La Nación, 17/03/2004
Estoy seguro de que algún gran dirigente del partido derrotado en los comicios españoles del 14, en el amanecer del 15, entre sueños inquietos, vio estampada esta frase de William Faulkner: «Uno no puede participar del Mal y pretender escapar sano y salvo».
Hubo dos campañas. La primera duró varias semanas con las alternativas de un debate nacional donde los temas internacionales de la gestión del partido gobernante no ocupaban el lugar central. La segunda es brevísima, trágica y definitiva. Durará sólo 48 horas y se inicia con el miserable bombardeo del jueves 11 a los trenes que van hacia la estación de Atocha, con su fuerza cotidiana de obreros, empleados, profesores, estudiantes, escolares, rumanos vendedores de baratijas, secretarias con su flor para el florerito del escritorio, sudamericanos indocumentados temerosos de los controles de migración. Las bombas que el islamismo fundamentalista (político) no pudo devolver sobre los cuarteles de Irak las hizo estallar sobre ese alegre enjambre que vuela cada mañana hacia la colmena de Madrid. Inesperada globalización.
Fue un acto de guerra que sembró llanto, muerte y venganza sobre inocentes -siempre los inocentes-. Tan inocentes como aquellos de las televisadas noches de la CNN, en aquel Bagdad sometido a los demonios Tomahawk que bajaban desde el cielo estrellado.
Los que pueden matan a mano, los otros a máquina, como bromeaba Borges.
Toda violencia es el absurdo, porque se tiñe de la perplejidad del inocente (y de sus deudos) ante la estupidez injusta, suciamente disfrazada de gran política, o de venganza terrorista.
Todos vimos en Atocha a los despedazados por ese crimen que para Elsa Morante era la llamada «Historia». El estudiante que venía repasando la lección de química, el inmigrante que girará sus cincuenta euros y que desayunó con el amor de su mujer, con su niño. Y el joven albañil, las gitanas que leerán la suerte de otros (¡sin intuir la propia!). Y los niños. Esos chicos a quienes la madre les ajustó la bufanda con las protestas de cada mañana. (Dostoievski y Camus nos recordaron que la Historia queda destituida ante el dolor o la muerte de un solo niño.)
Las alimañas hicieron estallar las cargas, y el rojo del fuego asesino viró al humo negro, deletéreo, que espantó a las palomas de medio Madrid (volaban inquietas, desmañadas, desoladas ante el absurdo humano).
Las alimañas se deslizan desde esa playa de horror. Corren entre las vías ensangrentadas y quieren «salvarse», sentir que esa infamia puede transformarse en triunfo, en razón política, ¡en ascenso!
Pero enseguida sienten que sus pasos no llevan peso. Es un paso de sombras miserables. Sus manos empalidecen. A ellas también se les cayó la vida entre los rieles suburbanos donde siempre hay una rata reventada.
Les parece que quedaron en vida. Pero intuyen que son, para siempre, muertos sin sepultura. La explosión los expulsó de la condición humana. Cuando sean condenados, por la Audiencia Nacional de España o cuando se presenten ante su Dios, llegarán impregnados por el hedor de los muertos sin sepultura.
Y entonces, España recordó que nunca había querido aquella alianza guerrera que la separó de la opinión de Francia, de Alemania y de su fraternal América latina.
El golpe emocional impuso a Marte en el lugar de la Cibeles. España sintió que se había producido un acto de guerra y que esa guerra había sido un gravísimo error decidido en un equivocado sueño de grandeza y de «Gran Política».
Muchos de los que eso decidieron, en el amanecer del 15, vieron en esa extraña e indeleble escritura de los sueños la frase que Faulkner escribió entre los robles de su jardín, hace sesenta años: «Uno no puede participar del Mal y pretender escapar sano y salvo».