonial; más bien el encuentro de dos camisones. El Dios de la iglesia de San Ignacio y de la Mercé cubrían con sobras los espacios de nuestra breve y segura cosmogonía.
Según los cronistas parecíamos una sociedad de personajes de Botero: los señores eran rechonchos como sota de naipe español; más allá de los veintiuno, ellas eran consideradas matronas. Según Concolorcorvo, los perros no eran menos obesos que sus amos y caminaban jadeando con las patas muy separadas por abuso de las carnes rojas. Cuenta que vio caer un cuarto de res del carro de un carnicero y que nadie se ocupó de levantarlo: hubiese costado trabajo quitarle el lodo. El viajero Essex Vidal anotó que la aversión al trabajo se basaba «en la creencia de que la esencia de la nobleza consiste en no hacer nada».
Porteños en el Bajo
Después del copiosos almuerzo invariablemente de cinco platos (asado de costilla, pollos y perdices, pescado frito, cordero y puchero), sin contar entremeses y postres, los porteños caminaban hacia el Cabildo y desde allí hacia la alameda de Bajo.
Detrás del Fuerte (la Casa Rosada) y desde el alto del roquedal de tosca de la costa espiaban las formas de las negras que lavaban ropa. Observaban el trabajo de los pescadores que arrastraban la red con dos caballos nadadores. Centenares de pejerreyes eran un vibrar de plata agonizante que se cargaría en las carretas de los vendedores.
A veces, en la rada, la novedad de algún gran navío inglés u holandés. Sabían que por la noche bajaría el contrabando: licores, ropa fina, cigarros, cirios perfumados, cuchillos alemanes, escopetas, anzuelos. Y la pornografía: calzones venecianos, álbumes con los dibujos de la doncella dormida y el caballero enmascarado, libros de Voltaire y de Rousseau.
Después, esquivando los pozos en el barrial, volvían para la tertulia en el café de Marco. Hablaban de toros, de los acomodos en el Cabildo, de la arrogancia del virrey, de mulatas y comidas. Luego, la cena en alguna fonda con cocinero francés.
La ocurrencia de nacer
Es sabido que el hombre de Occidente subestima la paz y se aburre en el Paraíso. El fruto del árbol del bien y del mal es una tentación permanente para caer en la historia. El nacimiento físico y el nacer político y metafísico tienen una misma raíz erótica.
Los fracasos militares de los ingleses en las invasiones de 1806 y 1807 despertaron la voluntad de ser y de saltar desde la siesta con camisón hacia la aventura. (Habían probado el sabor perverso de la fiesta de la guerra y de la victoria).
Los oficiales prisioneros se pasaban el día agasajados por las niñas y señoras de las casas principales. Enseñaban a bailar gavota con contrapaso y minué con balanceo napolitano. Les daban mate con bizcochitos de dulce de leche y el prisionero impecable en su uniforme de lanceo o de húsar; les iba diciendo cómo es el mundo, cómo se vestía en París, qué significaba Napoleón y el triunfo de su idea moderna de Estado.
Esos jóvenes rubios propugnaban la apertura de mercados y el libre comercio como panacea universal, pero especialmente británica.
En el café de Marco se dividieron las mesas entre conservadores ibérico coloniales y los que se agregaban al frenesí subversivo de «las nuevas ideas».
Lentamente se encendía el quinqué de la manzana de las luces. Los ex alumnos del Central motorizaban la peligrosa ocurrencia de existir: Moreno, Alberti, Saavedra, Belgrano, Rodríguez Peña, Pueyrredón, Paso. Citaban autores prohibidos. Decían que la colonia era la nada y que la paz sin creación era un opio…
Casi todos eran poetas, sentimentales y periodistas.
Los primeros pasos
Fueron meses de frenesí. La acefalía de la corona y la Junta de Cádiz propiciaba una toma de soberanía que parecía una gestión temporaria. Se disolvieron los regimientos de españoles y criollos, con Saavedra, quedaron dueños del poder militar que ayer, como hoy, sigue siendo la clave de todo verdadero poder.
Hay que destacar el entusiasmo de la mujer que por primera vez participó en la decisión política. Los salones de Buenos Aires cobraron la exaltación de un sublime adulterio. Tenía el sabor de una disimulada independencia de España y de transformación revolucionaria.
Entre el 24 y 25 de mayo pasó lo que no sabemos. La huida del temeroso virrey, y los criollos con la novedad de tener el destino de su comunidad en sus manos y con todo el mundo enfrentado. Irrumpían con un sueño que se confirmaría el 9 de julio de 1816: ser una nación independiente y además (y esto era lo insólito si se considera aquel desierto incomunicado de la patria virgen, dominada por el indio y los perros cimarrones) afirmaron que sería una gran nación.
Hacia el país del sueño
Esa noche, durante los bailes y la fiesta en el Fuerte, nadie imaginaba que tendrían que desafiar a los ejércitos de España que habían vencido a Napoleón ni a la coalición mundial ‑globalizadora‑ del Congreso de Viena. Que vencidos los enemigos de afuera por los libertadores, no tendríamos quien nos liberara de los enemigos y de la anarquía interior. Nos esperaba medio siglo de guerras civiles.
Pero la Argentina del sueño, sería.
En pocas décadas la Argentina se definió como el país de mayor progreso de nuestra América latina. Progreso verdadero, sin disociar la cultura y la promoción del ciudadano del desarrollo económico.
Hoy, cuando se quiebra esta fórmula que nos hizo ser, más que nunca sentimos nostalgia por aquel fresco azul y blanco de la bandera de Belgrano que flamea sin mucho viento de patria, sin sol y en pocos balcones.
A pocos años del segundo centenario de aquella patriada fundadora, nos preguntamos si tendremos las ganas, el coraje y la fantasía de querer seguir siendo o si en cambio retornaremos a la siesta colonial (o neocolonialcomputadorizada).